A ROSE IN
SPANISH HARLEM,
Nicholas
Britell
TUS PASOS
EN LA ESCALERA,
Antonio
Muñoz Molina
Nunca he surfeado una ola ni he sentido el
vértigo de descender en esquí. Lo que ignoro me produce vértigo, así que
riesgos, los justos. Pero creo que ese dejarse llevar por los diferentes
estados del agua se parece mucho al suave deslizarse de mis ojos por las letras
con las que Antonio Muñoz Molina construye su mundo novelesco. Hace ya tiempo
que muchos críticos coinciden en que hubo un momento en que el autor jienense
embridó su estilo literario –dejaremos a un lado la prolija novela La noche de los tiempos– y dotó a su
obra de mayor concisión. Sin embargo, este lector siempre ha valorado el
personalísimo estilo de AMM como un ejemplo único en las letras hispánicas, pues
la acertada rememoración del pasado hace de su producción
un todo apetecible. El jinete polaco,
Ardor guerrero, Ventanas de Manhattan y
Tus pasos en la escalera son solo algunos ejemplos de novelas que siempre
recomendaría. Es cierto que últimamente se esperaba el retorno de AMM a la más
pura ficción, sobre todo tras el ejercicio estilístico de Un andar solitario entre la gente. Pero creo que no es así. AMM muestra
una vez más una mezcla única de lo autobiográfico y lo ficcional, aunque una cita de Montaigne sirva de pórtico
de entrada a la novela: “Il faut cacher sa vie” (tienes que esconder tu vida).
¿Qué cuenta esta novela? O mejor dicho:
¿cómo lo cuenta? Un hombre anhela en un apartamento de Lisboa la llegada de
Cecilia, su amada, y espera también la llegada del fin del mundo. Para el
narrador, son muchos los micromundos que mueren cada día sin que los humanos
sean conscientes de semejante cataclismo –de ahí las abundantes digresiones
sobre la ciencia, el cerebro y diversas cuestiones medioambientales (p. 76).
Diría que la escritura memorialística de sus anteriores libros ha cedido el
paso a una escritura más concisa y casi periodística, un diario de su vida, una
novela que desmenuza su proximidad.
El protagonista narrativo –Bruno– es un
hombre que cuenta el proceso de instalación en su casa de Lisboa después de abandonar
Nueva York tras los atentados del 11S. Este narrador rememora con cierto
desafecto su vida en Nueva York (“Me desconcertaba la mezcla de amabilidad
efusiva y crudeza inflexible”, pp. 173-174) y desgrana pormenores cargados de
esperanza en medio de su absoluta soledad, pues a través de sus ojos vemos el
lienzo de la vida cercana (Lisboa) o rememorada: “Estoy allí y estoy aquí al
mismo tiempo. Ahora es entonces y también es ahora mismo” (p. 75). El presente
es el tiempo de la narración que avanza con pequeños saltos al pasado: “Había
niños, me he acordado de pronto,…” (p. 69). El tratamiento del tiempo –y del espacio– es
quizá uno de los aciertos de la novela. El hombre que espera es capaz de dar
sentido a su ubicación distópica: está en Lisboa físicamente y su recuerdo, en
Nueva York, o viceversa. Al final de la novela, son muchos los momentos en que
espera apoyado en su casa de Lisboa la llegada de Cecilia y de repente la ve
aparecer “en la esquina de Broadway” (p. 267). Y de regreso a casa una noche en
la que ha asistido en un palacio a una experiencia esperpéntica de venta de
productos y búnkers ante la llegada inevitable del apocalíptico fin del mundo,
el protagonista afirma: “El puente que distingo al final de la perspectiva
sombría de los almacenes no es el de Manhattan ni el George Washington sino el
25 de Abril” (p. 256).
Este protagonista narrador es un hombre
ocioso, orgulloso de haber descubierto el valor de su “inutilidad”, tras muchos
años de dedicación a trabajos para los que no tenía el empuje ni la
determinación necesarias: “No pienso trabajar nunca más. La mayor parte de las
cosas que podía comprar con el dinero que ganaba ya no las necesito, y mucho
menos las deseo” (p. 150).
Insiste en que dispone de bastantes
libros para esperar el desenlace de los acontecimientos. También son constantes
las alusiones a “he leído” para iniciar una digresión sobre cualquier asunto
que acapare su curiosidad: “Me sumerjo en un libro y durante dos o tres días no
leo nada más y no lo dejo hasta que no lo he terminado. Soy consciente de estar
dándome a mí mismo una educación. Leo dos libros al mismo tiempo, incluso tres,
y entonces voy pasando o saltando de un mundo a otro, y encuentro a veces
conexiones inusitadas” (p. 139).
Hay otros personajes. Aparte de Alexis,
joven mañoso que resuelve con eficacia todas la labores de instalación del
escritor-narrador, hay dos personajes siempre aludidos, que interactúan con el
protagonista: Luria, la perra querida, que lo acompaña; y Cecilia, una
investigadora centrada en el estudio del cerebro y “la memoria del miedo: el
modo en que el trauma queda inscrito en conexiones neuronales que perpetúan la
angustia, inmunes al olvido” (p.143).
Ana Paula, una mujer solitaria y hermosa
que le recuerda a Cecilia, es intimidad de una noche, un afecto que se
desvanece. El narrador ve en ella una hermosa verdad tras salir del la “fiesta”
del palacio. Caminan por las cercanías del Tajo, contemplan la noche, él ve en
sus ojos “un brillo húmedo” (p. 248), se besan y se olvidan.
El narrador se detienen en digresiones
sobre el proceso investigador de Cecilia, mientras cuenta los días para que ella
regrese de Nueva York y se establezca con él en Lisboa. En otros momentos,
cuando relata ciertos pormenores científicos (pp. 169-170), fruto de una loable
curiosidad intelectual, la novela parece alejarse del núcleo de la historia. Por
el contrario, gana en intensidad en los momentos en que el personaje recuerda y
proyecta su vida inmediata –las vidas de Bruno y Cecilia–, y escribe con una
nueva perspectiva narrativa, que solo usa una vez en toda la novela: “Te
contaré cosas que no sabes. Te llevaré a sitios en los que no has estado nunca.
Te enseñaré miradores altos y plazas escondidas protegidas por la sombra
extensa de una sola acacia o…” (p. 160).
No quisiera acabar esta reseña sin copiar
un texto con el que AMM se refiere a la importancia que la lectura tiene en su
vida:
La lectura es compatible con la espera. Leer es una
vagancia sin monotonía. Solo cuando dejé de trabajar descubrí con asombro el
reino espacioso de libertad de las mañanas de diario. Si me da la gana puedo
sentarme a leer en cuanto he terminado de fregar las cosas del desayuno y he
vuelto del paseo con Luria. Cuando salgo a la calle llevo un libro conmigo. Leo
mientras espero la comida, las pocas veces que voy a un restaurante, y mientras
tomo el café después de comer o apuro mi copa de vino. (…) Encuentro una
plazoleta silenciosa con un banco y una de esa acacias gigantes y protectoras
de Lisboa y me siento un rato a leer a la sombra. La lectura abrevia y distrae
el tiempo de la espera. Eso es algo muy valioso en esta ciudad en la que las
cosas pueden suceder a un ritmo muy lento. Mientras estoy leyendo el tiempo
queda en suspenso. Paso de una lectura a otra sin ningún orden. Leo dos o tres
libros a la vez, según las horas, en distintos lugares (pp. 57-58).
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