PARTES DE UN TODO, Antonio Moreno
Nacen mis palabras
tras la relectura de Partes de un todo,
un libro de prosas poéticas llamado a perdurar. Tras leer “Derramador, 21” el
lector escritor de esta reseña reconoce los espacios que ha recorrido últimamente
en compañía del autor: el olmo viejo que sigue enfermo, la ermita encalada, el
campo algo más urbanizado… Todo quieto y en su lugar. Copio el siguiente texto,
porque contiene el sentido que el autor encuentra en el mundo:
“Mientras va cayendo el sol es bueno aprender
cada tarde a desprenderse, porque la vida perpetúa su propio orden y el cuerpo
es materia viva, como cuanto él percibe. (…) Sobra con este saberse. Ahondando
hasta descubrir que los sentidos y el pensamiento son el crepitar de las cosas
dentro de un escondido y silencioso fuego. Esto es cuanto siempre quise. Tan
solo esta conciencia en medio del mundo. El aire regenerador de noviembre, el
calmoso círculo de las estaciones en los campos. Y poco más”.
Como vemos, una mirada sensitiva ante el mundo
y una posterior reflexión serena son los postulados de los que parte el autor
para buscar un nuevo orden vital, pero reparemos en las recurrencias temáticas,
en esa pretensión de cifrar la vida en los instantes y en los pormenores, a
sabiendas de la derrota última.
Hay que dejar claro que el poeta nos cuenta su
vida, su verdad vivida; es un notario emocionado y contenido de los instantes
de plenitud. Antonio Moreno ha ido depurando su dicción al tiempo que ha ido
contándonos cómo sus días se alimentan de lecturas y caminos recorridos, es
decir, de vida.
Frente a la actitud más contemplativa de Alrededores, su primer libro de prosas
poéticas, advierto en el actual mayor reflexión y serenidad, y una idéntica precisión estilística. Veamos cómo
esa variedad temática se vincula la tradición clásica.
Unas veces el poeta, tras un paseo solitario
por la playa (el autor goza de la soledad, del silencio y de la armonía que la
naturaleza le proporciona), contempla los restos que tras un temporal van a
parar al mar, y cuenta lo que ve, al tiempo que compara, en la tradición más
nítidamente manriqueña, la vida con una colección de cosas que nos
pertenecieron y de las que inevitablemente deberemos desprendernos. En la
orilla, entre las conchas, están las partes de lo que un día fue todo. Este
tema, aunque desde otra perspectiva, ya fue tratado en poemarios anteriores, y
esta fidelidad a su mundo me lleva a pensar que el autor construye su obra
también como una parte de un todo, como un conjunto homogéneo.
Otras veces (“El don de la rosa”) insiste en la
rosa como símbolo de la fugacidad de la vida, pero Antonio Moreno lo sitúa en
su presente. Se trata de unas hojas secas caídas de un libro que ha escogido
con la intención de releerlo. Es una rosa común, no distinta de otras de la
pedanía de Maitino que le acaban de traer. El poeta no recuerda dónde ni cuándo
introdujo esas hojas en el libro, y la memoria parece perderse en el tiempo.
Hay un tema fundamental: la búsqueda, a través
de una actitud serena, de un nuevo orden vital. A esta idea se consagran no
pocos poemas. En “Antes de escribir”, asistimos a un planteamiento dual: por un
lado, el poeta ha recorrido calles, ha visitado claustros, ve la catedral y
decide sentarse en un banco al sol; por otro, reivindica una actitud más
reflexiva que dé razón a la existencia, una selección de quehaceres que
procuran sentido a la vida. Es decir, contemplación y reflexión unidas al
servicio de un ideal: “Todo es cuestión de restaurar los sentidos… Y realizar,
sentado en algunas de estas plazas, la amistosa sabiduría: el arte de dar en
soledad un orden propio al mundo”.
En “Las horas eternas” (una posible recreación
del tópico del “locus amoenus”), el poeta, el autor, el narrador (da lo mismo,
porque no existe la ficción del yo, sino que es el autor quien cuenta su
verdad) se adentra en la huerta de un amigo. En ese espacio, el paseante,
asombrado ante la intensidad del presente, afirma: “La vida eterna consiste
sólo en ésta que mira ahora”.
