sábado, 2 de mayo de 2020




          LUNA DE AVELLANEDA,
          Ángel Illarramendi



        

         
         EL HEREJE, Miguel Delibes



El protagonista principal de esta novela, Cipriano Salcedo, se siente orgulloso de que el Doctor Cazalla, el mentor del conventículo de Valladolid para la difusión de las ideas luteranas durante la segunda mitad del siglo XVI, le haya encargado una importante misión: acudir a Alemania para entrevistarse con Felipe Melanchton, una autoridad espiritual del momento y comprar los libros esenciales de esta corriente religiosa contraria a ciertos dogmas de la Iglesia Romana. La encomienda es ardua, porque era común las piras de libros y de seres humanos a manos de la Inquisición. Estos datos son desvelados en el transcurso de una interesante conversación que mantiene Cipriano Salcedo junto al capitán de la galeaza, Heinrich Berger, y un sevillano misterioso, Isidoro Tellería, durante el viaje de regreso a España, sin que las disquisiciones religiosas resten un ápice de interés novelesco.
         Con cada página leída, mayor es el gozo de avanzar y sumergirse en la Valladolid descrita por Miguel Delibes (pp. 50-55). Su fluida escritura nos guía por una ciudad de apenas veintiocho mil habitantes, se detiene en sus calles, elogia los blancos de Rueda y Cigales, sus talleres artesanos, la concurrencia de la gente ante la visita del rey Carlos. Un hervidero de vitalidad, que Bernardo Salcedo no vive porque en esos momentos está expectante ante el nacimiento de su hijo Cipriano. En unas pocas páginas, se perfila la maldad del padre hacia el hijo (“taimado parricida”, lo llama),  pues lo consideraba el causante de la muerte de su mujer, a quien “tuvo siempre sometida a una dura disciplina marital” (p. 76). Minervina, la joven nodriza que amamantó a Cipriano, será el refugio de afecto de ese niño algo enclenque, sometido al continuo desprecio de un despótico padre.
         El afán de saber salvará a Cipriano de una vida mediocre en una época donde leer y pensar eran actividades intelectuales peligrosas, eran quehaceres perseguidos por la Inquisición: “La afición a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el analfabetismo se hace deseable y honroso. Siendo analfabeto es fácil demostrar que uno está incontaminado y pertenece a la envidiable casta de los cristianos viejos” (p. 43).
         La desorientada vida de Bernardo tras la muerte de su esposa adquiere gran importancia en la primera parte de la novela. A este personaje fingidor lo corroe la apremiante necesidad de tener un encuentro sexual, pero se pregunta “¿cómo tener hoy una relación carnal con una mujer sin arriesgar nuestra salud en el empeño?” (p. 118), pues entonces la peste tenía atemorizada a la población. Bernardo acude a María de las Casa, una alcahueta de las inmediaciones de Valladolid,  para que le consiga una mujer joven, en concreto, a Petra Garrido, con quien consumará una relación humillante. Sin duda, el maestro Delibes va creando una novela en la que cada nuevo personaje es una onda expansiva que permite que la obra gane en profundidad: la evolución de Bernardo, las sorpresas lascivas con las que Petra le sorprende y el posterior descubrimiento de su doble vida; la delicadeza de Minervina, que pasa de ser la niñera a instructora inicial de Cipriano; y la figura fugaz del preceptor del muchacho, Álvaro Cabeza de Vaca, quien reconoce que Cipriano, siendo como es inteligente, desatiende sus explicaciones, porque está en otra cosa. Bernardo decide internarlo en un colegio para niños pobres –los expósitos–, gestionado por la Cofradía. El colegio será un microcosmos donde Delibes otorga a muchos de los niños un apodo definitorio afín con su personalidad y aspecto. Y allí crecerá lejos de su padre cruel y vivirá experiencias que a nosotros, sus lectores, nos recuerdan algunas peripecias de Mi idolatrado hijo Sisí, lo que nos lleva a pensar que en esta novela histórica confluyen muchos aspectos del mundo narrativo de Miguel Delibes. Aparecen otros personajes que enriquecen ese listado de hombres y mujeres memorables trazados por la pluma de Delibes (en el discurso de recepción del Premio Cervantes mostró su gratitud hacia esas criaturas novelescas) . Y entre ellos está el austero don Segundo Centeno, hombre sabio y guardoso, que mantiene una productiva explotación de ovejas, y también su hija, Teodomira, conocida como la Reina del Páramo por su pericia insuperable en pelar ovejas. Y Cipriano siente deseos de conocerla: “Cuando hablaba Teodomira sentía una gran paz interior. Aquella muchacha, sobrada de peso, era la encarnación de la serenidad. (…) Pero lo que le sorprendió más a Cipriano fue el descubrimiento de Teodomira como hembra, el hecho de que la muchacha, al tiempo que sosiego, le produjera una viva excitación sexual” (p. 240). Teo acabó siendo una esposa perfecta, de níveo cuerpo, firme en sus convicciones, consciente de que su origen humilde no era un impedimento para desenvolverse, tras su matrimonio con Cipriano, en el entorno urbano. Pero con el transcurrir del tiempo su maternidad insatisfecha fue minando la convivencia matrimonial, hasta llevarla a la locura y posterior muerte. Viudo, Cipriano va encontrando cada vez mayor interés en las tesis erasmistas que Pedro Cazalla y Carlos de Seso le inculcan: “No se quede sentado en una silla. Muévase. Abra su espíritu, no se resista a la gracia” (310).
