jueves, 21 de mayo de 2020




                    
                    VISITA DE AÑO NUEVO, Antonio Moreno



Visita de año nuevo es un paso más en la senda memorística y confesional que el autor inauguró con Mundo menor y que cultivó también en El sueño de los vencejos. El libro que ahora nos ocupa es un breve y emotivo paseo por la vida de una mujer vitalista y de una madre sorprendente. La determinación de escribir este libro le llega a su autor un 1 de enero, un día significativo en el calendario particular de la familia. El autor necesita despedirse de la madre, “conjurar la melancolía con palabras” (p. 35), precisamente después de experimentar una dura etapa de “desmoronamiento anímico” que le exigía ímprobos esfuerzos para llevar a cabo todas sus obligaciones diarias. Por su parte, la madre afectuosa, vitalista, llena de capacidad de asombro, tuvo también que esforzarse para aceptar los contratiempos de la vida, tuvo que llegar “a la alegría desde el dolor” (p. 18), pues solo así logró vivir con entusiasmo hasta el final.
Me encantaba pasear contigo. (…)
Es lo que los dos preferíamos, andar sin tasa y charlar deambulando por calles y avenidas. Era raro que no celebraras o comentaras cualquier novedad, algún rincón para ti sorprendentemente inédito, la fachada de un viejo edificio, las macetas de un balcón, la esbeltez de unos jóvenes en algún espectáculo callejero y también el mismo mar de siempre, los mismos árboles de cada tarde (p. 79).
Días previos al inicio de la escritura del libro, el autor realiza un viaje por Guadix, Antequera y Carmona. Se siente reconfortado al ver la luz de los paisajes –luz inspiradora de muchos de sus últimos libros–, como si fuera el impulso necesario que esperaba para acometer la tarea de crear.
La escritura se erige así en un instrumento de altísimo valor: por un lado, es un don terapéutico, una seda que acaricia y coadyuva a la asunción serena de la pérdida; por otro, es una ganzúa clarificadora, que abre zonas de oscuridad y permite a su autor avanzar con renovado aliento por el camino de la vida. Solo así, la elegía no es dolor, sino palabra que se transforma en canto. Y para que este vuele por el libro y sane son necesarias que muchas claves coincidan: que el tiempo de la pérdida de la madre haya pasado pero siga vivo el recuerdo, y que el autor sienta el inaplazable impulso de escribir textos como el siguiente:
Lo más perturbador es la presencia del sol. También los días de aguacero.
Que un sol deslumbrante vuelva a brillar desde su bóveda azul y transparente después de la tormenta; que su luz fulgure en todas las cosas, sobre el asfalto mojado, sobre los charcos, sobre las hojas lavadas de los árboles y hasta sobre los troncos empapados; que, en definitiva, el clima, el tiempo –los cambios de los que todos hablan–, sigan ocurriendo en tu ausencia: es lo que más me aturde. Lo que más dolorosamente me confunde (p. 49).
Este breve libro, escrito con sutil sabiduría y lograda sencillez, se lee con mucho gusto. El propio autor confiesa su intención de escribirlo sin atuendos retóricos, de hablar sosegadamente al corazón del lector con la máxima transparencia: “Trato de usar palabras sencillas, palabras comunes. Las propias de un lenguaje claro. Te adivino a mi espalda, leyendo –escuchando– cuanto digo aquí según lo voy escribiendo” (p. 111). Y mientras los lectores seguimos afanados en el deleite de vivir –“cualquier vida es breve, por larga que sea”, nos recuerda en las páginas finales–, agradecemos que esta escritura sea el mejor instrumento de comunicación con la madre ausente, el ser humano que siempre estará “al otro lado del tiempo” (p. 28), en la vida eterna del recuerdo. 

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