EL VERANO DE CERVANTES, Antonio Muñoz Molina
I. Este puede ser mi particular año cervantino. Sin yo buscarlo, todo ha ido confluyendo en torno a ese dechado de entusiasmo permanente, de bondad, de ilusiones, de despropósitos, de sabiduría, que supone para mí la figura de don Quijote. Podría afirmar lo mismo del padre de esta maravillosa criatura de ficción, Miguel de Cervantes, pero a este, con tanta “reinterpretación”, no lo conozco tan bien como sospechaba y quisiera, carencia que podría subsanar si tuviera el tiempo necesario para leer los magníficos libros de Santiago Muñoz Machado, José Manuel Lucía Megías, Jean Canavaggio, Andrés Trapiello o Jordi Gracia, por citar solo a unos pocos eximios cervantistas.
Aunque me propuse a principios de año leer la obra cumbre del autor, a fecha de hoy solo he leído algunos capítulos elegidos casi al azar; he concluido el “ensayo libérrimo” de Antonio Muñoz Molina, El verano de Cervantes, un libro al que, al final de este comentario, dedicaré unas palabras; he corregido, una vez más, mi novela Tejoqui y Chavalicu, que es algo así como mi particular guiño juvenil al Quijote, con una acción que se sitúa en Elche, la ciudad de la palmeras; y, por último, espero ver próximamente El cautivo, de Alejandro Amenábar, una película en la que, a tenor de lo leído, el director plantea la condición homosexual que pudo experimentar Cervantes como consecuencia del período de cautiverio que sufrió/gozó en Argel. Esto se llama sinécdoque, que para quienes gustan de la retórica viene ser algo así como atribuir a una parte –si es que existiere– el valor del todo.
Esta perspectiva del cineasta, así como las muchísimas interpretaciones de todo tipo que a través de los siglos ha suscitado la lectura del Quijote, no añade ni resta valor a esta inconmensurable obra, cuyas páginas inmarcesibles sostienen el honor de haber creado el canon del género narrativo.
II. Y al El verano de Cervantes de Antonio Muñoz Molina –uno de mis escritores preferidos–, podría dedicarle páginas y páginas, pero quiero centrarme en los tres aspectos que, a mi juicio, sobresalen. Por un lado, una buena parte de los capítulos rememoran, con el tono de una escritura memorialista, su descubrimiento del Quijote y del poder transformador que la lectura tuvo durante su infancia en Úbeda, en un lugar que a la sazón no difería mucho del mundo rural que se plasma en el Quijote. Y quizá sea esta rememoración el enfoque que más me convence y gusta. Por otro lado, hay capítulos que son la expresión del presente del autor, quien a modo de diario (p. 229), analiza sus reiterados encuentros con la magna obra y comenta cualquier aspecto que surja al hilo de su razonamiento; en este sentido, resulta interesante conocer su opinión sobre los libros y autores que lo fueron haciendo lector y escritor (pp. 96-97). Y hay también una tercera perspectiva, centrada en la importancia de la obra como origen de un género, lo que permite conocer cierta condición “profesoral” de A. Muñoz Molina; así, conocemos las diversas interpretaciones que a lo largo de la historia se han producido, la influencia que la obra cervantina tuvo en otros grandes escritores (Proust, Mann, Menville, etc.) y algunos comentarios sobre cuestiones estilísticas que, a juicio del autor, son meritorias.
Pero si hay algo que sigue gustándome de la producción de Antonio Muñoz Molina es esa fluidez que posee su prosa de largas subordinadas, que brota como si lo hiciera de manantial sereno, aunque en contadas ocasiones se percibe –en esta obra que nos ocupa– al escritor sabio que puede, sin querer, quedar preso de su estilo (p. 246).
Es imposible resumir y comentar con acierto la totalidad de esta gran obra a la que, a mi juicio, le habría venido bien un cedazo para cribar párrafos que se alargan y cuya supresión habría hecho más corta la obra y tal vez más grata su lectura. En cualquier caso, agradezco que A. Muñoz Molina entregue, como quien comparte un regalo, un libro en el que no solo demuestra que es un gran escritor y conocedor del mundo cervantino, sino en el que queda patente que el Quijote es una obra en la que ha trabajado de manera intermitente durante mucho tiempo.
III. Y ya que estamos en este año tan cervantino no puedo evitar un apunte autobiográfico y compartir mi descubrimiento del Quijote. Como suelen afirmar casi todos los que se dedican a esto de la “literatura”, en mi casa tampoco había muchos libros, y menos mal que para paliar esta carencia existían la mini biblioteca del colegio y algunos libro de Enid Blyton, que me regaló mi abuelo el día de mi primera comunión. En casa solo había una magna Biblia, un libro titulado Un joven de porvenir, del que solía hablarme mi padre, y un Quijote de tapas rojas y letra muy pequeña, apenas legible en algunas zonas por una defectuosa impresión, con ilustraciones de Gustavo Doré. Pero ese no fue mi primer Quijote. La primera vez que lo leí fue en mi instituto de León y en su magnífica biblioteca. La verdad es que no era obligatorio leerlo entero. Contábamos con la aprobación del profesor para saltarnos aquellos capítulos que nos resultaran un poco incomprensibles. Lejos de imponernos el Quijote, el profesor señalaba los capítulos de obligada lectura, pero nos invitaba a leer la obra en su totalidad. Yo no tuve más remedio que acogerme a la lectura parcial, pues el 3º de BUP de entonces era un curso muy exigente.
Después lo leí de un tirón y con toda la atención de la que fui capaz el verano previo a iniciar los estudios de Filología Hispánica en la Universidad de Alicante. Y desde entonces, lo he releído en su totalidad tres veces; he vuelto a leer muchos capítulos como consecuencia de labor docente; y he creado un personaje quijotes al que he bautizado con el nombre de Tejoqui (que es Quijote al revés, además de un cartero amante de la lectura que mientras reparte cartas lee los nombres de las calles y se traslada a otras épocas para contar la historia de Elche). Quiero decir que la obra cervantina es también uno de los pilares de mi condición de lector y de escritor aficionado, una obra por la que siento una grandísima admiración.
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