LUNA DE AVELLANEDA,
Ángel Illarramendi
EL HEREJE, Miguel Delibes
El protagonista principal de esta
novela, Cipriano Salcedo, se siente orgulloso de que el Doctor Cazalla, el
mentor del conventículo de Valladolid para la difusión de las ideas luteranas
durante la segunda mitad del siglo XVI, le haya encargado una importante
misión: acudir a Alemania para entrevistarse con Felipe Melanchton, una
autoridad espiritual del momento y comprar los libros esenciales de esta
corriente religiosa contraria a ciertos dogmas de la Iglesia Romana. La
encomienda es ardua, porque era común las piras de libros y de seres humanos a
manos de la Inquisición. Estos datos son desvelados en el transcurso de una
interesante conversación que mantiene Cipriano Salcedo junto al capitán de la
galeaza, Heinrich Berger, y un sevillano misterioso, Isidoro Tellería, durante
el viaje de regreso a España, sin que las disquisiciones religiosas resten un
ápice de interés novelesco.
Con
cada página leída, mayor es el gozo de avanzar y sumergirse en la Valladolid descrita
por Miguel Delibes (pp. 50-55). Su fluida escritura nos guía por una ciudad de
apenas veintiocho mil habitantes, se detiene en sus calles, elogia los blancos
de Rueda y Cigales, sus talleres artesanos, la concurrencia de la gente ante la
visita del rey Carlos. Un hervidero de vitalidad, que Bernardo Salcedo no vive
porque en esos momentos está expectante ante el nacimiento de su hijo Cipriano.
En unas pocas páginas, se perfila la maldad del padre hacia el hijo (“taimado
parricida”, lo llama), pues lo
consideraba el causante de la muerte de su mujer, a quien “tuvo siempre
sometida a una dura disciplina marital” (p. 76). Minervina, la joven nodriza
que amamantó a Cipriano, será el refugio de afecto de ese niño algo enclenque,
sometido al continuo desprecio de un despótico padre.
El
afán de saber salvará a Cipriano de una vida mediocre en una época donde leer y
pensar eran actividades intelectuales peligrosas, eran quehaceres perseguidos
por la Inquisición: “La afición a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa
que el analfabetismo se hace deseable y honroso. Siendo analfabeto es fácil
demostrar que uno está incontaminado y pertenece a la envidiable casta de los
cristianos viejos” (p. 43).
La
desorientada vida de Bernardo tras la muerte de su esposa adquiere gran
importancia en la primera parte de la novela. A este personaje fingidor lo
corroe la apremiante necesidad de tener un encuentro sexual, pero se pregunta
“¿cómo tener hoy una relación carnal con una mujer sin arriesgar nuestra salud
en el empeño?” (p. 118), pues entonces la peste tenía atemorizada a la
población. Bernardo acude a María de las Casa, una alcahueta de las
inmediaciones de Valladolid, para que le
consiga una mujer joven, en concreto, a Petra Garrido, con quien consumará una
relación humillante. Sin duda, el maestro Delibes va creando una novela en la que
cada nuevo personaje es una onda expansiva que permite que la obra gane en
profundidad: la evolución de Bernardo, las sorpresas lascivas con las que Petra
le sorprende y el posterior descubrimiento de su doble vida; la delicadeza de
Minervina, que pasa de ser la niñera a instructora inicial de Cipriano; y la
figura fugaz del preceptor del muchacho, Álvaro Cabeza de Vaca, quien reconoce
que Cipriano, siendo como es inteligente, desatiende sus explicaciones, porque
está en otra cosa. Bernardo decide internarlo en un colegio para niños pobres –los
expósitos–, gestionado por la Cofradía. El colegio será un microcosmos donde
Delibes otorga a muchos de los niños un apodo definitorio afín con su
personalidad y aspecto. Y allí crecerá lejos de su padre cruel y vivirá
experiencias que a nosotros, sus lectores, nos recuerdan algunas peripecias de Mi idolatrado hijo Sisí, lo que nos
lleva a pensar que en esta novela histórica confluyen muchos aspectos del mundo
narrativo de Miguel Delibes. Aparecen otros personajes que enriquecen ese
listado de hombres y mujeres memorables trazados por la pluma de Delibes (en el
discurso de recepción del Premio Cervantes mostró su gratitud hacia esas
criaturas novelescas) . Y entre ellos está el austero don Segundo Centeno,
hombre sabio y guardoso, que mantiene una productiva explotación de ovejas, y también
su hija, Teodomira, conocida como la Reina
del Páramo por su pericia insuperable en pelar ovejas. Y Cipriano siente
deseos de conocerla: “Cuando hablaba Teodomira sentía una gran paz interior.
Aquella muchacha, sobrada de peso, era la encarnación de la serenidad. (…) Pero
lo que le sorprendió más a Cipriano fue el descubrimiento de Teodomira como
hembra, el hecho de que la muchacha, al tiempo que sosiego, le produjera una
viva excitación sexual” (p. 240). Teo acabó siendo una esposa perfecta, de
níveo cuerpo, firme en sus convicciones, consciente de que su origen humilde no
era un impedimento para desenvolverse, tras su matrimonio con Cipriano, en el
entorno urbano. Pero con el transcurrir del tiempo su maternidad insatisfecha
fue minando la convivencia matrimonial, hasta llevarla a la locura y posterior
muerte. Viudo, Cipriano va encontrando cada vez mayor interés en las tesis
erasmistas que Pedro Cazalla y Carlos de Seso le inculcan: “No se quede sentado
en una silla. Muévase. Abra su espíritu, no se resista a la gracia” (310).
