domingo, 17 de mayo de 2020


                       NAZARÍN, Benito Pérez Galdós





Guardo de los tiempos prolongados de lecturas galdosianas una vaga atmósfera que, para mi desconcierto, se diluye en la nada. ¿Será ese el sino de los libros leídos? Por más que me afano en salvar textos y palabras, cuando echo mano de la memoria descubro con desazón que esta tiene más agujeros que un queso gruyere. Sin embargo, me consuela pensar que fue fructuoso ese tiempo de lecturas. Viene este introito a cuento de que recuerdo poco de Misericordia, de Miau y de Fortunata y Jacinta, tres novelas con las que disfruté mucho.
         Ahora, haciendo caso de la recomendación de un caro amigo, acabo de leer Nazarín, de don Benito Pérez Galdós, y pongo ese “don” porque es inseparable del escritor canario, quien habría logrado el premio Nobel de no ser por esas confabulaciones tan frecuentes en la España de finales del siglo XIX, una realidad de cesantes, de odios y afinidades muy bien descrita en Miau. ¿Qué aporta Nazarín?  De entrada confirma una vez más que Galdós lo confía todo –como por otra parte era común en la novela realista– a la creación de un personaje, un sacerdote sui géneris que se mueve entre la cordura y la iluminación, un ser cuyo comportamiento no deja indiferente a nadie. Es una figura controvertida, una mezcla de idealista religioso y quijotesco, convencido de los beneficios incuestionables de la fe en el Señor. Para la tía Chanfa, la oronda dueña de la pensión conocida como la Casa de las Amazonas, es poco menos que un santo: “Este cuitado que ustedes han visto tiene el corazón de paloma, la conciencia limpia y blanca como la nieve, la boca de ángel, pues jamás se le oyó expresión fea, y todo él está como cuando nació, quiere decirse que le enterrarán con palma…, eso téngalo por cierto… Por más que le escarben no encontrarán en él ningún pecado mayor o menor, como no sea el pecado de dar todo lo que tiene” (p. 36). Frente a esta opinión laudatoria, otra más crítica y acerba sale de la boca del amigo del narrador: “Y yo pregunto: ¿este hombre, con su altruismo desenfrenado, hace algún bien a sus semejantes? Respondo: no” (p. 34). Nazarín, en esencia, desprecia la propiedad privada, vive precariamente, desatiende sus necesidades básicas y confía su existencia a la caridad de los otros, pues solo la fe le guía. Al mismo tiempo sorprenden sus ideas excéntricas en algunas cuestiones, como la referida a la inutilidad de perpetuar en libros y periódicos tantos saberes para él inanes, pues no hay verdad más alta que el conocimiento que emana de las Escrituras: “Y cuando paso por las librerías y veo tanto papel impreso, doblado y cosido, y por las calles tal lluvia de periódicos un día y otro, me da pena de los pobrecitos que se queman las cejas escribiendo cosas inútiles, y más pena todavía de la engañada Humanidad que diariamente se impone la obligación de leerlas. Y tanto se escribe y tanto se publica, que la Humanidad, ahogada por el monstruo de la Imprenta, se verá en el caso imprescindible de suprimir todo lo pasado” (pp. 26-27).
Esta quijotesca y disparatada visión de un elemento de transmisión cultural tan importante como es la imprenta demuestra esa peculiar personalidad de Nazarín. Junto a esta visión del personaje, una vez cerrado el libro pervive la imagen de un hombre más pobre que un franciscano, y la de un hombre de un altruismo sin límites, que vive en su espiritualidad y pensamientos, y encuentra en el Señor el sentido de su vida.
Es la agresión que la Ándara propinó a la Tiñosa el desencadenante del descrédito y de los problemas a los que tiene que enfrentarse Nazarín. Acusado de proteger a una criminal, los rumores de los acusadores se extienden por Madrid. El juez lo considera un loco; y los clérigos, un insensato. A partir de ese momento, Nazarín inicia su particular huida hacia el sur, acompañado por un perro, Ándara y Beatriz, una mujer que busca su perfección moral y espiritual: “No huía de las penalidades, sino que iba en busca de ellas; no huía del malestar y la pobreza, sino que tras de la miseria y de los trabajos más rudos caminaba. Huía, sí, de un mundo y de una vida que no cuadraban a su espíritu, embriagado, si así puede decirse, con la ilusión de la vida ascética y penitente” (p. 88). Mención aparte requiere el personaje Pedro de Belmonte (p. 130 y siguientes), fiero, altivo, temerario, con quien Nazarín departe sobre humanas y divinas cuestiones en el predio donde está más o menos recluido. Otros personajes, Pinto –el vengativo y fiero compañero de Beatriz–, así como los presos con que Nazarín comparte algún que otro calabozo, son ejemplos de esa realidad miserable y deshumanizada, donde el protagonista de esta novela pretende hacer el bien, sin anhelar ningún reconocimiento ni santidad.
Desde el punto de vista estilístico, estamos ante una novela itinerante a semejanza del Quijote, en la que un narrador omnisciente mueve todos los hilos, facilita fluidos diálogos de Nazarín con Ándara y Beatriz, y pone en boca de sus personajes tanto el nivel culto como  algunas expresiones propias del nivel vulgar: “la mecho –la mato–, asujetarme, el día del Perjuicio final…”. Una novela interesante para quienes estén dispuestos a regresar al tiempo bullicioso e inestable de finales del siglo XIX. Les ahorro detalles argumentales y les copio a continuación algunas perlas que Nazarín y el narrador dispersan a lo largo de esta novela.

P. 21: “¡La propiedad! Para mí no es más que un nombre vano, inventado por el egoísmo. Nada es de nadie. Todo es del primero que lo necesita”.
P. 29: “Es condición mía esencialísima la pobreza, y si me lo permiten les diré que el no poseer es mi suprema aspiración”.
P. 29: “Crean ustedes que entre todo lo que se ha perdido, ninguna pérdida es tan lamentable como la de la paciencia”.
P. 30: “No sé lo que es enfadarme. El enemigo es desconocido para mí”.
P. 79: “Vivir en la Naturaleza, lejos de las ciudades opulentas y corrompidas, ¡qué encanto!”.
P. 88: “No huía de las penalidades, sino que iba en busca de ellas; no huía del malestar y la pobreza, sino que tras de la miseria y de los trabajos más rudos caminaba. Huía, sí, de un mundo y de una vida que no cuadraban a su espíritu, embriagado, si así puede decirse, con la ilusión de la vida ascética y penitente”.
P. 146: “Si he preferido la libertad a la clausura, es porque en la penitencia libre veo más trabajos, más humillación y más patente la renuncia a todos los bienes del mundo”.
P. 228: “Por hermanos queridos os tengo, y el dolor que siento por vuestras maldades (…), es un dolor tan vivo, y de tal modo dolor y amor me encienden el alma, que si yo pudiera, a costa de mi vida, conseguir ahora vuestro arrepentimiento, sufriría gozoso los más horribles martirios, el oprobio y la muerte”.









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