miércoles, 24 de febrero de 2021

 

 

 

 PÁJAROS EN UN CIELO DE ESTAÑO,  

Antonio Tocornal

 

 


 

El reconocimiento del escritor Antonio Tocornal va en aumento. En pocos años, ha obtenido los más prestigiosos premios de relatos y ha publicado las siguientes novelas: La ley de los similares, 2013; La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie (XXII Premio de Novela Vargas Llosa, 2017); Bajamares (XIX Premio de Novela Corta Diputación de Córdoba, 2018); y Pájaros en un cielo de estaño (Premio València 2020 de Narrativa en Castellano Alfons el Magnànim).

Tras leer su última novela publicada, escribo estas líneas para compartir, lejos de cualquier enfoque académico, la gozosa experiencia de la lectura. Quienes leen mis comentarios saben que la palabra “crítico literario” no se aviene bien con mi reticencia a juicios categóricos y académicos. Sin embargo, por una vez, me atreveré a decir que Pájaros en un cielo de estaño es una de las mejores novelas que he leído últimamente, no solo por su indudable calidad literaria, sino por la sabia construcción de unas historias que encuentran sentido en el microcosmos de Las Almazaras.

¿Qué se cuenta en esta obra? Muchas “cosas” bien narradas y demasiadas para centrifugarlas en el revuelto textual de este comentario. En Las Almazaras  –un espacio tan creíble como Macondo, Oleza, Vetusta y Comala– transcurre la vida de “los Pájaros”, una familia con trece hijos que, procedentes de Flandes, deciden empezar una nueva vida en un pueblo del sur. Leemos la larga carta que un escritor envía a un amigo de la infancia con el propósito de que este la enriquezca con sus aportaciones. Sabemos que se trata de un escritor afamado que rehúye la vanidad que contamina la escritura. Sus esfuerzos dan como resultado un lienzo vital trazado con una prosa límpida, rítmica, excelsa.

Destaca, por tanto, la perspectiva del narrador en primera persona, quien reconoce el sentido de su empeño: “Escribo para terminar de construirme” (p. 16); “La memoria es la verdad. Al fin y al cabo, nada queda de lo que realmente ocurrió salvo nuestros recuerdos. Por lo tanto, lo que recordamos es lo que ocurrió de verdad” (p. 22). En el penúltimo capítulo, el autor se dirige de nuevo al destinatario anónimo, a quien confiesa la pesadumbre que le procura la insoportable sucesión de los días idénticos, precisamente ahora que, al rozar “el septiembre” de su vida, el tiempo se acorta.

Sobresale la creación de unos personajes muy interesantes. Lo meritorio radica en que, sin apenas diálogos, el autor cuente con encomiable pulso narrativo la vida, casi siempre miserable, de unos personajes tratados con una contagiosa humanidad. Es el caso de el Mudo, que se comunica a través del sonido metálico de una trompeta; del cartero Picatostes, que tiene acumuladas en su casa numerosa cartas sin repartir, y a quien la vida finalmente sonrió allende los mares; de San Antonio el Pájaro, quizá el protagonista principal; de Trinidad el Mamón, cuyo oficio es desatascar los pechos de las mujeres puérperas; de la elegante caridad del panadero de Las Almazaras; de Elías el Motivos, escondido detrás de una chimenea para evitar que le den “el paseo” en la contienda civil; y la de tantos personajes, entre los que se encuentran los trece hijos y la esposa de San Antonio.

No puede obviarse el ritmo y la plasticidad de una prosa que permiten al lector visualizar de manera fidedigna la granja de “los Pájaros” y otros espacio de Las Almazaras. A ello hay que unir el fino humor que aparece en muchos pasajes, entre los que destacan la ambivalencia del término “flamenco” o el código musical que utiliza el Mudo para comunicar con la trompeta sus sentimientos a alguna moza del lugar. También destaca una poesía sutilmente integrada en la narración: “Tenía un amplio patio central con el suelo empedrado. En el medio, una higuera centenaria parecía dirigir todo lo que pasaba a su alrededor con sus mil batutas cenicientas” (p. 39). Y esta poesía sin estridencias vincula, a mi juicio, la obra de Antonio Tocornal con algunas novelas de los grandes autores del realismo mágico. Así parece confirmarlo las maravillosas páginas que dedica a una casa cubierta por la nieve o la lluvia de manera inexplicable; la creación de Herpes, el camaleón; el hormiguero que ocupa el interior del oído izquierdo del Número Siete; la sorprendente identidad de don Tarsicio, el maestro; la lluvia que provocaban Los Coloraos en los partidos de futbol; el don de la Pajarita para localizar, como una infalible zahorí, pozos de agua; y la capacidad de la madre de “los Pájaros” para predecir las muertes de los lugareños, un personaje muy afín a la lúcida Clara que inmortalizó Isabel Allende.

La ubicación de la novela en los años centrales del siglo pasado obliga al autor al uso de un léxico adecuado para lograr una contextualización eficaz. Hay detrás de cada capítulo tanta elaboración y cuidado estilístico que el lector advierte esa porción de verdad. Así, Las Almazaras y la granja de “los Pájaros” se convierten en el marco donde el autor va desgranando un sinfín de situaciones novelescas convincentes.

         Como lector que acostumbro a compartir lecturas, me siento feliz de recomendar Pájaros en un cielo de estaño. Les aseguro que, cuando lean un capítulo al azar, quedarán atrapados. Esta novela no puede ser un derrelicto (así se titula la web de Antonio Tocornal), que navega abandonado a merced de la marea. Necesita la entusiasta difusión de los lectores hasta que las grandes editoriales –ahítas de tantas propuestas uniformes– descubran a este autor, a quien solo me resta dar mi más sincera enhorabuena.

 

 

 

 

 

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