SALVACIÓN,
Miguel Sánchez Robles
Antes de acudir a la presentación que el autor hizo de su novela en
Murcia, me encontré con un regalo imprevisto: la posibilidad de pasear por la
ciudad recordando los años en que trabajé allí, los amigos con los que compartí
mi tiempo… Mientras caminaba lentamente pensaba en cómo mi vida se ha ido
cumpliendo, en cómo el tiempo ha conseguido crear esa sensación de haber
vivido. Me hacía feliz pasear sin rumbo y saber que luego coincidiría con
Miguel Sánchez Robles, un escritor que admiro y a quien conocí en un premio de
poesía en Algeciras. ¡Con qué gratitud recordamos ese tiempo! Surgió en
nosotros una sencilla amistad. Acabo de leer su nueva novela y sé con certeza
que podría escribir líneas y folios sobre su obra. Ya he escrito en este blog
comentarios sobre algunos de sus libros de poemas y sobre sus novelas
anteriores. Su obra me interesa, me parece singularísima por su hibridismo poético
y autobiográfico. Y lo digo como filólogo, no con el entusiasmo que enjabona la
amistad.
Cómodamente sentado me dispuse
a disfrutar de las palabras de los presentadores y de las del autor. Anoté
cosas. Salí contento de haber acudido a la presentación y regresé a mi ciudad
con el convencimiento de que hay que aprender a vivir y a sentir lentamente, a
valorar a las personas y los quehaceres que nos hacen feliz. Y poco más.
Acabo de terminar Salvación y no sé cómo empezar. ¿Por qué
le puso ese título? Es sugerente, directo, ambivalente. Al final de la obra se
entiende por qué lo puso. Reconoce el autor que la novela se construía sin el
puntero orientador que es un título. Otras novelas suyas fueron guiadas desde
el principio por el título. Así sucedió en Donde
empieza la nada. Sin embargo, en esta que nos ocupa, el título llegó después.
Pensó, reconoció en el transcurso de la presentación, que le gustaba La luz de la vigilia o Hambre de vivir, pero llegó Salvación. Y sin duda es acertado porque
la literatura que ama Sánchez Robles es esa literatura que salva, que empapa el
corazón y da ganas de vivir si ansiedades.
Quizá sea la vida el tema clave.
Miguel Sánchez Robles ama esta palabra. La utiliza en sus poemas, en sus cuentos,
en sus novelas. Pero vivir, ¿cómo? Es decir, siendo consciente de vivir. Para él la vida es demasiado sagrada para
vivirla inconscientemente, porque en los minúsculos detalles es donde se halla:
“Y de repente, no sé por qué, amo la vida. Amo mucho la vida. Y recuerdo, casi
de una a una, esas veces en las que, de pronto, he amado la vida dándome cuenta
de la belleza y la eternidad de cada uno de esos momentos (p. 20)”. Es también
una especie de viaje iniciático, pero no se trata de un libro de viajes, sino más
bien de un viaje interior, de una búsqueda personal: “Voy a quedarme quieto.
Voy a saber vivir. Ya no voy a correr más contra el tiempo, como los ciclistas
o los coches de carrera contra el tiempo o como esos títeres que se caen, que
se quedan sin hilos de tanto correr contra el tiempo. Voy a cambiar. Voy a ser
otro. Me voy a detener y a existir muy despacio, despacio, despacio…(p. 18)”.
Desde la atalaya de quien contempla el paso del tiempo, el protagonista
narrador afirma: “Haber vivido es no morir nunca del todo (p. 24)”. O más
adelante, afirma: “… Mamá, la vida, si la miras despacio, es una suspensión de
momentos mágicos unidos uno a uno, de locura dispersa, de cosa iluminada por un
resplandor nuclear (p. 109)”. O véase también: “La Vida tiene siempre un vapor
azulado (…). La Vida es esa niña que transporta en sus manos saliva de Neruda
para curar a un pájaro (p. 143-144)”.
Tampoco se trata de una novela
religiosa. En ella pervive el simbolismo religioso, un estado que inspira el
regreso a la esencia de las palabras que el autor encuentra también en las palabras
sagradas y en el misterio religioso de Caravaca de la Cruz: “Estás aquí,
dulcemente católico y humano, escuchas al sacerdote todas esas bellas palabras
que dice, te arrodillas, te sientas, te levantas, te persignas y te salvas de
ese pánico de no ser más que un idiota y comprendes que Dios nos puso en el
corazón una cosa que tiembla, una cosa que tiembla, una cosa que tiembla (p.
