martes, 25 de junio de 2013






POEMA, Javier Cebrián

La intemperie

Yo me cobijo en ti,
me emociono con solo mirarte,
con cuidada atención
o con furtivo disimulo siquiera.
Me aferro a ti,
porque este amor que te siento
es la intemperie,
porque de heridas no estoy exento,
ni de su infección libre estoy,
de este rencor pútrido
que, a veces, en alimaña me transmuta.
Yo me cobijo en ti,
y ante ti me desnudo,
porque este amor que me sientes
es la intemperie, también;
el cielo al descubierto,
sin techo, ni otro reparo alguno.






Ave Fénix,

símbolo de la nueva poesía de Javier Cebrián


El comentarista de este nuevo libro de Javier Cebrián se mueve entre dos ideas: la de reunir un conjunto de palabras huecas para rematar la faena como haría cualquier diestro ante un toro malo (y es obvio que este no es el caso); y la de ponderar el elogio para persuadir al lector de este libro (Estragos, colección 2008-2011) de que va por el buen camino y merece la pena su empeño.
Y así sucede, porque, tras la lectura de estos versos, descubrimos que el poeta y el hombre se funden y confieren altas dosis de verdad a estos versos, en los que su autor parece decirnos: renacerás de tus ruinas vitales, aceptarás tu realidad aunque no te guste, pero siempre confiarás en tu voz poética y en tu misión como hombre y poeta en este breve tránsito que llamamos vivir. Digámoslo desde el principio, porque esta es la idea (sin duda simplificadora, por mi parte) que recorre el presente poemario: hay una voluntad de fijar el tránsito de una etapa vital  contradictoria a otra esperanzadora. O para ser más precisos: se nombra el pasado no para vivirlo, sino para enterrarlo definitivamente (“Sin mirar atrás”, por ejemplo); y se convocan palabras y versos nuevos para construir, desde un presente pleno, un futuro esperanzador.
Desde el inicio, en el poema que da título al poemario, hay una aceptación de la erosión que provoca el inexorable paso del tiempo, de la pérdida del paraíso de la infancia, pues el poeta, desde una visión descreída de la realidad, asume que “esta vida no he sabido vivirla”. Y, sin embargo, en medio de esta asunción de la derrota brilla en este poema (y por extensión en todo el libro) una luz, una fe en que se producirá un encuentro, en que brotará en el páramo de la vida un afecto accidental que le salve “de esta guerra de antemano perdida”. Y así es este libro: la constatación de las pérdidas y la aceptación de las derrotas con la certeza de que hay que dejar la puerta entreabierta para vivir al fin. O dicho de otro modo: tras los estragos que proporcionan los desengaños de la vida persiste la búsqueda inconstante de la alegría, esa “palabra que defiendo”.
Hay, también, un decir más pausado, menos transgresor, si comparamos estos versos con los de sus libros anteriores: Heroína (1991), Celebración del milagro (2005) y Maneras distintas de amar (o des-amar) (2009). Si antaño el poeta se convertía en ocasiones  en un “francotirador” que asumía la inquietante tristeza y emoción en muchos versos (“cómo magulla la propia vida, / cómo hiere, cómo erosiona…”), percibimos ahora una dicción más reposada, un pensamiento poético más hondo que agranda la validez de los poemas:
Aquella vida no supe vivirla,
esta vida no sé vivirla,
no es para mí el hábito de los hombres.
En la suma de los días se acumulan los miedos
y se le concede un dudoso prestigio
a la derrota y la tristeza.
Y así el poema deja de existir, se trunca, no es.
(“Intento vago de poema”)
Avanza el libro y descubrimos en poemas como “La casa”, “Nuestro lugar” y “Desnudos” ejemplos palmarios de la huida del poeta y de la búsqueda de su lugar en un mundo más armónico. El itinerario vital del poeta tiene fiel reflejo en estos versos donde lo narrativo no empaña la emoción. E incide recurrentemente en la idea de una nueva identidad: “Un hombre nuevo decidido / a caminar sobre las brasas”.  Y excelente es el poema titulado “Desnudos” como ejemplo de esa idea de tránsito, de renovación, de Ave Fénix personal (“de esta muerte he surgido nuevo”), que anhelan a un tiempo el hombre y el poeta. Y así lo escribe:
Desnudo me fui,
despojado de andrajos,
de pestilencias,
