viernes, 3 de noviembre de 2017




 

CONCIERTO DE CONTRARIOS,  
Juan Ramón Torregrosa

Se es poeta porque quien mira –el poeta en este caso– es un ser dotado para ver más allá de lo evidente, es una especie de zahorí capaz de descubrir esa belleza que existe en todo lo que vive. La “mirada sedienta” de comprender el mundo exterior e interior es la aldaba del escritor, el instrumento para entrar sutilmente en el espacio de la emoción y el pensamiento. Viene a cuento esta digresión porque el libro que comentamos de Juan Ramón Torregrosa exhibe una capacidad inusual de situarse ante el mundo para comprenderlo con sabiduría.
     Desde un punto de vista temático, el libro es en su brevedad una síntesis de los temas constantes de la literatura: su filiación clásica lo vincula con esa manera peculiar de captar la naturaleza (contemplación del cielo y de la vida, con impresionistas detalles); ahonda en el tempus fugit y sus estragos, y aunque hay  momentos donde se advierte un soplo de alegría en la existencia que sucede pronto se adentra en profundidades que rozan la zozobra existencial; retoma el tópico de las ruinas para insistir en la caducidad de cuanto existe: “De todo cuanto vida fue y belleza / qué poco permanece”; se detiene en las reflexiones de libros y escritores que le sirven de guía para comprender la vida: “Vivimos, mi querido Cándido, / en el mejor / de los mundos posibles, / pues si fuera posible otro mejor, / Dios lo hubiera creado”; asoma en ocasiones una conciencia crítica que reafirma esa naturaleza temáticamente poliédrica del poemario (“El regreso de Gulliver”), sobre todo en el poema “La conciencia”:

LA CONCIENCIA
La voz de la conciencia
llaman a ese callado eco interior
que nos mantiene alerta y nos invita
a ser fieles a lo que fuimos, somos
y seremos sin ser un día: luz,
voz desnuda en el aire.

Mas, ¿qué voz mantener en estos tiempos
feos de algarabía que no sea
un eco de otras voces,
palabras falsas, pompas de jabón
que estallan si las rozas, si las piensas,
si hurgas en su meollo?

Y cómo te adormecen
si te descuidas, si les das cobijo.
Parásitas, se incrustan y moldean
con intención infame el pensamiento,
te enajenan, te expulsan
de ti.
    

     Tras leer este libro uno vuelve a pensar en que vivir es un oxímoron (la vida es lucha nos recuerda Fernando de Rojas, a quien se cita al comienzo del poemario). Y así es, la vida es una lucha de contrarios, una pugna desigual entre la realidad y el deseo, entre la contemplación y la acción, entre el arte y la vida (como sucede en “Tonio Kröger”), entre los afueras y los adentros del hombre, entre el ayer y el hoy (como se plantea en “Manriqueña”). Mas el poeta, al cabo, ama las dos vidas: “la vida activa que a la acción te empuja, / la vida ociosa que la paz te ofrece”.
      Junto a la variedad temática de la que hablamos (acertados poemas en el tratamiento de la naturaleza sirven de contrapeso a otros más reflexivos y ceñidos a referencias culturales no exentos de cierto pesimismo), hay un predominio de la antítesis que acentúa la tensión en algunos poemas, tal y como se advierte en “Parte de un todo”, cuyos versos nos recuerdan a otros de José Hierro (“Vida”):

PARTE DE UN TODO
Este fluir de la nada
no debería ser
un diluirse en la nada por completo.

Aunque nada de nuestro paso quede,
el hecho de pasar deja su huella
como deja su mínima señal
cada una de las gotas que no vemos,
solo vemos la lluvia.

La partícula más imperceptible
forma parte de un todo,
   y ese todo
nunca sería el mismo,
nos consuela pensar,
sin la nada que somos.

     No podemos pasar por alto algunos aspectos formales. Sorprende la precisión de los adjetivos cromáticos (mimosas amarillas, paisaje verde y ocres, cielo azul, nubes blancas, plumón blanco y rosa, “escala de dorados / ocres polífonos”… ) y una recurrencia de los elementos de la naturaleza (las hojas, el viento, los juncos, las mimosas, los lirios…). Esta sabia selección de elementos coadyuva a su vez a dotar al libro de una elegante y estremecedora belleza. Hay que referirse a las figuras retóricas que se advierten a menudo (“Agua que fluye y huye, canta y calma”) y a este cuarteto perfectamente construido: “Cubren con su amarillo las mimosas / el asfalto que pisas, amarillos / que de la rama al suelo, sin ser pluma, / sin ser nieve, descienden lentos, leves”. Otras veces, en un breve poema, con hipérbaton y metáfora aderezado, se ofrece una delicada imagen impresionista:

FLAMENCOS
Horadan el espejo
quieto de las salinas
los flamencos,
                        hundidas
las cabezas,
                   al aire
el plumón blanco y rosa.

No te detengas,
no interrumpas el cauce
de asfalto que te lleva.

Guarda para la noche esta luz.

     Si hay un aspecto que sobresale es este libro es sin duda la construcción de unos poemas depurados, rítmicos por su perfecta medida, clásicos en su decir.

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