LEER A CARLOS RUIZ ZAFÓN EN EL MERCADO
Siempre me ha sorprendido lo
caprichosa que es la memoria, por qué elige determinados instantes de la vida y
los conserva por tiempo limitado en un lugar preferente, de fácil acceso, diría
yo, para gozo propio y tal vez ajeno. Por eso, ahora, tras la muerte de Carlos
Ruiz Zafón, siento sorpresa, dolor, al tiempo que recuerdo el gozo de leer
algunas de sus obras.
Pensar en Ruiz Zafón es para
mí sinónimo de felicidad lectora, pues nada resume mejor esa experiencia que el
siguiente recuerdo: el lector que ahora escribe se ve con La sombra del viento en sus manos y es feliz porque no puede dejar
de leer; ese hombre mete el libro en el carrito de la compra y se va al mercado
con el fin de arañar, durante la espera en los puestos, algo de tiempo para
leer; ese hombre prescinde de otros quehaceres y se va al mercado porque sabe
que dispondrá de algunos minutos para el disfrute íntimo de la lectura. Ese
lector embebecido, siempre atento al precio de las frutas y verduras, casi no
levanta sus ojos de La sombra del viento;
ese lector es parco en palabras y solo pide “patatas”, “manzanas”, “sandía”,
sin apenas hablar con el vendedor ni darle ninguna indicación sobre qué pieza
debe de escoger, no vaya a ser que se pierda una línea de la novela; ese lector
es capaz de sentir como sentía Julián Carax y tantos otros personajes; ese
lector quijotesco en el mercado, que arrastra un carrito y tiene un libro como
adarga protectora, apura el tiempo de lectura; a ese lector poco le importa
que, por una vez, la belleza de la realidad en forma de cebollas y melones sea
superior al arte cifrado en un libro, porque está atento a los textos que va
subrayando para luego compartirlos con sus alumnos o consigo mismo. Acabada la
compra, ese lector aceptó a su regreso a casa la
pequeña regañina de su esposa cuando ella comprobó que gran parte de la
mercancía era de un valor cuestionable. La lectura, una vez más, le había
proporcionado otro alimento.
Valga
este recuerdo para reivindicar el poder hipnótico que tienen algunos libros mal
llamados superventas, porque responden, como es el caso de la obra de C. Ruiz Zafón,
a una alta exigencia literaria. Desde siempre he ignorado la minusvaloración de
quienes sostienen un arcaico elitismo lector. Me he paseado por la Ilíada y he puesto mis ojos, en general,
en los libros más excelsos de la literatura universal, con preferencia innata
por aquellos que han engrandecido la maravillosa literatura castellana, y me
atrevo a afirmar que las palabras que escribiera Pedro Salinas en su
inolvidable, muy citado y mal leído, El
defensor siguen siendo válidas (algo que ya advirtió Víctor García de la
Concha hace tiempo): no hay mejor fomento de la lectura que el acercar “los
buenos libros” a las nuevas generaciones. Tras dedicar gran parte de mi vida a
reflexionar sobre cuáles son los buenos libros y cómo ofrecerlos a los lectores
adolescente, llegué a la conclusión de que cada ser humano tiene un modo de
leer distinto en sus diferentes etapas formativas, y que nada hay más eficaz
que el asesoramiento personalizado de la lectura. Teorías aparte, los libros de
Ruiz Zafón han hecho por la adquisición del hábito lector mucho más que
cualquier campaña ministerial centrada en vender el chupachup de la lectura.
Que
mis alumnos me pidan libros como Marina
y Las luces de septiembre; que mi tía
Marisa, en su saludable madurez, disfrute varias horas antes de acostarse con La sombra del viento y el resto de
títulos de la tetralogía, son razones suficiente para admitir que la literatura
de Carlos Ruiz Zafón sigue viva:
“Cada
libro, cada tomo que ves tiene un alma. El alma de quien lo escribió y el alma
de quienes lo leyeron, vivieron y soñaron. Cada vez que un libro cambia de
manos, cada vez que alguien desliza su mirada por sus páginas, su espíritu
crece y se hace más fuerte (…). Cuando una biblioteca desaparece, cuando una
librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que
conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En
este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los que se han perdido en el
tiempo, viven para siempre” (La sombra
del viento).
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