19)”. Y en otros pasaje se refiere a un anhelo de transcendencia para alcanzar
lo esencial: “Entonces yo también miro un poco hacia arriba como buscando a
Dios, ofrecerle algo a Dios o pedirle que me ayude a vivir despacio y a no
soportar la pus de la Nada que invade nuestro tiempo. Miro hacia arriba
arrepentido de no poder creer, de no saber ser creyente como Lola o las monjas
(p. 22)”.
Y qué decir de la estructura de
la novela, de su incuestionable filiación a este género a pesar de que el autor
reniega de las peripecias argumentales y defiende otro concepto y manera de
narrar. Estructurada en seis capítulos (Preludio, Eternidad, Ternura, Delirio,
Camino, Salvación), lo que confiere unidad a la novela es la voz narrativa y lírica
del autor, una voz que tiene muchas características de la narración iniciática,
de aprendizaje en la madurez.
Ahora no temo que esta reseña
se convierta en un panegírico, en una alabanza del libro en cuestión. Y lo digo
porque sé que no es práctica habitual de esta bitácora, donde solo se prodigan
los elogios cuando la obra lo merece. Por ello, el primer aviso es para quienes
esperen encontrar algo parecido a un argumento de sujeto, verbo y predicado; el
autor y el libro rehúyen de esa simplicidad tan bestselleriana del
planteamiento, nudo y desenlace, donde el autor es poco menos que un demiurgo
que ha sabido mover y resolver las piezas de un jeroglífico argumental. Aquí
hay que mirar con ojos asombrados y dejarse sorprender por la calidad estilística
de cada página y por la magia de la literatura poética.
Aunque es relativamente fácil
advertir las referencias literarias (un verso aquí, una cita allá,
desperdigados en el barranco de un párrafo) de las que se nutre MSR, lo
importante es ver cómo el autor las tamiza, las hace suyas, para conseguir eso
que yo me atrevería a definir como el estilo sanchezrobles, es decir, una prosa
lírica sin tontainas, un léxico amplio que incorpora vocablos de muchas disciplinas
(de la botánica, de la anatomía, de la astronomía, de la liturgia, palabras
como “lixiviar, hígado, galochas”…), que además posee un ritmo tan cadencioso
que hace de su prosa un ejemplo de musicalidad. Sería absurdo y prolijo
justificar aquí con ejemplos cuanto digo para justificar mis palabras. Pero en
ocasiones, el latido lírico puede resultar tan omnipresente que a algún lector
pudiera despistarle, sobre todo si sus expectativas lectoras buscan ese tipo de
tramas argumentales comunes en tantos libros. Por el contrario, ese lirismo será
gozoso para quienes valoren la calidad de este libro, páginas llenas de imágenes
que como diamantes se clavan en el prado del acontecer de la narración. Y a
esta tarea acumulativa y lírica se entrega con ahínco el escritor, convencido
de que hay que “sacarle sabor a las palabras”.
Respecto a la perspectiva
narrativa, durante el camino desde Roncesvalles a Caravaca de la Cruz, el
autor-protagonista va alternando tres perspectivas: las descripciones paisajísticas
de cuanto ve, las reflexiones del narrador y las apelaciones a la madre, como
destinataria de un emotivo discurso. La carta a la madre va ocupando cada vez más
espacio, es una invocación donde se pone de manifiesto ese juego de pronombres
personales desde un “yo lírico del autor” al “tú escuchante de la madre” muerta
prematuramente. Y nos viene a la memoria otros libros donde la voz poética del
autor se modula en un discurso epistolar. Bastaría con recordar el monólogo de Mortal y rosa, de Francisco Umbral, o ese
otro libro delicado que se perdió en el tiempo, Mrs. Cadwell habla con su hijo, de C. J. Cela. Pero aquí todo es
distinto, pues el estilo de MSR es auténticamente personal. La carta que le
dirige a la madre ausente se convierte a su vez en una autobiografía
sentimental del autor. Baste el siguiente ejemplo: “… Siempre hubo muchos días
en los que yo necesité hablar contigo. Decirte, por ejemplo: Mamá, querida
madre muerta: Una vez fuimos jóvenes y usábamos con ganas las palabras que
importan a los niños. Era esa época en que existían los piojos y la tos, las mañana
se llenaban de sol, de ruiseñores y jilgueros cantando en las zarzas y en los
manzanos, las lagartijas corrían a esconderse en la sombra pequeña de una
piedra, había un caballo blanco que bebía, ¿te acuerdas, mamá?, y yo siempre
tenía, en aquel tiempo, la sensación dulce de quien devuelve limpia una paloma
al viento en el crepúsculo (p. 57)”. Otras veces, es ella desde el más allá,
quien se cuela en la conciencia del escritor y le interpela: “Querido hijo:
Todo es siempre un lugar que se derrumba. No hay nadie en las pensiones. Hace
frío en los dormitorios y en las máscaras. Los minutos huelen a Biblia. Hace
setenta años que estoy triste (p. 65)”. Baste este último ejemplo del final,
donde se insiste en la necesidad de la comunicación con la madre: “Hablarte
todo el tiempo me ha redimido mucho, me ha curado de algo, mamá. No sufras por
lo que pienso y siento de la vida. No sufras por mí. Hablarte ha sido como
ejercer el modo de construir agujeros de aliento en la Nada. He purificado con
ello m soledad absoluta. Me he salvado de algo y soy más fuerte (p. 274)”.
