MURO DE LAS LAMENTACIONES, Rubén Castillo
De Rubén Castillo podrían decirse
muchas cosas y todas ellas buenas. Quienes hemos tenido la suerte de leer sus
artículos de prensa, sus novelas y las abundantes y atinadas reseñas publicadas
en su blog (http://rubencastillo.blogspot.com/), agradecemos poder leer
reunidos un puñado de sus cuentos en Muro
de las lamentaciones. Leídos de un tirón, cuando cerramos el libro, permanece
el regusto de ese café que tanto adora su autor, es decir, nos queda la
sensación de que hemos leído a un buen escritor y también a un buen lector, por
las abundantes digresiones y guiños literarios que disemina en sus relatos.
Buscando
un sentido al título, concluyo que en cada cuento hay un conflicto, como si los personajes se encontraran desubicados en el mundo, seres que se reprochan y recriminan
no haber luchado para que sus vidas pudieran haber sido otras. Y, sin embargo, no es
insatisfacción ni un cúmulo de lamentaciones, sino la evidencia de que la
realidad es un tren que arrolla todo y contra el que es muy difícil luchar.
Algo así sucede en El hombre de los
zapatos color corinto. Su protagonista se extiende en una conversación
telefónica en un vagón con la pretensión de epatar a otro viajero, que parece
sorprenderse de los comentarios que el rico viajero mantiene con japoneses y
otros responsables de centros financieros. La impostura se desvela cuando, acabado el viaje, el protagonista permanece sentado en un banco de la
estación, con un móvil sin saldo, reflexionando sobre su futuro en el paro.
Los
matrimonios se desmoronan, son leños que arden un tiempo pero que a veces se
convierten en pavesas, en ceniza. El extraordinario cuento División Keeler es un ajuste de cuentas con el pasado de un personaje reflexivo. Y sé que he utilizado
un adjetivo calificativo elogioso y no voy a cambiarlo, ni matizarlo. El
narrador en primera persona es un profesor separado, con hijas y con una nueva
pareja, Clara, un enfermera mucho más joven, que le ha devuelto la alegría de
vivir. Ajustado en unas precisas coordenadas espacio-temporales, descubrimos
con el protagonista –quien también obtiene ingresos económicos siendo jurado de
premios literarios– un cuento que se intuye como una venganza de su ex mujer. Así,
la vida y la literatura transpiran por un relato reflexivo y lírico a la vez,
en el que son abundantes las referencias literarias y la mención de Antonio
Muñoz Molina, Julio Cortázar y otros escritores. A través de Ernesto conocemos
cómo afecta el sentimiento de pérdida a quienes están inmersos en un proceso de
separación, de pérdida: “Él no eligió que la paleta de su matrimonio se llenara
de colores grises, él no eligió que cada año tuviera doce febreros, él no
eligió que un gorgojo triste se convirtiera en habitante perpetuo de su
corazón. Tampoco eligió que apareciese en su vida una enfermera llamada Clara,
que atendía la convalecencia del padre de Ernesto en el hospital y que lo fue
convenciendo de que la infidelidad, si la dicta realmente el corazón, establece
lentos calendarios de seda, que en nada difieren de los vividos durante la
primera juventud (p. 40)”. Y más adelante, el protagonista reflexiona sobre el
paso del tiempo, sobre la conciencia de que las pérdidas son inevitables:
“Llegados a una cierta edad, todos los martes son idénticos, y los jueves son
parecidos como gotas de agua, y todos los agostos duran treinta y un días. Cabe
decir: toda la vida está vivida, y es absurdo y doloroso esperar de ella muchas
novedades. Es verdad que uno de esos días tenemos suerte y nos elige una muchacha
de veintinueve años, o que otro día ocupamos toda una tarde en leer un libro
delicioso y el mundo parece ponerse en orden. Pero esas jornadas anómalas son
treguas y espejismos (p.48)”.
En
otros cuentos (Blas) hace gala de un
sutil manejo de personajes aludidos (pues no dialogan) como contrapunto a una
narración en la que se insertan atinados comentarios líricos.
Atención
aparte y hermenéutica prolija requeriría el divertimento cervantino que titula El último caballero andante. Con una
prosa de estirpe clásica y un léxico en ocasiones arcaizante el autor se
adentra en el universo de Miguel de Cervantes. Leamos unas pocas de sus
palabras: “Martín llamábase mi padre, y era altiricón, de buen conformar y
propenso a las magras (del crecimiento constante de las cuales su cuello y su
rostro eran fiel indicio, y su andorga cumplida demostración); Felisa era mi
madre, áspera de trato y flaca como el espíritu de la golosina, amén de
proclive al ánimo taciturno” (pp. 91-92). Con la estructura propia de una
novela de aprendizaje, el narrador cuenta en primera persona su vida ante la
inminencia de su muerte. Quien refiere su itinerario vital no es otro que el
bachiller Sansón Carrasco, El Caballero
de la Blanca Luna, que diera muerte literaria y real a don Quijote.
En la cinta transportadora ofrece un registro
más coloquial y un perfecto manejo del monólogo. La voz narradora de una madre
que cuenta desde el desengaño cómo ha sido su vida, el pautado ritmo de la
prosa, el léxico acorde con la realidad sociocultural de los personajes (un
padre embrutecido por el trabajo, escasamente afectuoso y alejado de su mujer,
de su hija contestataria y su hijo gótico), las frases de período largo con
diálogos incorporados en la narración, hacen de este cuento uno de mis
preferidos. La narradora, que siente que ha malgastado su vida, afirma
descreída: “El sexo, entiendo yo, es como la vida: cuando menos esperes de él,
mejor. Porque, al final, lo único que consigues es frustrarte” (p. 119). Y tal
vez la cinta transportadora sea una metáfora de la vida, del injusto proceso de
selección de los mejores, de las arbitrariedades inexplicables, del azar
inestable: “No sé si es justo, porque ignoto qué criterios utiliza Dios para
elegir el destino de las frutas. No sé por qué a unas les depara la felicidad,
mientras que a otras nos deja como apartadas, y permite que las uñas se nos
llenen de mugre, y que nuestra hijas sean tan rebeldes, y que nuestros maridos
no sepan hacernos felices, y que nos duela tanto y tanto la espalda” (p. 120).
Hay,
además una recurrencia que convierte determinados motivos literarios en el eje
argumental de varios cuentos. Así, las vidas de Luis Cernuda y Hölderlin son
recreadas, respectivamente, en Guillermina
y Las lágrimas de Gontard. Idéntico
enfoque subyace en el cuento Si me mirara,
en el que una mujer se enamora de un hombre silencioso que resulta ser Bernardo
Soares, el heterónimo que Fernando Pessoa usó para escribir el Libro del desasosiego, obra de la que Rubén
Castillo ha prodigado palabras de elogio en varias ocasiones.
Los
amantes del cuento harían bien en recordar este libro e incluir en sus marcadores
favoritos el blog del autor. Él mejor que yo recomendará esos buenos libros de
los que hablaba Pedro Salinas, títulos imprescindibles para formar lectores con
gusto.
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