NAZARÍN, Benito Pérez Galdós
Guardo de los tiempos prolongados de
lecturas galdosianas una vaga atmósfera que, para mi desconcierto, se diluye en
la nada. ¿Será ese el sino de los libros leídos? Por más que me afano en salvar
textos y palabras, cuando echo mano de la memoria descubro con desazón que esta
tiene más agujeros que un queso gruyere. Sin embargo, me consuela pensar que
fue fructuoso ese tiempo de lecturas. Viene este introito a cuento de que
recuerdo poco de Misericordia, de Miau y de Fortunata y Jacinta, tres novelas con las que disfruté mucho.
Ahora,
haciendo caso de la recomendación de un caro amigo, acabo de leer Nazarín, de don Benito Pérez Galdós, y
pongo ese “don” porque es inseparable del escritor canario, quien habría
logrado el premio Nobel de no ser por esas confabulaciones tan frecuentes en la
España de finales del siglo XIX, una realidad de cesantes, de odios y
afinidades muy bien descrita en Miau.
¿Qué aporta Nazarín? De entrada confirma una vez más que Galdós lo
confía todo –como por otra parte era común en la novela realista– a la creación
de un personaje, un sacerdote sui géneris que se mueve entre la cordura y la
iluminación, un ser cuyo comportamiento no deja indiferente a nadie. Es una figura
controvertida, una mezcla de idealista religioso y quijotesco, convencido de
los beneficios incuestionables de la fe en el Señor. Para la tía Chanfa, la oronda dueña de la
pensión conocida como la Casa de las Amazonas, es poco menos que un santo:
“Este cuitado que ustedes han visto tiene el corazón de paloma, la conciencia
limpia y blanca como la nieve, la boca de ángel, pues jamás se le oyó expresión
fea, y todo él está como cuando nació, quiere decirse que le enterrarán con
palma…, eso téngalo por cierto… Por más que le escarben no encontrarán en él
ningún pecado mayor o menor, como no sea el pecado de dar todo lo que tiene”
(p. 36). Frente a esta opinión laudatoria, otra más crítica y acerba sale de la
boca del amigo del narrador: “Y yo pregunto: ¿este hombre, con su altruismo
desenfrenado, hace algún bien a sus semejantes? Respondo: no” (p. 34). Nazarín,
en esencia, desprecia la propiedad privada, vive precariamente, desatiende sus
necesidades básicas y confía su existencia a la caridad de los otros, pues solo
la fe le guía. Al mismo tiempo sorprenden sus ideas excéntricas en algunas cuestiones,
como la referida a la inutilidad de perpetuar en libros y periódicos tantos
saberes para él inanes, pues no hay verdad más alta que el conocimiento que
emana de las Escrituras: “Y cuando paso por las librerías y veo tanto papel
impreso, doblado y cosido, y por las calles tal lluvia de periódicos un día y
otro, me da pena de los pobrecitos que se queman las cejas escribiendo cosas
inútiles, y más pena todavía de la engañada Humanidad que diariamente se impone
la obligación de leerlas. Y tanto se escribe y tanto se publica, que la
Humanidad, ahogada por el monstruo de la Imprenta, se verá en el caso
imprescindible de suprimir todo lo pasado” (pp. 26-27).
Esta quijotesca y
disparatada visión de un elemento de transmisión cultural tan importante como
es la imprenta demuestra esa peculiar personalidad de Nazarín. Junto a esta
visión del personaje, una vez cerrado el libro pervive la imagen de un hombre
más pobre que un franciscano, y la de un hombre de un altruismo sin límites, que
vive en su espiritualidad y pensamientos, y encuentra en el Señor el sentido de
su vida.
Es la agresión que la Ándara
propinó a la Tiñosa el desencadenante
del descrédito y de los problemas a los que tiene que enfrentarse Nazarín.
Acusado de proteger a una criminal, los rumores de los acusadores se extienden
por Madrid. El juez lo considera un loco; y los clérigos, un insensato. A
partir de ese momento, Nazarín inicia su particular huida hacia el sur,
acompañado por un perro, Ándara y Beatriz, una mujer que busca su perfección
moral y espiritual: “No huía de las penalidades, sino que iba en busca de
ellas; no huía del malestar y la pobreza, sino que tras de la miseria y de los
trabajos más rudos caminaba. Huía, sí, de un mundo y de una vida que no
cuadraban a su espíritu, embriagado, si así puede decirse, con la ilusión de la
vida ascética y penitente” (p. 88). Mención aparte requiere el personaje Pedro
de Belmonte (p. 130 y siguientes), fiero, altivo, temerario, con quien Nazarín
departe sobre humanas y divinas cuestiones en el predio donde está más o menos
recluido. Otros personajes, Pinto –el vengativo y fiero compañero de Beatriz–,
así como los presos con que Nazarín comparte algún que otro calabozo, son
ejemplos de esa realidad miserable y deshumanizada, donde el protagonista de esta
novela pretende hacer el bien, sin anhelar ningún reconocimiento ni santidad.
Desde el punto de vista
estilístico, estamos ante una novela itinerante a semejanza del Quijote, en la que un narrador
omnisciente mueve todos los hilos, facilita fluidos diálogos de Nazarín con
Ándara y Beatriz, y pone en boca de sus personajes tanto el nivel culto como algunas expresiones propias del nivel vulgar:
“la mecho –la mato–, asujetarme, el
día del Perjuicio final…”. Una novela
interesante para quienes estén dispuestos a regresar al tiempo bullicioso e
inestable de finales del siglo XIX. Les ahorro detalles argumentales y les
copio a continuación algunas perlas que Nazarín y el narrador dispersan a lo
largo de esta novela.
P. 21: “¡La propiedad! Para mí no es
más que un nombre vano, inventado por el egoísmo. Nada es de nadie. Todo es del
primero que lo necesita”.
P. 29: “Es condición mía
esencialísima la pobreza, y si me lo permiten les diré que el no poseer es mi
suprema aspiración”.
P. 29: “Crean ustedes que entre todo
lo que se ha perdido, ninguna pérdida es tan lamentable como la de la
paciencia”.
P. 30: “No sé lo que es enfadarme. El
enemigo es desconocido para mí”.
P. 79: “Vivir en la Naturaleza, lejos
de las ciudades opulentas y corrompidas, ¡qué encanto!”.
P. 88: “No huía de las penalidades,
sino que iba en busca de ellas; no huía del malestar y la pobreza, sino que
tras de la miseria y de los trabajos más rudos caminaba. Huía, sí, de un mundo
y de una vida que no cuadraban a su espíritu, embriagado, si así puede decirse,
con la ilusión de la vida ascética y penitente”.
P. 146: “Si he preferido la libertad
a la clausura, es porque en la penitencia libre veo más trabajos, más
humillación y más patente la renuncia a todos los bienes del mundo”.
P. 228: “Por hermanos queridos os
tengo, y el dolor que siento por vuestras maldades (…), es un dolor tan vivo, y
de tal modo dolor y amor me encienden el alma, que si yo pudiera, a costa de mi
vida, conseguir ahora vuestro arrepentimiento, sufriría gozoso los más
horribles martirios, el oprobio y la muerte”.
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