Alcanzado
el ecuador de la novela, el argumento da un giro. Cipriano, hombre maduro y al
frente de los negocios heredados tras la
muerte de su padre, se convierte en un entusiasta de las tesis erasmistas.
Piensa que Erasmo es “un teólogo, un escritor, que piensa que la Iglesia debe
ser reformada” (p. 186). El debate transciende los muros eclesiásticos y se
traslada a las plazas y casas de Valladolid. Se instala el temor ante las
delaciones, porque al principio “daba la impresión, sin embargo, que la
controversia se iba inclinando del lado de Erasmo y en contra de Lutero y el
resultado parecía satisfacer al Papa y al Emperador” (p. 186). La llegada del
Doctor Cazalla, hijo de una familia importante de Valladolid con ascendientes
judíos, remueve la conciencia de Cipriano e instala en su ánimo un deseo
constante de perfección moral, no solo en lo espiritual, sino también en su
anhelo de dignificar la justicia social (de ahí su empeño de mejorar los
salarios de sus trabajadores). Los vaivenes de la fe turban a Cipriano hasta
tal punto que fue dejándose aleccionar en esta materia por el hermano del
Doctor, Pedro Cazalla, quien le entregó un libro, El beneficio de Cristo, cuya
lectura le reportó un sosiego inmediato y abrió en él una mueva dimensión
religiosa. Finalmente, Cipriano acude una noche a su primer conciliábulo en
casa del Doctor, donde coincide con prohombres de la ciudad y se siente
sorprendido por la elegancia y belleza de Ana Enríquez, hija de los marqueses
de Alcañices. Las ideas erasmistas –inexistencia del purgatorio y
reivindicación de los Apóstoles frente al boato de la Iglesia Romana, entre
otras– van calando en su ánimo atormentado, en su anhelo de búsqueda del bien y
de cierta plenitud espiritual: “Nunca había sentido aversión por descargar sus
pecados en un confesionario pero hacerlo ahora directamente ante Nuestro Señor
le dejaba más tranquilo y satisfecho. Llegó a parecerle un acto más completo y
emotivo que la confesión auricular” (p. 318). Las delaciones se produjeron
escalonadamente y todos los proluteranos fueron detenido e interrogados por el
Santo Oficio. El 21 de mayo de 1559 muchos de ellos fueron condenados a la
hoguera. De camino a los cadalsos, Cipriano tuvo su último consuelo al ver a
Minervina, “la única persona que le quiso en vida, la única que él había
querido, cumpliendo el mandato divino de amaos los unos a los otros” (p.487).
El uso de la lengua
requiere una mención aparte. Como la acción inicial de la novela transcurre en
la galeaza, con Cipriano de regreso a España, aparecen muchos vocablos
marineros (“coy”, “amura”, “cofa”, etc.); abundan los términos específicos para
nombrar herramientas y objetos de la época (“armella”, etc.) y otros propios de
la actividad del mundo rural (la caza de conejos con hurones, y la de la perdiz
con reclamo exige una precisa utilización de palabras habituales en sus anteriores
libros); hay una profusión de vocabulario afín a la vestimenta (“coleto corto”,
“carmeñola”, “mangas folladas”, “presea pinjante”, etc.), así como palabras que
pertenecen al campo léxico de la teología, lo que demuestra la ingente labor de
documentación llevada a cabo por el autor; en muchas ocasiones hay aciertos
expresivos (su figura “se había ahilado” para referirse a ganar en esbeltez), así
como nuevas acepciones de vocablos comunes, como en “ordinario” (arriero que
trasladaba gentes de un pueblo a otro) o en “rolla” (niñera).
La lectura de esta
grandísima novela (entre las mejores de Miguel Delibes, me atrevería a decir)
requiere que un lector avezado tenga que consultar el significado de algunas
palabras. Esto nos hace pensar si no ha llegado el momento de que algunas ediciones
de sus libros deban tener notas aclaratorias a pie de página. No en vano,
sabedores sus estudiosos de que la alta calidad estilística pudiera disuadir a
lectores no iniciados de leer la obra del escritor vallisoletano, en la Cátedra
Miguel Delibes, puede consultarse, en un
completo glosario digital, el léxico que aparece en sus novelas
(http://www.catedramdelibes.com/glosario.php).
Por la sabiduría
constructiva de la narración; por los diálogos enjundiosos sobre las más
diversa materias; por la capacidad para describir con dos trazos ambientes, caracteres
y paisajes; por la ingente documentación histórica y teológica; y por el uso pulcro
y rítmico del castellano, podemos considerar esta novela de Miguel Delibes como
una las más logradas de su abundante producción, una obra que desgraciadamente desconocerán
quienes no se atrevan a leerla, ya sea por su extensión o porque aborde
cuestiones más o menos alejadas de la actualidad.
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