En otras ocasiones nos
sorprende que su voz se aleja de la emoción de lo poético y lo íntimo para referirnos
pequeños retazos de sarcasmo, frutos sin duda de su condición de sagaz
observador de la realidad: “El que lee la carta a los gálatas tiene cara de
persona que se durmió a los veinte años y revivió a los cincuenta (p. 18)”. O
en otra ocasión, afirma: “La gente sabe que algo se ovilla siempre en sus
vidas, y a lo mejor por eso, la gente se llevaría de verdad a una isla desierta
su vibrador con ventosa o algo por el estilo. Es un milagro la gente (p. 33)”. Entiéndase
que el tomo del libro es conmovedor y poético, pero en ocasiones se despacha
con comentarios que logran que el lector se abandone en la risa, tal y como
sucede cuando sueña que son muchas las celebridades que lo besan, desde Uma
Thurman a Fraga Iribarne (p. 183). O se adentra en la imaginación surrealista: “Tengo
frío (…) Abro la puerta de una droguería y veo el desierto… Entro en una
oficina de Correos y sólo hay un pony disecado. Una estatua del general Prim
está viva (p. 204)”. Quizá sea MSR el único escritor en el panorama actual que
es capaz de incrustar en el discurso narrativo una retahíla de imágenes, metáforas
y comparaciones tan originales como luminosas; una prosa que es una “burbuja
verbal” incontenible. Para lograr ese universo de quietud que adora el autor,
los libros, la poesía y las referencias culturales lentamente asumidas a lo largo
de una vida alcanzan una armónica simbiosis vital.
Habría que referirse a esa
especie de acotaciones literarias que aparecen al comienzo de algunas secciones
del capítulo “Camino”, pues sobresalen por su delicadeza descriptiva, por ser
un apunte liviano que encuadra el desarrollo e informa de breves asuntos históricos
y artísticos del pueblo al que el caminante llega o abandona. Son fotográficas
estampas subjetivas: “…He salido de Pamplona. Me dirijo a Puente de La Reina.
En el jardín sucio de una de las casas del extrarradio veo una piscina portátil
a medio hinchar. ¡Qué fea es! Atravieso un cinturón industrial con naves
enormes y letreros enormes y altas torres eléctricas. pero todo está quieto,
detenido, desierto… (pp. 77-78)”.
Después del camino simbólico y
literariamente recorrido por MSR en su novela, vuelvo al principio: “Si de niño
yo hubiera sabido que envejecer era esto, hubiese vivido de otra manera, de
otra manera, de otra manera… (p. 14)”. Para ver la síntesis de elementos temáticos
y formales que contiene la escritura de MSR, léase la magnífica Carta a Dios
que se pone en boca de una maestra jubilada (pp. 243-251).
Cierro el libro y tengo la
impresión de que sería una pena que pasara inadvertido. También pienso que leer
a MSR me produce una consciencia sensitiva y una melancolía que exceden el
tiempo de lectura. Y creo que el autor y su obra exigen ya un reconocimiento
que rompa las fronteras autonómicas que se van creando también en lo literario
y en lo cultural. Por su originalidad no exenta de riesgos, Miguel Sánchez
Robles es algo así como un lobo solitario de la literatura, “un tigre loco y poético”,
un maestro dueño de una cofradía integrada por quienes creen en ese tipo de Literatura
que Salva. Nosotros, sus lectores cofrades, le seguimos con gratitud.
Iba a recapitular una serie de
textos que he subrayado, ese tipo de palabras enjundiosas que, según su autor,
conviene saborear en el crepúsculo. Son tantos que decido concluir aquí y ahora
esta reseña o pensamiento elogioso mientras se lee.
Genial
ResponderEliminarGracias.
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