jueves, 8 de agosto de 2019





EL SUEÑO DE LOS VENCEJOS,  
Antonio Moreno





El hecho de que haya retrasado el momento de redactar esta reseña no obedece a que el libro que ahora recomiendo no la mereciera –se trata de una obra extraordinaria, lo digo ya–, sino a que por sus cualidades como libro ha conseguido exhumar algunas regiones de mi memoria que permanecían herméticamente clausuradas, olvidadas en lugares recónditos, durmiendo el sueño eterno. Por su parte, El sueño de los vencejos, una obra autobiográfica, no de esa autoficción tan en boga, ha cumplido con la misión que tienen los libros verdaderos: despertar la conciencia adormecida, explicar al escritor y al lector que se atrevan a acercarse al abrevadero de sus páginas, crear en cada página un espacio para la emoción y la comprensión…
       Este libro reconstruye la infancia y la preadolescencia de un hombre, el escritor, que necesita fijar por escritor su mundo en el Alicante, alrededor de 1975: las distantes relaciones con su padre y el frustrado acercamiento mutuo, que la muerte inesperada truncó; la madre vitalista que evoluciona desde los preceptos cristianos hasta cierta concepción vitalista de la existencia; el hermano sabio que nos sorprende con sus decisiones y sus firmes convicciones. En fin, un mundo que se mira desde un presente, que se busca con denuedo, que se apoya en fotografías que han permitido congelar un tiempo en la memoria del escritor, porque el autor necesita sumergirse en ese tiempo y espacio con el objetivo de extraer el alimento que necesita para comprender y reconocerse. Diría que este libro memorialístico se convierte casi en un manual de vida con sus sabias opiniones dispersas, sus ideas ponderadas y un tratamiento narrativo equidistante tanto de la efusión lírica en la reconstrucción de la infancia como de la locuacidad narrativa, pues todo está guiado por la contención.
       Mientras redacto estas líneas en la soledad de la playa, con escasos libros al alcance, la memoria me permite afirmar que he leído casi toda la obra de este escritor. Sin embargo, en mi modesto bagaje lector brillan con intensidad algunos libros esenciales de Antonio Moreno: en poesía, Solar antiguo, Visión del humo, Tierra alta –¡cuánto esplendor!–, Nombres del árbol, Caudal –¡cuánta vida vivida y compartida!; en prosa, recuerdo Mundo menor; y entre sus libros de viajes, ya reseñé de manera encomiástica en este blog un libro llamado a perdurar, Estar no estando. Y hago este somero recorrido porque quiero llegar a este último libro citado. Creo –y quizá esté equivocado– que la estructura itinerante de Estar no estando, con sus constantes regresos a la infancia, favorece un ameno diálogo del escritor caminante con su presente, confieren a esta obra un dinamismo ausente en El sueño de los vencejos. No podía ser de otro modo: en el libro que reseñamos es la mirada selectiva de su autor la que nos guía hacia un pasado clausurado. Y así llego al nudo de la cuestión sobre los motivos por los que este libro en mis manos se convirtió en un artefacto que me recordó momentos tristes de mi infancia, en un instrumento que me recordaba pasajes tan sombríos  y tristes, como los que en ocasiones revela su autor. Avanzaba en su lectura y encontraba en sus páginas muchos momentos en los que me veía retratado: el mundo que recreaba Antonio Moreno era el mundo que yo viví casi simultáneamente al escritor. Sus caminatas por la calle Quintana de Alicante, por la Diputación, por el barrio de Benalúa, por la Ciudad de Asís, por el puerto, por la playa de San Gabriel, son también algunos escenarios de mi infancia. Y en aquella época hubo también en mi vida algunos momentos que mi innata propensión al entusiasmo ha guardado para siempre en un baúl lleno de viento y olvido. No exagero si digo que no me gusta hablar del pasado, de mi pasado. Y este libro de Antonio Moreno se convirtió en una especie de ganzúa que volaba todos los cerrojos y me dejaba a la intemperie con algunos recuerdos dolorosos. También me dolía que el autor reconociera el desafecto puntual en sus relaciones padre e hijo, porque pensaba en la vida desperdiciada del mío, la de un hombre de infinita bondad y muerte prematura. El sueño de los vencejos es como el vuelo de los vencejos: un no estarse quieto en la reconstrucción de un pasado triste al tiempo que luminoso.
       No es que rehúya de un tiempo con nubosidad variable, no es eso; más bien aspiro a encontrar en los libros eso que suelo llamar el SAS (Sabiduría, Armonía, Serenidad). Y el vuelo reparador de los vencejos ha movido las patas de mi Serenidad hasta dejar mi vida desvencijada  en algún momento. Desde que hace años leí un pecio –pequeño texto ensayístico– de Rafael Sánchez Ferlosio, en el que se reafirmaba en su idea de no hablar de sí mismo, me reconforta la idea de que a veces no conviene compartir ciertos recuerdos, pero al momento pienso que escribir no es más que ir dándose poco a poco a los demás. Tal vez esté equivocado. Conviene, no obstante, conocer la noble y modesta intención que guía la escritura de esta obra. Antonio Moreno afirma: “La mía, mi historia –con minúscula, ciertamente–, no tiene nada de especial, ni siquiera sus sombras. No me quejo en absoluto de ellas. Y por supuesto no he pretendido hacer un pueril ajuste de cuentas con nadie. No he querido erigirme en juez de nada. Mi padre, mi madre, los suyos, sencillamente vinieron a este extraño mundo… Sus torpezas, sus carencias, no fueron mayores que las mías. Siempre tengo esto presente. Como el amor que en todo instante les profeso” (p. 14).
       Por otra parte, El sueño de los vencejos es un dechado de reflexiones ponderadas: el “ferviente agnosticismo” de su autor (“un modo de orar, mirar con afecto”, p. 53); la alusión a Il Tuffatore –el saltador– vendría a ser una metáfora de la plenitud de la vida, como si existir o saltar fueran un proceso de descendimiento que “muestran estilizadamente el carácter efímero de cada instante” (p. 44); la sutiles alusiones a los anhelos de libertad de una época en la que pobreza era muy evidente; la denuncia de algunos métodos educativos excesivamente vejatorios, así como el atribulado proceso de aprendizaje del autor (p. 76); el descubrimiento de la voluptuosidad a través del baile de la madre de su amigo que revela la existencia de una fuerza oculta e ingobernable (p. 123); la recreación de un mundo clasista y ridículo presente en muchas circunstancias sociales; la conciencia de la soledad (“qué solos estábamos”, p. 141) y la salvación necesaria a través del afecto que encuentra en su familia conforme la vida avanza; la reconciliación, la mutua comprensión, la defensa de la singularidad de cada ser humano… En fin, un libro temáticamente completo y valiente.

