viernes, 9 de diciembre de 2022

 

 

 

 


 

 

CARICIA LÍQUIDA, Julián Montesinos

 

[2º Premio de Narrativa Ayuntamiento de Aspe]

 

 

 

 

Fueron, posiblemente,

los años más felices de mi vida.

Jaime Gil de Biedma

 

 

 

 

 

 

Querido Marc, he viajado a los Alpes suizos para contarte la verdad antes de que mi vida se diluya como la nieve de las cumbres. He recorrido muchos kilómetros para encontrarme contigo en nuestro lugar preferido. Sé que en unas horas abrirás la puerta y verás al otro lado mi alegría. Ahora contemplo desde la ventana del hotel los bosques frondosos y te escribo esta carta de gratitud por haberte conocido.

Si alzo la vista del escritorio, llama mi atención un cuadro en el que Percy B. Selley, con una copa en la mano, lee el Quijote a Lord Byron, a Mary Shelley y a otros escritores de esa época. Me sorprende que yo pueda recordar todavía que todos ellos coincidieron en el lago Lemán, muy cerca de la frontera con Francia, en octubre de 1816. Me fijo en el lienzo y advierto que estoy hospedada en un hotel próximo a ese famoso enclave, donde quiso el azar que una escritora creara el personaje inmortal de Frankenstein.

Ya ves, querido Marc, parece que esté en la facultad impartiendo una de esas intensas y largas clases en las que tú me escuchabas con una atención admirativa. Sonrío al comprobar que aún recuerdo algunos pormenores de Literatura Universal, una disciplina a cuyo estudio he dedicado toda mi vida, y de la que voy olvidándome poco a poco conforme las células cancerígenas van ocupando el lado izquierdo de mi cabeza. Me gustaría que no te alarmaras, pero lo cierto es que se trata de un “glioma” que, según el oncólogo, tendrá nefastas consecuencias. Acabo de escribir estas palabras terribles y apenas me entristezco, pues pensar en tu inminente llegada me alegra la espera. Mientras tanto, me fijo en el fuego de la chimenea y siento que allí arden también nuestros afectos.

Miro por la ventana de la habitación sin dejar de pensar un momento en ti. Observo un vehículo que entra en el recinto del hotel. Casi oculta tras la cortina, descubro que el hombre de poblada barba que sale del todoterreno no eres tú. Estarás de camino, en unas horas llegarás, me digo para soportar la espera. Dejo de contemplar las montañas, me acerco al jacuzzi del cuarto de baño y escojo las sales que luego echaré para sentirme, aunque solo sea por un momento, como una Cleopatra cubierta de espuma. Mientras llegas, me sirvo un Martini y pienso en las palabras que te diré cuando me abraces.

Hace unas horas que he llegado al hotel. Todavía no he recibido ningún mensaje tuyo. No sé dónde estarás. He descansado un poco y ahora veo los árboles y la cima nevada del Mont Blanc. Me reconforta saber que este es nuestro sitio en el mundo. Salgo del hotel para caminar por un parque cercano y contemplar unas bellas colinas llenas de viñedos. ¿Habrás cambiado? ¿Te habrás dejado barba? ¿Traerás una botella de nuestro vino preferido o lamentarás no haber comprado dos? ¡Qué pensamientos más infantiles se me ocurren!

Ya ves, querido Marc, he regresado al hotel antes de que anochezca. He pensado en llamarte, pero he descartado hacerlo porque ya conozco tus parcas palabras al otro lado del teléfono. Siempre prefieres hablar lo justo para concretar dónde nos veremos. Por eso tengo dudas sobre cómo y cuándo comentarte mi enfermedad. Creo que será durante el desayuno, o tal vez sea mejor no decirte nada y entregarte esta carta, que no sé cómo acabar y que se alarga al compás de tu tardanza.

