VISITA DE AÑO NUEVO, Antonio Moreno
Visita de año nuevo es un paso más en la senda memorística y confesional que el autor
inauguró con Mundo menor y que cultivó
también en El sueño de los vencejos. El
libro que ahora nos ocupa es un breve y emotivo paseo por la vida de una mujer
vitalista y de una madre sorprendente. La determinación de escribir este libro le
llega a su autor un 1 de enero, un día significativo en el calendario
particular de la familia. El autor necesita despedirse de la madre, “conjurar
la melancolía con palabras” (p. 35), precisamente después de experimentar una dura
etapa de “desmoronamiento anímico” que le exigía ímprobos esfuerzos para llevar
a cabo todas sus obligaciones diarias. Por su parte, la madre afectuosa,
vitalista, llena de capacidad de asombro, tuvo también que esforzarse para
aceptar los contratiempos de la vida, tuvo que llegar “a la alegría desde el
dolor” (p. 18), pues solo así logró vivir con entusiasmo hasta el final.
Me encantaba pasear contigo. (…)
Es lo que los dos preferíamos, andar sin tasa y charlar
deambulando por calles y avenidas. Era raro que no celebraras o comentaras
cualquier novedad, algún rincón para ti sorprendentemente inédito, la fachada
de un viejo edificio, las macetas de un balcón, la esbeltez de unos jóvenes en
algún espectáculo callejero y también el mismo mar de siempre, los mismos
árboles de cada tarde (p. 79).
Días previos al inicio de
la escritura del libro, el autor realiza un viaje por Guadix, Antequera y
Carmona. Se siente reconfortado al ver la luz de los paisajes –luz inspiradora
de muchos de sus últimos libros–, como si fuera el impulso necesario que
esperaba para acometer la tarea de crear.
La escritura se erige así
en un instrumento de altísimo valor: por un lado, es un don terapéutico, una
seda que acaricia y coadyuva a la asunción serena de la pérdida; por otro, es
una ganzúa clarificadora, que abre zonas de oscuridad y permite a su autor
avanzar con renovado aliento por el camino de la vida. Solo así, la elegía no
es dolor, sino palabra que se transforma en canto. Y para que este vuele por el
libro y sane son necesarias que muchas claves coincidan: que el tiempo de la
pérdida de la madre haya pasado pero siga vivo el recuerdo, y que el autor sienta
el inaplazable impulso de escribir textos como el siguiente:
Lo más perturbador es la presencia del sol. También los días
de aguacero.
Que un sol deslumbrante vuelva a brillar desde su bóveda azul
y transparente después de la tormenta; que su luz fulgure en todas las cosas,
sobre el asfalto mojado, sobre los charcos, sobre las hojas lavadas de los
árboles y hasta sobre los troncos empapados; que, en definitiva, el clima, el
tiempo –los cambios de los que todos hablan–, sigan ocurriendo en tu ausencia:
es lo que más me aturde. Lo que más dolorosamente me confunde (p. 49).
Este breve libro, escrito
con sutil sabiduría y lograda sencillez, se lee con mucho gusto. El propio
autor confiesa su intención de escribirlo sin atuendos retóricos, de hablar
sosegadamente al corazón del lector con la máxima transparencia: “Trato de usar
palabras sencillas, palabras comunes. Las propias de un lenguaje claro. Te
adivino a mi espalda, leyendo –escuchando– cuanto digo aquí según lo voy
escribiendo” (p. 111). Y mientras los lectores seguimos afanados en el deleite
de vivir –“cualquier vida es breve, por larga que sea”, nos recuerda en las
páginas finales–, agradecemos que esta escritura sea el mejor instrumento de
comunicación con la madre ausente, el ser humano que siempre estará “al otro
lado del tiempo” (p. 28), en la vida eterna del recuerdo.
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