martes, 19 de junio de 2018





 



MURO DE LAS LAMENTACIONES, Rubén Castillo

De Rubén Castillo podrían decirse muchas cosas y todas ellas buenas. Quienes hemos tenido la suerte de leer sus artículos de prensa, sus novelas y las abundantes y atinadas reseñas publicadas en su blog (http://rubencastillo.blogspot.com/), agradecemos poder leer reunidos un puñado de sus cuentos en Muro de las lamentaciones. Leídos de un tirón, cuando cerramos el libro, permanece el regusto de ese café que tanto adora su autor, es decir, nos queda la sensación de que hemos leído a un buen escritor y también a un buen lector, por las abundantes digresiones y guiños literarios que disemina en sus relatos.
     Buscando un sentido al título, concluyo que en cada cuento hay un conflicto, como si los personajes se encontraran desubicados en el mundo, seres que se reprochan y recriminan no haber luchado para que sus vidas pudieran haber sido otras. Y, sin embargo, no es insatisfacción ni un cúmulo de lamentaciones, sino la evidencia de que la realidad es un tren que arrolla todo y contra el que es muy difícil luchar. Algo así sucede en El hombre de los zapatos color corinto. Su protagonista se extiende en una conversación telefónica en un vagón con la pretensión de epatar a otro viajero, que parece sorprenderse de los comentarios que el rico viajero mantiene con japoneses y otros responsables de centros financieros. La impostura se desvela cuando, acabado el viaje, el protagonista permanece sentado en un banco de la estación, con un móvil sin saldo, reflexionando sobre su futuro en el paro.
       Los matrimonios se desmoronan, son leños que arden un tiempo pero que a veces se convierten en pavesas, en ceniza. El extraordinario cuento División Keeler es un ajuste de cuentas con el pasado de un personaje reflexivo. Y sé que he utilizado un adjetivo calificativo elogioso y no voy a cambiarlo, ni matizarlo. El narrador en primera persona es un profesor separado, con hijas y con una nueva pareja, Clara, un enfermera mucho más joven, que le ha devuelto la alegría de vivir. Ajustado en unas precisas coordenadas espacio-temporales, descubrimos con el protagonista –quien también obtiene ingresos económicos siendo jurado de premios literarios– un cuento que se intuye como una venganza de su ex mujer. Así, la vida y la literatura transpiran por un relato reflexivo y lírico a la vez, en el que son abundantes las referencias literarias y la mención de Antonio Muñoz Molina, Julio Cortázar y otros escritores. A través de Ernesto conocemos cómo afecta el sentimiento de pérdida a quienes están inmersos en un proceso de separación, de pérdida: “Él no eligió que la paleta de su matrimonio se llenara de colores grises, él no eligió que cada año tuviera doce febreros, él no eligió que un gorgojo triste se convirtiera en habitante perpetuo de su corazón. Tampoco eligió que apareciese en su vida una enfermera llamada Clara, que atendía la convalecencia del padre de Ernesto en el hospital y que lo fue convenciendo de que la infidelidad, si la dicta realmente el corazón, establece lentos calendarios de seda, que en nada difieren de los vividos durante la primera juventud (p. 40)”. Y más adelante, el protagonista reflexiona sobre el paso del tiempo, sobre la conciencia de que las pérdidas son inevitables: “Llegados a una cierta edad, todos los martes son idénticos, y los jueves son parecidos como gotas de agua, y todos los agostos duran treinta y un días. Cabe decir: toda la vida está vivida, y es absurdo y doloroso esperar de ella muchas novedades. Es verdad que uno de esos días tenemos suerte y nos elige una muchacha de veintinueve años, o que otro día ocupamos toda una tarde en leer un libro delicioso y el mundo parece ponerse en orden. Pero esas jornadas anómalas son treguas y espejismos (p.48)”.
       En otros cuentos (Blas) hace gala de un sutil manejo de personajes aludidos (pues no dialogan) como contrapunto a una narración en la que se insertan atinados comentarios líricos.
      Atención aparte y hermenéutica prolija requeriría el divertimento cervantino que titula El último caballero andante. Con una prosa de estirpe clásica y un léxico en ocasiones arcaizante el autor se adentra en el universo de Miguel de Cervantes. Leamos unas pocas de sus palabras: “Martín llamábase mi padre, y era altiricón, de buen conformar y propenso a las magras (del crecimiento constante de las cuales su cuello y su rostro eran fiel indicio, y su andorga cumplida demostración); Felisa era mi madre, áspera de trato y flaca como el espíritu de la golosina, amén de proclive al ánimo taciturno” (pp. 91-92). Con la estructura propia de una novela de aprendizaje, el narrador cuenta en primera persona su vida ante la inminencia de su muerte. Quien refiere su itinerario vital no es otro que el bachiller Sansón Carrasco, El Caballero de la Blanca Luna, que diera muerte literaria y real a don Quijote.
      En la cinta transportadora ofrece un registro más coloquial y un perfecto manejo del monólogo. La voz narradora de una madre que cuenta desde el desengaño cómo ha sido su vida, el pautado ritmo de la prosa, el léxico acorde con la realidad sociocultural de los personajes (un padre embrutecido por el trabajo, escasamente afectuoso y alejado de su mujer, de su hija contestataria y su hijo gótico), las frases de período largo con diálogos incorporados en la narración, hacen de este cuento uno de mis preferidos. La narradora, que siente que ha malgastado su vida, afirma descreída: “El sexo, entiendo yo, es como la vida: cuando menos esperes de él, mejor. Porque, al final, lo único que consigues es frustrarte” (p. 119). Y tal vez la cinta transportadora sea una metáfora de la vida, del injusto proceso de selección de los mejores, de las arbitrariedades inexplicables, del azar inestable: “No sé si es justo, porque ignoto qué criterios utiliza Dios para elegir el destino de las frutas. No sé por qué a unas les depara la felicidad, mientras que a otras nos deja como apartadas, y permite que las uñas se nos llenen de mugre, y que nuestra hijas sean tan rebeldes, y que nuestros maridos no sepan hacernos felices, y que nos duela tanto y tanto la espalda” (p. 120).
      Hay, además una recurrencia que convierte determinados motivos literarios en el eje argumental de varios cuentos. Así, las vidas de Luis Cernuda y Hölderlin son recreadas, respectivamente, en Guillermina y Las lágrimas de Gontard. Idéntico enfoque subyace en el cuento Si me mirara, en el que una mujer se enamora de un hombre silencioso que resulta ser Bernardo Soares, el heterónimo que Fernando Pessoa usó para escribir el Libro del desasosiego, obra de la que Rubén Castillo ha prodigado palabras de elogio en varias ocasiones.
      Los amantes del cuento harían bien en recordar este libro e incluir en sus marcadores favoritos el blog del autor. Él mejor que yo recomendará esos buenos libros de los que hablaba Pedro Salinas, títulos imprescindibles para formar lectores con gusto.


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