lunes, 20 de noviembre de 2017










SALVACIÓN, Miguel Sánchez Robles

Antes de acudir a la presentación que el autor hizo de su novela en Murcia, me encontré con un regalo imprevisto: la posibilidad de pasear por la ciudad recordando los años en que trabajé allí, los amigos con los que compartí mi tiempo… Mientras caminaba lentamente pensaba en cómo mi vida se ha ido cumpliendo, en cómo el tiempo ha conseguido crear esa sensación de haber vivido. Me hacía feliz pasear sin rumbo y saber que luego coincidiría con Miguel Sánchez Robles, un escritor que admiro y a quien conocí en un premio de poesía en Algeciras. ¡Con qué gratitud recordamos ese tiempo! Surgió en nosotros una sencilla amistad. Acabo de leer su nueva novela y sé con certeza que podría escribir líneas y folios sobre su obra. Ya he escrito en este blog comentarios sobre algunos de sus libros de poemas y sobre sus novelas anteriores. Su obra me interesa, me parece singularísima por su hibridismo poético y autobiográfico. Y lo digo como filólogo, no con el entusiasmo que enjabona la amistad.
     Cómodamente sentado me dispuse a disfrutar de las palabras de los presentadores y de las del autor. Anoté cosas. Salí contento de haber acudido a la presentación y regresé a mi ciudad con el convencimiento de que hay que aprender a vivir y a sentir lentamente, a valorar a las personas y los quehaceres que nos hacen feliz. Y poco más.
      Acabo de terminar Salvación y no sé cómo empezar. ¿Por qué le puso ese título? Es sugerente, directo, ambivalente. Al final de la obra se entiende por qué lo puso. Reconoce el autor que la novela se construía sin el puntero orientador que es un título. Otras novelas suyas fueron guiadas desde el principio por el título. Así sucedió en Donde empieza la nada. Sin embargo, en esta que nos ocupa, el título llegó después. Pensó, reconoció en el transcurso de la presentación, que le gustaba La luz de la vigilia o Hambre de vivir, pero llegó Salvación. Y sin duda es acertado porque la literatura que ama Sánchez Robles es esa literatura que salva, que empapa el corazón y da ganas de vivir si ansiedades.  
      Quizá sea la vida el tema clave. Miguel Sánchez Robles ama esta palabra. La utiliza en sus poemas, en sus cuentos, en sus novelas. Pero vivir, ¿cómo? Es decir, siendo  consciente de vivir. Para él la vida es demasiado sagrada para vivirla inconscientemente, porque en los minúsculos detalles es donde se halla: “Y de repente, no sé por qué, amo la vida. Amo mucho la vida. Y recuerdo, casi de una a una, esas veces en las que, de pronto, he amado la vida dándome cuenta de la belleza y la eternidad de cada uno de esos momentos (p. 20)”. Es también una especie de viaje iniciático, pero no se trata de un libro de viajes, sino más bien de un viaje interior, de una búsqueda personal: “Voy a quedarme quieto. Voy a saber vivir. Ya no voy a correr más contra el tiempo, como los ciclistas o los coches de carrera contra el tiempo o como esos títeres que se caen, que se quedan sin hilos de tanto correr contra el tiempo. Voy a cambiar. Voy a ser otro. Me voy a detener y a existir muy despacio, despacio, despacio…(p. 18)”. Desde la atalaya de quien contempla el paso del tiempo, el protagonista narrador afirma: “Haber vivido es no morir nunca del todo (p. 24)”. O más adelante, afirma: “… Mamá, la vida, si la miras despacio, es una suspensión de momentos mágicos unidos uno a uno, de locura dispersa, de cosa iluminada por un resplandor nuclear (p. 109)”. O véase también: “La Vida tiene siempre un vapor azulado (…). La Vida es esa niña que transporta en sus manos saliva de Neruda para curar a un pájaro (p. 143-144)”.
     Tampoco se trata de una novela religiosa. En ella pervive el simbolismo religioso, un estado que inspira el regreso a la esencia de las palabras que el autor encuentra también en las palabras sagradas y en el misterio religioso de Caravaca de la Cruz: “Estás aquí, dulcemente católico y humano, escuchas al sacerdote todas esas bellas palabras que dice, te arrodillas, te sientas, te levantas, te persignas y te salvas de ese pánico de no ser más que un idiota y comprendes que Dios nos puso en el corazón una cosa que tiembla, una cosa que tiembla, una cosa que tiembla (p. 19)”. Y en otros pasaje se refiere a un anhelo de transcendencia para alcanzar lo esencial: “Entonces yo también miro un poco hacia arriba como buscando a Dios, ofrecerle algo a Dios o pedirle que me ayude a vivir despacio y a no soportar la pus de la Nada que invade nuestro tiempo. Miro hacia arriba arrepentido de no poder creer, de no saber ser creyente como Lola o las monjas (p. 22)”.