Aunque ayer salí de Barcelona, parece que lleve esperándote varios días en este hotel. Al amanecer, crucé avenidas y dejé atrás algunos suburbios donde sospecho que vivir es mucho más difícil. Pasé la frontera y llegué a Grenoble a la hora de comer. Me resultó fácil localizar, junto al río Drac, el restaurante donde solíamos encontrarnos para continuar juntos el viaje hasta nuestro hotel. Cuando me incorporé de nuevo a la autovía, arreció la lluvia. La soledad del viaje me llevó a pensar sobre nuestra condición de amantes que coinciden, cuando la vida lo permite, en un hotel suizo. Inmersa en estos pensamientos, puse una vez más el último disco que me regalaste; tanto lo había escuchado que vinculaba las canciones a gratas experiencias compartidas. La sugerente voz de Chiara Civello me trasladó a un bar de Cadaqués una noche de septiembre. Saltaba de una canción a otra sin reparar mucho en el tráfico y en la nubosidad que iba aumentando conforme llegaba al hotel. De repente, como si se creara una afinidad entre mi deseo y la música, sonó All you need is love, de John Lennon. Acariciada por la melodía, conducía feliz ante nuestro inminente encuentro.

Otra vez me he acercado a la ventana para ver las luces de un vehículo que entra en el hotel e ilumina la niebla de la noche. Me da un vuelco el corazón. No sé si eres tú, Marc. Falsa alarma. Dejo de escribir e imagino que en unos momentos bajaré rápidamente las escaleras; pienso en la alegría que sentiré cuando te vea en el vestíbulo y nos aproximemos hasta unirnos en un abrazo largo, que te descubra lo delgada que estoy; y repito las palabras con las que te diré algo parecido a “has tardado, mi amor, pero sabía que vendrías”.

Una estrella lejana, a menudo inalcanzable, eso has sido en mi vida; un alumno maravilloso que alteraba con su presencia fugaz la serenidad de mis días; una locura que me desconcertaba pero que volvía a buscar; un amor –siempre lo he sabido– que ha ido apagándose como los leños que ahora se consumen en la chimenea para ser al fin cenizas.

Todo está en orden. Llevo el vestido azul que tanto te gusta combinado con los pendientes y el anillo de oro blanco; me he pintado los labios de color rosa; he reservado una mesa para cenar a las ocho de la tarde; y he traído una copia de las llaves de mi casa para que recojas algunos libros y los objetos que he decidido regalarte.

Querido Marc, sé que estoy escribiéndote una carta de despedida algo cursi e impropia de una profesora universitaria. Por eso, sé comprensivo con el discurso atropellado de tu amante, una mujer que desgraciadamente no disfrutará de su merecida jubilación. Supongo que con el paso del tiempo asimilarás estas palabras y lograrás comprenderme. Pero es precisamente ahora que no estás cuando me atrevo a decírtelo: los días que nos queden, esparce tu alegría y contágiame tu vivir. 

       Estoy tan exhausta de escribirte que solo deseo que en unos momentos cruces la puerta y me abraces. Créeme si te digo que he recorrido cientos de kilómetros para decirte mi verdad, porque sé que este será nuestro último encuentro: el tumor va creciendo sin que nada pueda hacerse.

       Qué extraño que no hayas venido todavía. Acaban de llamar de recepción para decirme que van a cerrar el restaurante, así que he decidido anular la cena. Creo que no ha habido ningún malentendido. Recuerdo que hace unas semanas me dijiste que hoy, a primera hora de la tarde, llegarías a nuestro hotel del lago. No voy a llamarte, pues confío en que vendrás.

Querido Marc, me apremia decirte que cuando yo no esté, quiero que embellezcas la vida con tu alegría; quiero que nunca olvides la belleza milenaria de estas cumbres nevadas ni las acaricias de mis manos; y que cuando yo me haya ido y la vida te revele su último misterio, no me olvides.

He abierto el grifo del jacuzzi y he echado las sales. Mientras me desnudo y observo mi cuerpo en el espejo, va creciendo la espuma. Lleno lentamente una copa de vino, me sumerjo en el agua y noto en mi piel la caricia líquida de tu ausencia.

 

 

 

 

 


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