       Aunque para un lector no muy avezado el estilo del autor pudiera rezumar a primera vista un aroma retórico, la perfección de la prosa acaba convirtiéndose para el lector atento en un ejemplo de maestría verbal. Expresiones como “se oreaba en el albero del patio”, “la retrató en un dibujo a la sanguina”, “trabajaba de meritorio”, no pueden ser consideradas como expresiones en desuso, sino como estructuras necesarias dentro del anhelo de exactitud y precisión que guía la prosa de Antonio Moreno. En esta época líquida, cansada y superficial en la que nos movemos, el dominio léxico y la perfección en la construcción lingüística que demuestra el autor lo hacen merecedor de una afirmación en ningún punto exagerada: un maestro de la prosa que nos regala un amplio conocimiento de los vocablos que forman parte del campo semántico del mar y de la ictiología, entre otros. En ocasiones, me asombra el pincel de su prosa para crear la imagen de un mundo, de un tiempo: “En aquellos días destacaba el óxido. (…) Las fachadas acumulaban ambiguas capas de pintura, armonizadas por la incuria. Y en las puertas eran habituales los finos churretes del óxido de unos clavos” (p. 27).
       Recuerdo que hace unos días leí una reseña de Juan Marqués sobre el último libro de poemas de Vicente Gallego, en la que el crítico recordaba unas palabras que el poeta utilizó para definir el quehacer poético de Antonio Moreno. Decía V. Gallego del autor que nos ocupa: “huye del alarde retórico y de cualquier oscuridad innecesaria”. A semejante elogio habría que añadir el pulso narrativo con el que está escrito El sueño de los vencejos.
       Esta reseña que ahora lees, desocupado lector, es anterior a la que hace unos días publique sobre Ordesa. Aunque comparten una misma filiación temática de restituir la importancia de la figura paterna, en la obra de Antonio Moreno prevalece un anhelo de comprender las relaciones afectivas de una familia en una época concreta, el tardofranquismo. El estilo del autor de El sueño de los vencejos está embridado, sigue una cronología interna, aspira a comprender y a recomponer afectos; por el contrario, la obra de Manuel Vilas se regodea en un estilo unas veces efectista, otras digresivas, salpimentado con digresiones filosóficas, aunque en ocasiones se agradece sus contrapuntos humorísticos y ciertas asociaciones ingeniosas.  Dos obras autobiográficas que nos cuentan una verdad verdadera. ¡Cómo me gustaría que al común de los mortales una obra llevara a la otra y viceversa! Aunque tal vez, y una vez más, tendrá razón el refranero: “unos cardan la lana y otros se llevan la fama”.



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