FAHRENHEIR 451, Ray Bradbury
Es curioso que la cita que precede
a esta novela no solo sea una invitación a la libertad individual, sino que
además la firme unos de los premios Nobel más valorados en la literatura española:
“Si os dan papel pautado / escribid para el otro lado” (Juan Ramón Jiménez). Y
esto es precisamente lo que decide hacer el protagonista principal de esta
conocida novela de Ray Bradbury (1920-2012). Montag, de regreso de su trabajo
como bombero “quemalibros”, se encuentra a Clarisse, una muchacha “diferente”,
que no participa del pensamiento único del Sistema: leer es peligroso porque
permite que el ser humano piense y sea libre.
En la sociedad cautiva,
fría y carente de sentimientos, en la que viven los personajes de esta novela
de ficción, está prohibido leer, y quienes lo hacen son delatados por sus
conciudadanos, y sus libros, consecuentemente, quemados por una brigada de
bomberos de la que forma parte Montag. Este tranquilo personaje no era feliz. Amaba
a su mujer, al tiempo que se sentía atraído por Clarisse, esa joven que esconde
un misterio, una dulzura, una personalidad propia que le atrae. El Sistema la
obliga a ir al psiquiatra para que ella explique por qué le “gusta pasear por
el bosque, observar los pájaros y coleccionar mariposas” (33). A su vez,
Clarisse ve en Montag a un hombre también diferente: “Usted no es como los
demás. (…) Cuando hablo usted me mira. (…) Anoche cuando le dije algo sobre la
luna, usted la miró. Los otros nunca harían eso. Los otros se alejarían,
dejándome con la palabra en la boca. O me amenazarían. Nadie tiene ya tiempo
para nadie” (p. 33).
Mildred, la mujer de
Montag, vive, como todas sus amigas, una existencia plana, en la apariencia, en
la ausencia de pensamiento crítico. En un personaje arquetípico, incapaz de
comprender a su marido cuando este le cuenta cómo vio arder a una mujer con
toda su biblioteca. Ellos, que no recuerdan ni cómo ni cuándo se conocieron,
eran “un absurdo hombre vacío junto a una absurda mujer vacía” (p. 53). Sus
días se suceden frente a la pantalla; cuantas más pantallas en el hogar, mayor
prestigio social. El único alimento intelectual que proporciona el Sistema
procede de la dieta inane que se suministra a través de la televisión. Montag
es sensible y siente que se aleja de ella y de la represión: quiere leer, se
siente atraído por la autenticidad de Clarisse, no le importa que su mujer le
vea leer, no comprende la adicción por las pastillas que siente su esposa, ya
no siente capaz de quemar libros y quiere salvar del fuego algún ejemplar. Montang
lamenta haber tenido esa vida, haber sido bombero como lo fueron su abuelo y su
padre, porque al quemar un libro destruía también al hombre que consagró su
tiempo a crear ese libro. Montang se rebeló ante tanta injusticia, lo que le obligó a huir a un mundo donde los hombres
no tienen libros porque precisamente ellos mismos son libros. Como si fueran
unos Sócrates contemporáneos, los “hombres libros” no pueden escribir las obras
que aman, solo pueden conservar en su memoria el contenido de un libro. El
propósito es legarlo a otro hombre antes de morir para evitar su desaparición.
Solo así permanecen vivos los libros, obras interiorizadas y transmitidas de
modo oral, de una generación a otra.
La ideología del Sistema
está en la voz de Beatty, el jefe su superior de Montag, quien sospecha del
cambio interior que se está produciendo en su subordinado: “La gente quiere ser
feliz, ¿no es así? (…) ¿No les mantenemos en acción, no les proporcionamos
diversiones? Eso es para lo único que vivimos, ¿no? (p. 69)”. Beatty, para
sorpesa de Montag, dirige la salamandra metálica (el vehículo que los bomberos
utilizan en sus desplazamientos para quemar libros) hacia su casa. Es una de
las escena de mayor tensión, al descubrirse que Montag posee libros y ha sido
delatado por su propia esposa.
A partir de ese momento,
la acción se precipita. Montag acude a Faber, un viejo profesor superviviente,
amante de los libros y de la libertad, con quien mantiene contacto a través de
una cápsula acústica. Será quien le ayude en la huida de la ciudad y contribuya
a despistar al Sabueso, un artilugio mecánico capaz de localizar a cualquier
ser humano siguiendo el rastro de su olor. El encuentro de Montag con los
“hombres-libro” le descubrirá que existe otro mundo, lejos de la ciudad, en el
que se conserva el saber y los valores humanos. Destruida la ciudad por las
continuas guerras, ellos serán la esperanza de un mundo nuevo. Las palabras que
Granger, un habitante del poblado de los “hombres-libro”, recuerda de su abuelo
son un acicate para Montag: “Llena tus ojos de ilusión –decía–. Vive como si
fueras a vivir dentro de diez segundos. Ve al mundo. Es más fantástico que
cualquier sueño real o imaginario. No pidas garantías, no pidas seguridad.
Nunca ha existido algo así. Y, si existiera, estaría emparentado con el gran
perezoso que cuelga boca debajo de un árbol, y todos y cada uno de los días,
empleando la vida en dormir. Al diablo con eso –dijo–, sacude el árbol y haz
que el gran perezoso caiga sobre su trasero” (p. 168).
Afortunadamente,
los vaticinios de Ray Bradbury no se han cumplido. Un mundo sin libros sería insoportable,
como lo sería un mundo sin tiempo libre y sin libertad individual, valores que
se desprecian, exactamente como sucedía en la maravillosa novela de Michael Ende, Momo. En ese mundo superficial donde reina el pensamiento único, la
poesía y los sentimientos verdaderos tampoco tienen cabida: “Siempre lo he
dicho –afirma una de las amigas de Mildred–, poesía y lágrimas, poesía y
suicidio y llanto y sentimientos terribles, poesía y enfermedad. ¡Cuánta
basura!” (p. 111). Y en otro momento se dice: “Dale unos cuantos versos a un
hombre y se creerá que es el Señor de la Creación” (p. 129).
Viene ahora a mi memoria
esa conocida cita de Graham Greene, en la que solo habría que cambiar la
palabra “escribir” por “leer” para que todo tenga sentido: “Escribir es una
forma de terapia: a veces me pregunto cómo se las arreglan todos los que no
escriben, componen o pintan para escapar de la locura, la melancolía, el terror
pánico inherente a la condición humana”.
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