lunes, 6 de marzo de 2017




                                            


MODORRA, Rafael Azuar

Hace tiempo leí esta novela e incluso redacté unas notas para el suplemento Artes y Letras de INFORMACIÓN. Tenía el recorte en una carpeta de cuyos textos voy desprendiéndome porque ahora tienen poco sentido para mí. Sin embargo, ha querido el azar que me fijara en esta hoja amarilla que miro con ilusión y distancia mientras tecleo. No puedo adivinar la fecha en que lo publiqué, pero decido copiar lo que entonces escribí. También ha querido el azar que después de mantener una conversación cariñosa con mi tía Marisa, me revelara que Rafael Azuar Carmen (Elche, 1921- Alicante, 2002) vivió justo encima de la casa de mis abuelos, en San Blas, un barrio de Alicante para mí muy querido. Reproduzco lo que entonces escribí después de leer una novelita de la que aún guardo un grato recuerdo. Es también mi sencillo homenaje a alguien que hizo mucho por la cultura alicantina.
Modorra (Premio Café Gijón 1967) es, sobre todo, la plasmación de pequeñas historias de personajes rurales, cuyas “existencias se extinguen llenas de monotonía” en un espacio con claras referencias azorinianas. La acción se sitúa en Salinas y sus alrededores, en un pueblecito donde al parecer su autor vivió y donde concluye su novela.
Pero, ¿por qué prestar atención a una novela que Aguaclara publicó en 1990 y que difícilmente puede encontrarse ahora en una librería? La razón no es otra que su pertenencia a mi ámbito cultural y geográfico, y, sobre todo, la calidad literaria que advierto en sus páginas, hecho este último que puede concretarse en dos aspectos: los matices temáticos en torno a la vida monótona de los personajes y los valores puramente estilísticos.
Desde el punto de vista temático, la acción se sitúa en “un tiempo continuo”, en el que los personajes albergan escasas esperanzas y se limitan a conversar sobre “los tiempos pasados”. Y cuando hay un asomo de futuro (las ambiciones profesionales del ciclista Faelo y el probable amor entre María y Pedro), todo es vencido por un destino trágico que impide cualquier huida de ese yerto ambiente rural. Así, la acción se construye en torno al bar, un microcosmos en el que se dan cita los personajes que entran y salen, lo que provoca un continuo movimiento de la cortinilla de plástico de la puerta. A su alrededor contemplamos el campo, siempre “adormecido” por una cegadora claridad “bajo el ardor implacable del sol”. También se percibe un vago  existencialismo en las palabras de Julio, el maestro, cuyo pasado permanece oculto para muchos: “¿Qué significa la existencia? ¿Qué sentido tiene?  Hasta el amor se rompe y acaba en un paréntesis del tiempo”. Y junto a un amor imposible, surge también el amor fatal, encarnado en Luisa, esa erotómana casquivana que ha llegado a unos extremos de degradación impropios del lugar donde trascurren los hechos: “Era como un trozo de playa, dorada y estéril; cualquier hombre podía sentir la tentación de tenderse sobre ella”.
Los viejos, esos personajes sufridos que tan bien han sido retratados en la novela rural del medio siglo pasado, conviven con una acuciante decrepitud. Así, Tonono, Camilo, Tomás, Eusebio son “viejos vencidos por el tiempo y los achaques”; en sus palabras hay “una especie de añoranza, algo como el sabor del buen vino, que jamás se olvida”.
Desde el punto estilístico, estamos ante una novela muy estimable, en la que hay un predominio de la descripción del paisaje hasta el punto de que pudiera decirse que este se convierte en el marco sensorial en el que se mueven los personajes. El tratamiento de la luz (casi siempre en la canícula) es recurren en un paisaje en el que “el aire olía a pino, a tomillo, a inmensidad”. El paisaje que nos muestra es seco y luminoso, muy alejado de la exuberancia panteísta de Miró: “Todo el valle, de manzanos y viñedos, verdea hasta la laguna gris y muerta, donde todo signo de vida se extingue en un enorme llano de ceniza”. Junto a esta sensorialidad hay también una vaga sensualidad que rezuma poesía: “Un hombre y una mujer no deben encontrarse solos en casa… Hay un silencio en el que sólo se percibe la respiración, el aliento. Se advierte también una extraña suavidad en todo. En una cama deshecha, en el rumor del agua, en un visillo que roza el aire junto a una ventana entreabierta…”.
Creo que los logros estilísticos que Azuar alcanza en esta novela son muy estimables: hay una adjetivación acertada (“el viejo gitano, menudo, cenceño, chupado de rostro, de ojos fríos y sin pestañas”); advertimos un léxico específicamente rural (vides, moyuelos, olmos, manzanos…) y, por último, el uso de la frase corta azoriniana es muy eficaz para enmarcar la acción de la novela en un espacio inconcreto y un tiempo continuo.

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