viernes, 24 de febrero de 2017




                                            

EL JINETE POLACO, Antonio Muñoz Molina

A pocos autores contemporáneos he seguido con tanto interés como a Antonio Muñoz Molina; acaso a Miguel Delibes, al poeta Eloy Sánchez Rosillo, y a unos pocos más que han sido objeto de mi admiración incondicional, pues en todos ellos he visto siempre una acertada plasmación del alto honor que supone ser escritor. He ido comprando sus libros, he recortado y guardado algunas de sus colaboraciones periodísticas, he tenido en cuenta sus opiniones sobre diversos asuntos de la actualidad, he respetado la incontestable conciencia moral que regían sus quehaceres literarios, etc. AMM ocupa por méritos propios un lugar entre mis escritores predilectos, aunque no tenga de todos sus libros la misma opinión. Sé que antes de entrar en materia, convendría explicar en breves palabras la evolución que el autor ha experimentado, pero no es este el momento ni el lugar, ni quizá sea yo la persona más documentada para hacerlo. Sí, he vuelto a releer y a hojear esta obra que tanto me gustó.
      El jinete polaco es una novela estructurada en tres partes: “El reino de las voces”, “Jinete en la tormenta” y “El jinete polaco”. El manido artificio de la contemplación de unas fotografías en un baúl es el recurso que utiliza el narrador para volver una y otra vez al espacio mágico de Mágina, pues, no en vano, los ejercicios sobre la utilización de la memoria que ya utilizara Antonio Muñoz Molina en  Beatus ille alcanzan su pleno desarrollo en El jinete polaco, verdadero despliegue prodigioso de la capacidad de AMM para recuperar todo su complejísimo mundo que forma, en definitiva, la base del nuestro.
      La novela refleja el poder de la memoria, es el deseo de regresar a un tiempo y a un espacio concretos. Por otra parte, y en clave de humor, se nos presenta lo dramático que le resulta al comisario Florencio Pérez su escasa memoria, cuando ya jubilado se le acaba en unos pocos días el recuerdo de más de 70 años, pues pretende escribir sus memorias. Por eso continúa contando “sus recuerdos del día siguiente”, ya que es “más real lo imaginado que lo vivido”. Lo realmente interesante es que el protagonista-narrador, en un caótico monólogo que le permite recuperar toda su infancia, tome conciencia de que es él mismo el destinatario de su voz, un ajuste de cuentas con su propio pasado, que Nadia ha permitido. Partimos del poder evocador de unas fotografías para rememorar el tiempo de la infancia, un tiempo ya vivido, lejano y archivado en la memoria. Por eso, esta primera parte se titula “El reino de las voces”, porque también aflora en el discurso el estado de plenitud y de exaltación amorosa del protagonista, cuya voz en no pocos momentos se confunde con la del propio autor.
      Si las fotos han provocado una memoria relativamente voluntaria en la primera parte, “Jinete en la tormenta” nos llama la atención por la importancia de la “memoria involuntaria”, como sucede en Proust, pues a los recuerdos hay que concederles un valor relativo al no ser siempre fieles a la realidad. Y así se utiliza la memoria del comandante Galaz, ya muerto, porque éste se la transmitió a su hija. Y en ese complejo entramado de recuerdos y olvidos se plantea “cuántas vidas puede vivir un hombre”.
     Al final aparece ese emblemático “jinete polaco” que ha obsesionado al narrador-protagonista desde que lo contemplara en un museo de Nueva York. El vacío de la memoria del protagonista, que no logra recordar un episodio clave de su vida, lo lleva a la idea de que “es mentira la certidumbre del recuerdo reciente”. En la tercera parte, “El jinete polaco”, se atan diversos cabos argumentales, y el cuadro de Rembrandt se convierte en un auténtico instrumento para recordar.
     Esta novela, releída con los años, demuestra que envejece con la dignidad literaria de los clásicos. Su ritmo narrativo modelado con  oraciones de período largo y un elegante fraseo siguen siendo señas de identidad de la obra de AMM, quien con los años ha ido despojándose de palabras y metáforas, y ha dirigido su catalejo temático a la descripción, cada vez más despojada, de la realidad.

La novela comienza así:

“Sin que se dieran cuenta se les hizo de noche en la habitación de donde no habían salido en muchas horas, donde habían estado abrazándose y conversando en una voz cada vez más baja, como si la penumbra y luego la oscuridad que no notaban hubieran ido apaciguando el tono de sus voces pero no la avidez mutua de palabras, igual que se había apaciguado el modo al principio perentorio en que satisfacían y simultáneamente alimentaban su deseo, cuando regresaban caminando bajo la nieve y el frío de la taberna irlandesa donde habían almorzado, el pie descalzo de ella buscándolo con desvergüenza y sigilo bajo el amparo insuficiente del mantel, la casi persecución en el ascensor, ante la puerta, en el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa arrancada con una delicada furia de impaciencia y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración crecía en el calor de la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas que dejaban entrever  al otro lado de la calle una hilera de árboles con las ramas peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de casas de ladrillo rojo con dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas pintadas de un negro brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación de estar en Londres o en cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a pesar del ruido del tráfico que llegada desde las avenidas, de las sirenas de los coches de la policía y de los camiones de bomberos, un pesado rumor que envolvía el núcleo de silencio en que los dos respiraban igual que la ciudad ilimitada y temible envolvía el espacio breve del apartamento, la cámara segura como un submarino en la que si se paraban a pensarlo era casi imposible que se hubieran encontrado, entre tantos millones de hombres y mujeres, de caras, de nombres, de gritos, de idiomas, de conversaciones telefónicas…”.




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