LA TABERNA DE SILOS, Lorenzo G. Acebedo
Este libro me lo recomendó el dueño de una conocida librería de Elche antes de que empezara a convertirse en un súper ventas. Iba buscando una novela entretenida para mi nuera y acabé comprando una más, esta que comento. Al principio pensé que se trataría de una novela de misterio con tramas sugerentes que transcurren, en este caso, en el Monasterio de Silos, una novela en las antípodas de esos otros ejemplos que los puristas elogian por su “calidad de página” o por su “alquimia estilística” para alejarse –de paso– de novelas más cutres o carentes de literatura. Pero con la pequeña cata lectora que hice en la librería pude intuir que estaba ante una obra de notable calidad literaria.
Con los años me sigue gustando que las novelas me interpelen, que me sorprendan por algo que pueda ser destacado, que me subyugue algún aspecto del contenido, acaso un personaje, o algunas páginas dispersas en las que consigo apreciar la impecable factura de un estilo personal, de una escritura que sea “sencilla como una paloma y sagaz como una serpiente”, en palabras de este desconocido Lorenzo G. Acebedo.
Las letras que conforman el nombre del autor o autora es un anagrama del primer escritor de nombre conocido en lengua castellana, Gonzalo de Berceo. Se persevera así en esa “moda” que iniciara Elena Ferrante, la escritora italiana también desconocida que compuso La amiga estupenda, una novela muy apreciada por muchos lectores. Algo parecido le sucedió a Carmen Mola, bajo cuyo nombre se escondía un equipo de tres experimentados escritores, que se vieron obligados a salir del anonimato para cobrar los pingües emolumentos del premio Planeta.
¿Y de qué va, qué aporta La taberna de Silos? Como no quisiera hacer un destripe de la novela, baste decir que si el lector está dispuesto a retrotraerse al siglo XIII y adentrarse en un mundo literario e histórico similar –mutatis mutandis– al que Umberto Eco ofreció en En nombre de la rosa, digo, que si está dispuesto a eso, encontrará el manejo acertado de una historia sugerente, propia de una novela de intriga; hallará un homenaje al vino, ese licor con el que hay que saber convivir por aquello de in vino veritas; se verá inmerso en las más hondas pasiones, pues la mirada que Gonzalo proyecta sobre la hermosa Elo y la seductora mora Fátima, nos regala páginas de impecable belleza, sin contar otros detalles más escabrosos y alguna alusión a la mujer que nos recuerda cierta misoginia frecuente en la literatura medieval (“intentar saber lo que hará una mujer es como adivinar hacia qué lado emprenderá el vuelo un pájaro de la rama de un árbol”); el lector disfrutará de breves textos que contienen una honda sabiduría del misterio de vivir (“la confesión es la forma más hábil de espionaje que ha inventado la humanidad”, o “dicen que solo se tiene lo que no se puede perder en un naufragio”); también algunas reflexiones sobre el difícil y vanidoso ejercicio de escribir (“el número de los poetas es difícil de contar, amada, como el de los necios y el de las estrellas”); y también podrá conocer una defensa de la labor de los copistas en su empeño personal de aprender y de difundir la cultura (“Copiar un libro palabra por palabra es la única forma verdadera de poseerlo. Quien lee un libro copiado por otro no lo alcanza nunca, y no digamos ya quien solo puede escucharlo, como le sucede a la mayoría. Es como si mirara un jardín o un bosque desde fuera. Nunca llegará a su corazón. Ni el claro del bosque ni la fresca sombra en el centro del jardín son para él”).
Que luego la obra se enrede mínimamente en plasmar el anhelo de autarquía de un monasterio que rehúye el poder y la avaricia de la Iglesia es una cuestión menor y necesaria para lograr la necesaria verosimilitud histórica. A mi juicio, lo realmente meritorio de esta novela es la sabiduría con la que el anónimo autor narra y maneja el castellano.
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