         Alcanzado el ecuador de la novela, el argumento da un giro. Cipriano, hombre maduro y al frente de  los negocios heredados tras la muerte de su padre, se convierte en un entusiasta de las tesis erasmistas. Piensa que Erasmo es “un teólogo, un escritor, que piensa que la Iglesia debe ser reformada” (p. 186). El debate transciende los muros eclesiásticos y se traslada a las plazas y casas de Valladolid. Se instala el temor ante las delaciones, porque al principio “daba la impresión, sin embargo, que la controversia se iba inclinando del lado de Erasmo y en contra de Lutero y el resultado parecía satisfacer al Papa y al Emperador” (p. 186). La llegada del Doctor Cazalla, hijo de una familia importante de Valladolid con ascendientes judíos, remueve la conciencia de Cipriano e instala en su ánimo un deseo constante de perfección moral, no solo en lo espiritual, sino también en su anhelo de dignificar la justicia social (de ahí su empeño de mejorar los salarios de sus trabajadores). Los vaivenes de la fe turban a Cipriano hasta tal punto que fue dejándose aleccionar en esta materia por el hermano del Doctor, Pedro Cazalla, quien le entregó un libro, El beneficio de  Cristo, cuya lectura le reportó un sosiego inmediato y abrió en él una mueva dimensión religiosa. Finalmente, Cipriano acude una noche a su primer conciliábulo en casa del Doctor, donde coincide con prohombres de la ciudad y se siente sorprendido por la elegancia y belleza de Ana Enríquez, hija de los marqueses de Alcañices. Las ideas erasmistas –inexistencia del purgatorio y reivindicación de los Apóstoles frente al boato de la Iglesia Romana, entre otras– van calando en su ánimo atormentado, en su anhelo de búsqueda del bien y de cierta plenitud espiritual: “Nunca había sentido aversión por descargar sus pecados en un confesionario pero hacerlo ahora directamente ante Nuestro Señor le dejaba más tranquilo y satisfecho. Llegó a parecerle un acto más completo y emotivo que la confesión auricular” (p. 318). Las delaciones se produjeron escalonadamente y todos los proluteranos fueron detenido e interrogados por el Santo Oficio. El 21 de mayo de 1559 muchos de ellos fueron condenados a la hoguera. De camino a los cadalsos, Cipriano tuvo su último consuelo al ver a Minervina, “la única persona que le quiso en vida, la única que él había querido, cumpliendo el mandato divino de amaos los unos a los otros” (p.487).
El uso de la lengua requiere una mención aparte. Como la acción inicial de la novela transcurre en la galeaza, con Cipriano de regreso a España, aparecen muchos vocablos marineros (“coy”, “amura”, “cofa”, etc.); abundan los términos específicos para nombrar herramientas y objetos de la época (“armella”, etc.) y otros propios de la actividad del mundo rural (la caza de conejos con hurones, y la de la perdiz con reclamo exige una precisa utilización de palabras habituales en sus anteriores libros); hay una profusión de vocabulario afín a la vestimenta (“coleto corto”, “carmeñola”, “mangas folladas”, “presea pinjante”, etc.), así como palabras que pertenecen al campo léxico de la teología, lo que demuestra la ingente labor de documentación llevada a cabo por el autor; en muchas ocasiones hay aciertos expresivos (su figura “se había ahilado” para referirse a ganar en esbeltez), así como nuevas acepciones de vocablos comunes, como en “ordinario” (arriero que trasladaba gentes de un pueblo a otro) o en “rolla” (niñera).
La lectura de esta grandísima novela (entre las mejores de Miguel Delibes, me atrevería a decir) requiere que un lector avezado tenga que consultar el significado de algunas palabras. Esto nos hace pensar si no ha llegado el momento de que algunas ediciones de sus libros deban tener notas aclaratorias a pie de página. No en vano, sabedores sus estudiosos de que la alta calidad estilística pudiera disuadir a lectores no iniciados de leer la obra del escritor vallisoletano, en la Cátedra Miguel Delibes,  puede consultarse, en un completo glosario digital, el léxico que aparece en sus novelas (http://www.catedramdelibes.com/glosario.php).  
Por la sabiduría constructiva de la narración; por los diálogos enjundiosos sobre las más diversa materias; por la capacidad para describir con dos trazos ambientes, caracteres y paisajes; por la ingente documentación histórica y teológica; y por el uso pulcro y rítmico del castellano, podemos considerar esta novela de Miguel Delibes como una las más logradas de su abundante producción, una obra que desgraciadamente desconocerán quienes no se atrevan a leerla, ya sea por su extensión o porque aborde cuestiones más o menos alejadas de la actualidad.


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