jueves, 10 de septiembre de 2020

 

 

MEMORIA DE LO INFINITO, Juan Lozano Felices

 

 


He acabado de leer el último libro de Juan Lozano, y siento admiración y alegría. Lo primero, porque el poeta se afianza convincentemente en su mundo poético; y lo segundo, porque Memoria de lo infinito es el resultado de un proceso de maduración que ha permitido la creación de poemas extraordinarios. Aunque estructurado en cuatro partes con sutiles variaciones temáticas, creo que el tono, los asuntos y la irregularidad métrica son cuestiones comunes en todas ellas.

         La dicción reflexiva sobre el acontecer cotidiano, los elementos culturales (no culturalistas) impregnados de vida, y su reafirmación en la escritura como un quehacer que da sentido a la existencia son aspectos que ya estaban presentes en su libro anterior, Soliloquio del auriga (2013), del que recuerdo el entrañable poema “Mi padre cuenta aviones”, entre otros.

Sobresale en Memoria de lo infinito un tomo meditativo y reflexivo, que es la expresión del pensamiento emocionado del poeta. Así, en ocasiones reafirma su vitalismo y su verdad poética (“Que no quiero que de mí digan / que fui un poeta maldito. / Que quiero que digan / que fui un buen esposo / y un buen padre. / Con estas palabras suele resumirse / la vida de un hombre”), o se deja llevar por logradas imágenes (“He pensado dar nombre / a lo que tercamente nos salva. / Comprimir el escepticismo / con que me amas / en el susurro perfecto / de la ropa tendida / a la hora de la siesta”). A mi juicio, el libro gana en hondura con ciertos poemas redondos, aparentemente sencillos, directos, que son la expresión de la vida de un hombre, tal y como sucede en “Poder decir”, “Como una isla” y “Último día”, que dice así:

 

ÚLTIMO DÍA

 

Si hoy fuese el último día

aún apilaría leña para el invierno.

Aún llamaría a mi buen camarada

y hablaríamos con gratitud

de la espuma de los días pasados.

Aún tomaría mi pastilla para la tensión

y dejaría marcada la página de un libro.

Cerraría la puerta de la casa,

no fuesen a entrar ladrones

y pediría un deseo por cada vuelta de llave.

Y aún corregiría esta noche

un poema antes de dormir,

como siempre, como si afilase

la hoja íntima de un sable.

Aún entraría en la habitación de los niños

y los taparía bien, no vayan a coger frío.

Aún te amaría en duelo triste de miradas

y haríamos planes para las vacaciones,

 

aunque no amaneciera mañana.

 

No oculta el poeta las referencias culturales que nutren su obra. Desde siempre ha rendido tributo Juan Lozano a la poesía de Gil de Biedma y José María Álvarez, pero ahora aparecen explícitas alusiones a Hölderlin, Homero, Carver, Miles Davis, Haendel, Stendhal, Hitchcock…, un entramado cultural que encuentra acomodo no solo en el dictum (lo que dice el poema) sino en el modus, es decir, en el tono sereno que emplea al servicio siempre de una verdad poética, que no es más que la verdad del autor. Bastaría con leer el poema que cierra el libro, “Vers la flamme”, dedicado precisamente al poeta cartagenero, para valorar el alto vuelo poético que Juan Lozano muestra en este libro, en el que la cadencia de los versos (“Alegría por el sol mojado / sobre el lomo de los delfines”) se consigue con la yuxtaposición de logradas estructuras paralelísticas y la acertada disposición de la anadiplosis. En este contexto, aparece como recurrencia temática un homo viator que es el trasunto del autor, esto es, el sujeto poemático que expresa las vivencias y los anhelos del poeta, tal y como puede apreciarse en el poema “Perdido en Roma”.

No quiero terminar mis elogiosas palabras sin referirme al tono narrativo de algunos poemas, aspecto que proporciona no solo unas coordenadas físicas y espaciales concretas, sino un ritmo exquisito en unos versos de agradabilísima lectura. Disfruten.

 

PERDIDO EN ROMA

 

Basta con haberte perdido

en Roma una vez… una mañana,

bien entrado el verano.

Dejando atrás el Ponte Fabricio

y la Isola Tiberina,

haber caminado

sin rumbo por el Trastevere.

Recordar de pronto

aquellos versos de Pasolini

dedicados al joven Codignola.

Haber entrado en una vieja trattoria

con la fachada cubierta de hiedra,

no lejos de la iglesia de Santa Cecicilia.

Pedir un café americano

y preguntar, prego, por el servici.

Cruzar el comedor vacío

y salir a un patio interior.

Basta con haber estado allí sentado,

oyendo las voces de la cocina

y que la luz entre por un alto ventanuco.

Una luz que casi pueda tocarse y oírse,

y recuerdes La Anunciación de Fra Angélico.

 

Y saber ya que esa luz

es la luz que mañana

guiará el poema.

 

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