martes, 14 de febrero de 2017





                                            
PLATERO Y YO, Juan Ramón Jiménez

Pasé una tarde reciente leyendo textos de Platero y yo y sentí de nuevo la emoción sencilla que se esconde en la hermosa prosa poética de sus páginas. Hacía tiempo que no volvía a Juan Ramón. Lo pasé bien, recordé las clases de la Universidad, y también llamaron mi atención algunos subrayados que me recordaron momentos de preparación de clases. Esta última lectura ha sido más placentera, sin la necesidad de buscar nada y sin esperar nada, por el simple hecho de leer.
Dice Michael P. Predmore en su edición en Cátedra (1984):
“Esta obra maestra de la primera época de Juan Ramón es producto de una rica confluencia de lecturas e influencias: la herencia de Martí y de Darío, del modernismo teológico y del literario, del krausismo español y del simbolismo francés, de la poesía clásica y de la moderna, de la poesía popular y de la culta. […] El carácter literario de Platero es un excelente ejemplo de lo que significaba para su autor el modernismo. […] También cumple plenamente con la función del arte que exige Francisco Giner: ser una síntesis de ‘la realidad sensible y su concepción ideal en la fantasía’. […] El krausismo español de la época es fundamental para entender el pensamiento y la ideología del poeta. De ahí derivan su aguda sensibilidad social, su fe y confianza en un mundo mejor, su creencia en el progreso y la perfectibilidad humana, y, sobre todo, su constante y creciente amor por el pueblo y por los niños que van a ser, ambos, los protagonistas del porvenir. […] El poeta sabe, como Francisco Giner, que los niños son la primera esperanza del futuro en tiempos de paz, y las primeras víctimas en tiempos de guerra. Por eso, no está nunca ausente de su obra la preocupación por la paz y por la justicia, intensificada después de su salida definitiva de España. En Platero y yo, Diario de un poeta recién casado, Españoles de tres mundos, El trabajo gustoso –Moguer, Nueva York, Madrid, España, las Américas– está el poeta todo entero, arraigado en su pueblo y tierra, iluminando con su arte el contraste entre lo real y lo ideal, y soñando siempre con la aurora de un más claro porvenir”.
Copio el siguiente capítulo de Platero y yo:

ÁNGELUS

MIRA, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas, blancas, sin color… Diríase que el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se me llenan de rosas la frente, los hombros, las manos… ¿Qué haré yo con tantas rosas?
¿Sabes tú, quizás, de dónde es esta blanda flora, que yo no sé de dónde es, que enternece, cada día, el paisaje y lo deja dulcemente rosado, blanco y celeste –más rosas, más rosas–, como un cuadro de Fra Angelico, el que pintaba la gloria de rodillas?
De las siete galerías del Paraíso se creyeran que tiran rosas a la tierra. Cual en una nevada tibia y vagamente colorida, se quedan las rosas en la torre, en el tejado, en los árboles. Mira: todo lo fuerte se hace, con su adorno, delicado. Más rosas, más rosas, más rosas…
Parece, Platero, mientras suena el Ángelus, que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia, suba a las estrellas, que se encienden ya entre las rosas… Más rosas… Tus ojos, que tú no ves, Platero, y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas”.

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