lunes, 8 de abril de 2019






A ROSE IN SPANISH HARLEM,
Nicholas Britell









TUS PASOS EN LA ESCALERA,
Antonio Muñoz Molina

Nunca he surfeado una ola ni he sentido el vértigo de descender en esquí. Lo que ignoro me produce vértigo, así que riesgos, los justos. Pero creo que ese dejarse llevar por los diferentes estados del agua se parece mucho al suave deslizarse de mis ojos por las letras con las que Antonio Muñoz Molina construye su mundo novelesco. Hace ya tiempo que muchos críticos coinciden en que hubo un momento en que el autor jienense embridó su estilo literario –dejaremos a un lado la prolija novela La noche de los tiempos– y dotó a su obra de mayor concisión. Sin embargo, este lector siempre ha valorado el personalísimo estilo de AMM como un ejemplo único en las letras hispánicas, pues la acertada rememoración del pasado hace de su producción un todo apetecible. El jinete polaco, Ardor guerrero, Ventanas de Manhattan y Tus pasos en la escalera son solo algunos ejemplos de novelas que siempre recomendaría. Es cierto que últimamente se esperaba el retorno de AMM a la más pura ficción, sobre todo tras el ejercicio estilístico de Un andar solitario entre la gente. Pero creo que no es así. AMM muestra una vez más una mezcla única de lo autobiográfico y lo ficcional,  aunque una cita de Montaigne sirva de pórtico de entrada a la novela: “Il faut cacher sa vie” (tienes que esconder tu vida).
       ¿Qué cuenta esta novela? O mejor dicho: ¿cómo lo cuenta? Un hombre anhela en un apartamento de Lisboa la llegada de Cecilia, su amada, y espera también la llegada del fin del mundo. Para el narrador, son muchos los micromundos que mueren cada día sin que los humanos sean conscientes de semejante cataclismo –de ahí las abundantes digresiones sobre la ciencia, el cerebro y diversas cuestiones medioambientales (p. 76). Diría que la escritura memorialística de sus anteriores libros ha cedido el paso a una escritura más concisa y casi periodística, un diario de su vida, una novela que desmenuza su proximidad.
       El protagonista narrativo –Bruno– es un hombre que cuenta el proceso de instalación en su casa de Lisboa después de abandonar Nueva York tras los atentados del 11S. Este narrador rememora con cierto desafecto su vida en Nueva York (“Me desconcertaba la mezcla de amabilidad efusiva y crudeza inflexible”, pp. 173-174) y desgrana pormenores cargados de esperanza en medio de su absoluta soledad, pues a través de sus ojos vemos el lienzo de la vida cercana (Lisboa) o rememorada: “Estoy allí y estoy aquí al mismo tiempo. Ahora es entonces y también es ahora mismo” (p. 75). El presente es el tiempo de la narración que avanza con pequeños saltos al pasado: “Había niños, me he acordado de pronto,…” (p. 69).  El tratamiento del tiempo –y del espacio– es quizá uno de los aciertos de la novela. El hombre que espera es capaz de dar sentido a su ubicación distópica: está en Lisboa físicamente y su recuerdo, en Nueva York, o viceversa. Al final de la novela, son muchos los momentos en que espera apoyado en su casa de Lisboa la llegada de Cecilia y de repente la ve aparecer “en la esquina de Broadway” (p. 267). Y de regreso a casa una noche en la que ha asistido en un palacio a una experiencia esperpéntica de venta de productos y búnkers ante la llegada inevitable del apocalíptico fin del mundo, el protagonista afirma: “El puente que distingo al final de la perspectiva sombría de los almacenes no es el de Manhattan ni el George Washington sino el 25 de Abril” (p. 256).
       Este protagonista narrador es un hombre ocioso, orgulloso de haber descubierto el valor de su “inutilidad”, tras muchos años de dedicación a trabajos para los que no tenía el empuje ni la determinación necesarias: “No pienso trabajar nunca más. La mayor parte de las cosas que podía comprar con el dinero que ganaba ya no las necesito, y mucho menos las deseo” (p. 150).
       Insiste en que dispone de bastantes libros para esperar el desenlace de los acontecimientos. También son constantes las alusiones a “he leído” para iniciar una digresión sobre cualquier asunto que acapare su curiosidad: “Me sumerjo en un libro y durante dos o tres días no leo nada más y no lo dejo hasta que no lo he terminado. Soy consciente de estar dándome a mí mismo una educación. Leo dos libros al mismo tiempo, incluso tres, y entonces voy pasando o saltando de un mundo a otro, y encuentro a veces conexiones inusitadas” (p. 139).
       Hay otros personajes. Aparte de Alexis, joven mañoso que resuelve con eficacia todas la labores de instalación del escritor-narrador, hay dos personajes siempre aludidos, que interactúan con el protagonista: Luria, la perra querida, que lo acompaña; y Cecilia, una investigadora centrada en el estudio del cerebro y “la memoria del miedo: el modo en que el trauma queda inscrito en conexiones neuronales que perpetúan la angustia, inmunes al olvido” (p.143).
       Ana Paula, una mujer solitaria y hermosa que le recuerda a Cecilia, es intimidad de una noche, un afecto que se desvanece. El narrador ve en ella una hermosa verdad tras salir del la “fiesta” del palacio. Caminan por las cercanías del Tajo, contemplan la noche, él ve en sus ojos “un brillo húmedo” (p. 248), se besan y se olvidan.
       El narrador se detienen en digresiones sobre el proceso investigador de Cecilia, mientras cuenta los días para que ella regrese de Nueva York y se establezca con él en Lisboa. En otros momentos, cuando relata ciertos pormenores científicos (pp. 169-170), fruto de una loable curiosidad intelectual, la novela parece alejarse del núcleo de la historia. Por el contrario, gana en intensidad en los momentos en que el personaje recuerda y proyecta su vida inmediata –las vidas de Bruno y Cecilia–, y escribe con una nueva perspectiva narrativa, que solo usa una vez en toda la novela: “Te contaré cosas que no sabes. Te llevaré a sitios en los que no has estado nunca. Te enseñaré miradores altos y plazas escondidas protegidas por la sombra extensa de una sola acacia o…” (p. 160).
       No quisiera acabar esta reseña sin copiar un texto con el que AMM se refiere a la importancia que la lectura tiene en su vida:

La lectura es compatible con la espera. Leer es una vagancia sin monotonía. Solo cuando dejé de trabajar descubrí con asombro el reino espacioso de libertad de las mañanas de diario. Si me da la gana puedo sentarme a leer en cuanto he terminado de fregar las cosas del desayuno y he vuelto del paseo con Luria. Cuando salgo a la calle llevo un libro conmigo. Leo mientras espero la comida, las pocas veces que voy a un restaurante, y mientras tomo el café después de comer o apuro mi copa de vino. (…) Encuentro una plazoleta silenciosa con un banco y una de esa acacias gigantes y protectoras de Lisboa y me siento un rato a leer a la sombra. La lectura abrevia y distrae el tiempo de la espera. Eso es algo muy valioso en esta ciudad en la que las cosas pueden suceder a un ritmo muy lento. Mientras estoy leyendo el tiempo queda en suspenso. Paso de una lectura a otra sin ningún orden. Leo dos o tres libros a la vez, según las horas, en distintos lugares (pp. 57-58).

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