      Y qué decir de la estructura de la novela, de su incuestionable filiación a este género a pesar de que el autor reniega de las peripecias argumentales y defiende otro concepto y manera de narrar. Estructurada en seis capítulos (Preludio, Eternidad, Ternura, Delirio, Camino, Salvación), lo que confiere unidad a la novela es la voz narrativa y lírica del autor, una voz que tiene muchas características de la narración iniciática, de aprendizaje en la madurez.
Ahora no temo que esta reseña se convierta en un panegírico, en una alabanza del libro en cuestión. Y lo digo porque sé que no es práctica habitual de esta bitácora, donde solo se prodigan los elogios cuando la obra lo merece. Por ello, el primer aviso es para quienes esperen encontrar algo parecido a un argumento de sujeto, verbo y predicado; el autor y el libro rehúyen de esa simplicidad tan bestselleriana del planteamiento, nudo y desenlace, donde el autor es poco menos que un demiurgo que ha sabido mover y resolver las piezas de un jeroglífico argumental. Aquí hay que mirar con ojos asombrados y dejarse sorprender por la calidad estilística de cada página y por la magia de la literatura poética.
     Aunque es relativamente fácil advertir las referencias literarias (un verso aquí, una cita allá, desperdigados en el barranco de un párrafo) de las que se nutre MSR, lo importante es ver cómo el autor las tamiza, las hace suyas, para conseguir eso que yo me atrevería a definir como el estilo sanchezrobles, es decir, una prosa lírica sin tontainas, un léxico amplio que incorpora vocablos de muchas disciplinas (de la botánica, de la anatomía, de la astronomía, de la liturgia, palabras como “lixiviar, hígado, galochas”…), que además posee un ritmo tan cadencioso que hace de su prosa un ejemplo de musicalidad. Sería absurdo y prolijo justificar aquí con ejemplos cuanto digo para justificar mis palabras. Pero en ocasiones, el latido lírico puede resultar tan omnipresente que a algún lector pudiera despistarle, sobre todo si sus expectativas lectoras buscan ese tipo de tramas argumentales comunes en tantos libros. Por el contrario, ese lirismo será gozoso para quienes valoren la calidad de este libro, páginas llenas de imágenes que como diamantes se clavan en el prado del acontecer de la narración. Y a esta tarea acumulativa y lírica se entrega con ahínco el escritor, convencido de que hay que “sacarle sabor a las palabras”.
     Respecto a la perspectiva narrativa, durante el camino desde Roncesvalles a Caravaca de la Cruz, el autor-protagonista va alternando tres perspectivas: las descripciones paisajísticas de cuanto ve, las reflexiones del narrador y las apelaciones a la madre, como destinataria de un emotivo discurso. La carta a la madre va ocupando cada vez más espacio, es una invocación donde se pone de manifiesto ese juego de pronombres personales desde un “yo lírico del autor” al “tú escuchante de la madre” muerta prematuramente. Y nos viene a la memoria otros libros donde la voz poética del autor se modula en un discurso epistolar. Bastaría con recordar el monólogo de Mortal y rosa, de Francisco Umbral, o ese otro libro delicado que se perdió en el tiempo, Mrs. Cadwell habla con su hijo, de C. J. Cela. Pero aquí todo es distinto, pues el estilo de MSR es auténticamente personal. La carta que le dirige a la madre ausente se convierte a su vez en una autobiografía sentimental del autor. Baste el siguiente ejemplo: “… Siempre hubo muchos días en los que yo necesité hablar contigo. Decirte, por ejemplo: Mamá, querida madre muerta: Una vez fuimos jóvenes y usábamos con ganas las palabras que importan a los niños. Era esa época en que existían los piojos y la tos, las mañana se llenaban de sol, de ruiseñores y jilgueros cantando en las zarzas y en los manzanos, las lagartijas corrían a esconderse en la sombra pequeña de una piedra, había un caballo blanco que bebía, ¿te acuerdas, mamá?, y yo siempre tenía, en aquel tiempo, la sensación dulce de quien devuelve limpia una paloma al viento en el crepúsculo (p. 57)”. Otras veces, es ella desde el más allá, quien se cuela en la conciencia del escritor y le interpela: “Querido hijo: Todo es siempre un lugar que se derrumba. No hay nadie en las pensiones. Hace frío en los dormitorios y en las máscaras. Los minutos huelen a Biblia. Hace setenta años que estoy triste (p. 65)”. Baste este último ejemplo del final, donde se insiste en la necesidad de la comunicación con la madre: “Hablarte todo el tiempo me ha redimido mucho, me ha curado de algo, mamá. No sufras por lo que pienso y siento de la vida. No sufras por mí. Hablarte ha sido como ejercer el modo de construir agujeros de aliento en la Nada. He purificado con ello m soledad absoluta. Me he salvado de algo y soy más fuerte (p. 274)”.