de la lepra en la piel
de ese alguien que me desconocía. (…)
Desnudo me fui
y desnudo vuelvo.
Digo verdad si te digo esto:
no me vencerá el miedo a lo viejo
y lucharé contra el miedo a lo nuevo.
Yo sé que la vida
concede siempre su prórroga,
una oportunidad para vestirse de nuevo.
La búsqueda de la felicidad desde el desengaño vivido retorna  constantemente. Así lo expresa en “El rastro”: “Perdí el rastro antiguo de la felicidad, / esa cosa indeterminada, / lo perdí, y hoy, ahora, / intento, de nuevo, retomar el camino”. Y desemboca en el sentimiento de gratitud en la mujer que encarna el amor: “la que desmiente la tristeza / y niega el dolor, / (…) te canto los poemas que tú me traes”. Y un paso más se da en el poema “Fuego”, en el que muestra la identificación del amor con el fuego de la pasión, que en su deriva construye y destruye a la vez. Y esta idea recurrente se retoma en el último poema del libro (“Alegría), quizá uno de los más bellos y en el que se resume, a su vez, esa idea de renovación en el decir y en el sentir en la poesía de Cebrián: “Hay, amigos, podéis creerme, / un fuego reparador”. Y en este arder, el tú de la amada (la que genera la vida) se nombra reiteradamente, tal y como sucede en el poema “Night and day”. En “Oración”, aborda también nuevos matices temáticos (un sentimiento transcendente del Amor a la espera de una dádiva), que hasta la fecha no eran frecuentes en un poeta que radiografiaba su propia vida y esos afluentes temáticos concretados en los temas constantes de la literatura. Por ello nos referimos a la idea de regeneración vital y poética que este libro ofrece. El bello poema amoroso “La intemperie” muestra con acierto esa comunicación entre el yo y el tú amantes, pero también una nueva modulación en el decir, que se atempera y se condensa, ganando en profundidad  expresiva. Y en esta misma línea destaca “La 1ª tarea de la mañana”, quizá el poema más narrativo del libro, y más cebrianesco, porque desde su fluidez expresiva y su verdad temática se convierte en un ejemplo de lo que es y debe ser la poesía de este autor. A esta variedad temática que estamos reclamando como seña de identidad de este libro hay que añadir la mirada crítica e irónica sobre los desprotegidos de este mundo, tal y como sucede en “Poemas de amor”, donde el propio poeta censura su ombliguismo vital acuciado por la redacción de poemitas de amor mientras el mundo gira a la deriva y en pobreza creciente.
¿Y qué decir de los aciertos formales y estilísticos de un libro que se erige como una muestra de poesía antirretórica? Es cierto que no gusta Javier Cebrián de imágenes gratuitas, como lo es también que prefiere pensamientos emocionados como balas directas al corazón desguarnecido de sus lectores. Algún rasgo irónico, una emoción contenida, eso que los entendidos llaman poesía de “línea clara”, son su mejor carta de presentación. Por otra parte, y, aunque es una práctica común entre los poetas actuales el uso de una métrica reducida (aunque no exclusivamente) a los heptasílabos y endecasílabos, carentes siempre de rima por su soniquete cansino, Javier Cebrián renuncia, desde su concepción libérrima del acto de escribir, a cualquier atadura de la métrica, al tiempo que persiste en el verso libre, guiado siempre por la buena musicalidad del poema.
Para concluir, quiero insistir en que los versos de Javier Cebrián poseen la fuerza de quien es consciente de que tiene poco que perder. La inmensa mayoría de sus versos desazonan, conmueven por su tristeza asumida,  cautivan por el desaliento superado solo por la fe en el amor, y, sobre todo, sobrecogen por la belleza literaria que rezuman. Tras leer a Javier Cebrián nadie sale indemne ni indiferente, porque con este poemario, nuestro autor parece abrir una nueva fase, se reinventa poéticamente con un discurso menos áspero, más auténtico y muy ceñido a su biografía (poemas como “Sangre” o “Madre” lo avalan), como si ejemplicara el poder de renovación y purificación que siempre ha tenido el ave fénix, ese bicho alado que, según la mitología, se consumía por acción del fuego cada 500 años.


© Julián Montesinos Ruiz

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