LOS SENDEROS DEL MAR. Un viaje a pie,
María Belmonte
No es un libro de viajes al uso, ni
una relación detallada de lugares que hay que visitar. Los senderos del mar es el itinerario vital de una escritora que
recuerda un aroma de la adolescencia, un olor que es muy difícil definir y que
solo palabras al azar podrían acotarlo: “intenso”, “fresco”, “salobre”. Así
comienza este ensayo que coincide con el viaje de María Belmonte desde Bayona
hasta Bilbao, siguiendo la costa vasca. Estamos ante un documentado texto, en el
que las referencias culturales se integran en la narración, porque la visita a
Bayona o a Biarritz sirve para que se cuente que en ella pasó Víctor Hugo y se aluda
a la vida que experimentó en ese lugar la propia autora, quien se demora en algunos
pormenores sobre transformación que la ciudad experimentó a mediados del siglo
XIX cuando fue elegida por Eugenia de Montijo –esposa de Napoleón III– como
lugar de vacaciones, elección que con los años también harían el escritor
Vladimir Nabokov y músicos como Stravinski. Se entiende, pues, que más que un
libro de viajes es un viaje interior de la propia autora a sus lugares queridos,
pertrechada, eso sí, con un notable bagaje cultural.
Se
abre con una cita de Robert Macfarlane, que es en sí misma una declaración de
las intenciones: “El paisaje estaba aquí mucho antes de que nosotros ni
siquiera lo soñáramos. Y presenció nuestra legada” (p. 7). Este libro misceláneo aúna la pasión por el
paisaje, las gentes, los lugares, la naturaleza, el mar, los árboles, la
geología, toda esa realidad que una mirada atenta y asombrada es capaz de
compartir con los lectores.
Al
compás del camino recorrido, la autora va acumulando saberes a su obra, de tal
manera que el libro se va convirtiendo no sólo en un homenaje al territorio,
sino en un recuento constante de la admiración que otros también sintieron.
Alude, por poner un ejemplo, a la importante labor que el romántico Antoine
d’Abbadie desarrolló en favor de la lengua y cultura vascas (pp. 39-40) o a la
represión sanguinaria que el conocido como señor de Lancre llevó a cabo (pp.
40-41), un malvado personaje que murió en un castillo que más tarde compraría el
pintor Toulouse-Lautrec. También se detiene en la historia de la creación de la
ciudad de San Sebastián (p. 90) y se demora en detalles que hacen de este libro
un espacio de diversos saberes, como sucede cuando habla de la perfecta
geometría en la disposición de las pipas de un girasol –circunstancia que
vincula con “la sucesión de Fibonacci”, eminente matemático del siglo XII–, o cuando se refiere al afán
de Aristóteles por comprender a los seres vivos, preocupación que lo convirtió,
al margen de sus conocimientos filosóficos, en uno de los primeros naturalistas
de Occidente (p.71). Gana interés cuando narra los pormenores de la vida de los
arponeros y de la captura de ballenas, y reflexiona sobre el cambio operado en
la consideración de estos cetáceos como animales que hay que preservar después
de hayan sido capturados durante mucho tiempo al servicio de la industria. La
autora se basa en el libro de Philip Hoare, Leviatán
o la ballena (2019), para profundizar en la idiosincrasia de los pueblos
balleneros del norte. No menos interesantes son las páginas que dedica a la
explicación de los aspectos geológicos de la costa, asunto que le lleva a
contar la relevancia que tuvieron para la difusión de las ideas ilustradas la
creación, en 1765, de la Sociedad Vascongada de Amigos del País, que fue la
primera sociedad ilustrada de España (p. 117). También se detiene en el
análisis de la teoría del impacto de un meteorito en la Tierra a partir de la
pervivencia de los restos de iridio presentes en la capa terrestre. En su deambular
la autora es una caminante más que dialoga con amigos y que recuerda los
lugares de su infancia –Plencia, Bilbao, la ría, del Museo de Bellas Artes–.
La
mirada delicada hacia la naturaleza es una de las características de este libro.
Se refiere la autora a la bella danza de apareamiento de dos caballitos de mar
y otras tantos descubrimientos del sorprendente mundo animal, o explica con
detalle la erosión que el mar ejerce constantemente sobre los acantilados, o el
origen de las “olas viajeras” que nacen cerca de Terranova. Su interés también
se centra en las piedras; y su afán de coleccionarlas le lleva a visitar a
Iñaki Perurena, en Leitza (Navarra), un levantador de piedras afable, un
petromaníaco que siente, como la autora, una irresistible atracción por las
piedras. Reivindica las ventajas que tiene zambullirse en el mar para vencer
las preocupaciones de la vida, al tiempo que nos cuenta esa desconocida afición
de Lord Byron (p. 171), a quien la ligera malformación de una pierna no le
impidió cruzar a nado el estrecho de Dardanelos.
En fin, un libro que es
más que un libro de viajes, es una filosofía de vida que proyecta el respeto y
admiración por un espacio. Un libro bien escrito, que nos reconcilia con esa
cualidad que la palabra tiene para trasladar al lector y enriquecerlo con otras
experiencias, para obligarle a “ese estar no estando” que es vivir la lectura. En
suma, un libro que transmite el asombro y la alegría de vivir –eso que los
inuit, como nos recuerda la autora, expresan con la palabra Nuannaarpoq–.
No quisiera finalizar sin
reproducir las palabras que María Belmonte recoge en la introducción para
explicar qué supone para ella caminar.
“Debo añadir que adoro viajar
a pie. Prefiero recorrer andando algunos kilómetros de un país que verlo entero
desde un automóvil u otro medio de transporte. En la Antigüedad los viajeros
caminaban” (p. 7).
“El escritor Bruce
Chatwin, formidable caminante y obsesionado por la forma de vida nómada, estaba
convencido de que el cuerpo humano está diseñado para recorrer a pie cierta
distancia cada día y de que todos los males de nuestra civilización provienen
de habernos hecho sedentarios” (p. 7).
“Explorar a pie los
viejos caminos es abrir la puerta a lo imprevisto, al descubrimiento, a los
encuentros inesperados con personas, animales, arboles, ríos, montañas, aves y
nubes. Thoreau salía de viaje para visitar árboles que le agradaban y la
escritora y montañera escocesa Nan Shepherd iba a la montaña no para
conquistarla, sino como quien va a conquistar a un amigo. Al recorrer
tranquilamente a pie la costa vasca, deteniéndome donde me apetecía, he tenido
encuentros inesperados, pero también he aprendido a percibir los variados tonos
que puede adquirir el océano, sus estados de ánimo e incluso eso que tanto
atraía al poeta Shelley, su latido” (p. 8).
“El caminante avanza
alerta y tranquilo, sus sentidos se agudizan y el silencio se percibe como un
elemento más del paisaje, apenas roto por el ruido de los pasos y el suave
golpeteo de los bastones. Es en esos momentos cuando se siente realmente vivo”
(p. 8).
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