     En otras ocasiones nos sorprende que su voz se aleja de la emoción de lo poético y lo íntimo para referirnos pequeños retazos de sarcasmo, frutos sin duda de su condición de sagaz observador de la realidad: “El que lee la carta a los gálatas tiene cara de persona que se durmió a los veinte años y revivió a los cincuenta (p. 18)”. O en otra ocasión, afirma: “La gente sabe que algo se ovilla siempre en sus vidas, y a lo mejor por eso, la gente se llevaría de verdad a una isla desierta su vibrador con ventosa o algo por el estilo. Es un milagro la gente (p. 33)”. Entiéndase que el tomo del libro es conmovedor y poético, pero en ocasiones se despacha con comentarios que logran que el lector se abandone en la risa, tal y como sucede cuando sueña que son muchas las celebridades que lo besan, desde Uma Thurman a Fraga Iribarne (p. 183). O se adentra en la imaginación surrealista: “Tengo frío (…) Abro la puerta de una droguería y veo el desierto… Entro en una oficina de Correos y sólo hay un pony disecado. Una estatua del general Prim está viva (p. 204)”. Quizá sea MSR el único escritor en el panorama actual que es capaz de incrustar en el discurso narrativo una retahíla de imágenes, metáforas y comparaciones tan originales como luminosas; una prosa que es una “burbuja verbal” incontenible. Para lograr ese universo de quietud que adora el autor, los libros, la poesía y las referencias culturales lentamente asumidas a lo largo de una vida alcanzan una armónica simbiosis vital.
    Habría que referirse a esa especie de acotaciones literarias que aparecen al comienzo de algunas secciones del capítulo “Camino”, pues sobresalen por su delicadeza descriptiva, por ser un apunte liviano que encuadra el desarrollo e informa de breves asuntos históricos y artísticos del pueblo al que el caminante llega o abandona. Son fotográficas estampas subjetivas: “…He salido de Pamplona. Me dirijo a Puente de La Reina. En el jardín sucio de una de las casas del extrarradio veo una piscina portátil a medio hinchar. ¡Qué fea es! Atravieso un cinturón industrial con naves enormes y letreros enormes y altas torres eléctricas. pero todo está quieto, detenido, desierto… (pp. 77-78)”.
    Después del camino simbólico y literariamente recorrido por MSR en su novela, vuelvo al principio: “Si de niño yo hubiera sabido que envejecer era esto, hubiese vivido de otra manera, de otra manera, de otra manera… (p. 14)”. Para ver la síntesis de elementos temáticos y formales que contiene la escritura de MSR, léase la magnífica Carta a Dios que se pone en boca de una maestra jubilada (pp. 243-251).
    Cierro el libro y tengo la impresión de que sería una pena que pasara inadvertido. También pienso que leer a MSR me produce una consciencia sensitiva y una melancolía que exceden el tiempo de lectura. Y creo que el autor y su obra exigen ya un reconocimiento que rompa las fronteras autonómicas que se van creando también en lo literario y en lo cultural. Por su originalidad no exenta de riesgos, Miguel Sánchez Robles es algo así como un lobo solitario de la literatura, “un tigre loco y poético”, un maestro dueño de una cofradía integrada por quienes creen en ese tipo de Literatura que Salva. Nosotros, sus lectores cofrades, le seguimos con gratitud.
      Iba a recapitular una serie de textos que he subrayado, ese tipo de palabras enjundiosas que, según su autor, conviene saborear en el crepúsculo. Son tantos que decido concluir aquí y ahora esta reseña o pensamiento elogioso mientras se lee.

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