domingo, 21 de junio de 2020




LEER A CARLOS RUIZ ZAFÓN EN EL MERCADO





Siempre me ha sorprendido lo caprichosa que es la memoria, por qué elige determinados instantes de la vida y los conserva por tiempo limitado en un lugar preferente, de fácil acceso, diría yo, para gozo propio y tal vez ajeno. Por eso, ahora, tras la muerte de Carlos Ruiz Zafón, siento sorpresa, dolor, al tiempo que recuerdo el gozo de leer algunas de sus obras.
Pensar en Ruiz Zafón es para mí sinónimo de felicidad lectora, pues nada resume mejor esa experiencia que el siguiente recuerdo: el lector que ahora escribe se ve con La sombra del viento en sus manos y es feliz porque no puede dejar de leer; ese hombre mete el libro en el carrito de la compra y se va al mercado con el fin de arañar, durante la espera en los puestos, algo de tiempo para leer; ese hombre prescinde de otros quehaceres y se va al mercado porque sabe que dispondrá de algunos minutos para el disfrute íntimo de la lectura. Ese lector embebecido, siempre atento al precio de las frutas y verduras, casi no levanta sus ojos de La sombra del viento; ese lector es parco en palabras y solo pide “patatas”, “manzanas”, “sandía”, sin apenas hablar con el vendedor ni darle ninguna indicación sobre qué pieza debe de escoger, no vaya a ser que se pierda una línea de la novela; ese lector es capaz de sentir como sentía Julián Carax y tantos otros personajes; ese lector quijotesco en el mercado, que arrastra un carrito y tiene un libro como adarga protectora, apura el tiempo de lectura; a ese lector poco le importa que, por una vez, la belleza de la realidad en forma de cebollas y melones sea superior al arte cifrado en un libro, porque está atento a los textos que va subrayando para luego compartirlos con sus alumnos o consigo mismo. Acabada la compra, ese lector aceptó a su regreso a casa la pequeña regañina de su esposa cuando ella comprobó que gran parte de la mercancía era de un valor cuestionable. La lectura, una vez más, le había proporcionado otro alimento.
         Valga este recuerdo para reivindicar el poder hipnótico que tienen algunos libros mal llamados superventas, porque responden, como es el caso de la obra de C. Ruiz Zafón, a una alta exigencia literaria. Desde siempre he ignorado la minusvaloración de quienes sostienen un arcaico elitismo lector. Me he paseado por la Ilíada y he puesto mis ojos, en general, en los libros más excelsos de la literatura universal, con preferencia innata por aquellos que han engrandecido la maravillosa literatura castellana, y me atrevo a afirmar que las palabras que escribiera Pedro Salinas en su inolvidable, muy citado y mal leído, El defensor siguen siendo válidas (algo que ya advirtió Víctor García de la Concha hace tiempo): no hay mejor fomento de la lectura que el acercar “los buenos libros” a las nuevas generaciones. Tras dedicar gran parte de mi vida a reflexionar sobre cuáles son los buenos libros y cómo ofrecerlos a los lectores adolescente, llegué a la conclusión de que cada ser humano tiene un modo de leer distinto en sus diferentes etapas formativas, y que nada hay más eficaz que el asesoramiento personalizado de la lectura. Teorías aparte, los libros de Ruiz Zafón han hecho por la adquisición del hábito lector mucho más que cualquier campaña ministerial centrada en vender el chupachup de la lectura.
         Que mis alumnos me pidan libros como Marina y Las luces de septiembre; que mi tía Marisa, en su saludable madurez, disfrute varias horas antes de acostarse con La sombra del viento y el resto de títulos de la tetralogía, son razones suficiente para admitir que la literatura de Carlos Ruiz Zafón sigue viva:

“Cada libro, cada tomo que ves tiene un alma. El alma de quien lo escribió y el alma de quienes lo leyeron, vivieron y soñaron. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza su mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace más fuerte (…). Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los que se han perdido en el tiempo, viven para siempre” (La sombra del viento).

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