Pero todo ese afán del momento, del mediodía
guilleniano, del elogio de la plenitud del instante que se percibe como
milagro, está sintetizado en “Un orden de vivir”, texto que va encabezado con
citas de Gil de Biedma y Antonio Machado. El poeta contempla una vez más,
pasea, es un ser vivo y sensitivo en medio del paisaje: “Todo sigue su curso
año en año, y el que mira se acepta fugitivo en medio de tanta belleza… Bien
sabe que en el seto que ahora ve está lo que dura”.
Hay, por tanto, más que una visión elegíaca de
la vida, un descubrimiento de que la pérdida sirve para valorar serenamente los
motivos que jalonan una existencia. A veces –diría que en la mayoría de los
casos–, más que una actitud nostálgica y dolorida ante la pérdida, advertimos
un sentimiento celebratorio de la vida. Así, en “La imagen del tiempo muerto”,
afirma: “El recuerdo es el cedazo que criba el oro de la vida”. Y en otro
momento insiste: “No se esconde la vida en los proyectos ni en la palabra
futuro; su divino secreto no es más que la realidad presente”.
En este sentido, en el texto “La brevedad de la
vida”, la evocación, a través del sueño, del pasado es una proclamación de la
vida, una manera de justificar nuestra pertenencia a un espacio y a unas
gentes. Antonio Moreno selecciona motivos que nos recuerdan a Claudio Rodríguez
y a Jorge Guillén: “el quiebro repentino del pájaro en la jaula, el sol pródigo
sobre los tiestos y la ropa tendida, el azul de arriba, sobre las calles. Las
mismas realidades que le enseñan qué es la vida, qué irreal, qué intensa”. En ocasiones,
y con cierta recurrencia, nombra el sol en las tapias como muestra de la
plenitud del día.
Habría que insistir en esa sabiduría que la
vida ha ido depositando en el autor de estas prosas poéticas, que le lleva a
reconocerse en ese campo ilicitano que tan bien conoce y que tanto quiere el
autor, quien muestra su preferencia por el viaje cercano, breve e intenso, por
esa ilusión de caminar… (véase “El turista”).
Varios son los textos en los que se alude al
padre ausente: “Genealogía del autor” y “El cuaderno azul”, regalo del padre
que le sirve para rememorar su infancia. En “Diciembre de 1986” contempla la
casa que ya no le pertenece: “Los años han robado aquel fuego. Ya no camino
entre los pinos, ni huelo la resina. Mi padre lleva años muerto y la casa ya no
es nuestra. Pero todo está aquí, lo mismo que quien lo evoca, como dura el sol
sobre aquellas cosas. Todo está aquí”. No es, pues, una evocación nostálgica,
sino la serena asunción de las consecuencias del paso del tiempo. Algo
descreído se muestra en el poema titulado “La fe”, en la que alude a la
aceptación de la madurez, que no es otra cosa que acumular sabiduría y saber
desprenderse, pues, según el autor, “cesan las ambiciones porque todo está
aquí, vida y muerte enlazadas, sin creencias por ninguna de ellas”.
Nombro, por último, otros motivos que
justifican esa riqueza temática a la que me referí antes. En “Joven con
violonchelo”, entiende la música como una arquitectura sonora capaz de acabar
con el ruido y lo inarmónico, así como un ejercicio con el que afinar el
espíritu. En “Alzando la vista de un libro”, el poeta proclama la primacía de
la vida sobre el arte, al constatar que lee a intervalos mientras contempla la
mañana; y lee, dice, “para mirar más despacio”. En “Lectura” se cuestiona, en
una estampa de raigambre azoriniana, el destino último de sus palabras, y
afirma: “Sé que no vencerán el tiempo y la muerte como otros creyeron de las
suyas…”. Advierto en la “Estatuilla de terracota” un matiz nuevo en esa ya
comentada creencia de que en el presente está la esencia de la vida. Ahora, al
comprobar que una estatua puede romperse y reconstruirse –al contrario que la
vida–, proclama el poeta “la renovada eternidad de todo lo que existe, su
permanente principio”.
No procede concluir esta reseña sin mencionar
antes los aciertos estilísticos de este libro, con el que su autor demuestra
una vez más que la contención, la elegancia y la precisión son virtudes que
maneja decorosamente bien. La prosa de este libro fluye con un ritmo que hace
agradable su lectura. Habría que reparar en la belleza de algunos títulos de
los textos, en oraciones que son endecasílabos ensartados que en modo alguno
demoran la prosa. A eso hay que añadir una adjetivación sutil y ajustada, que
no abusa del cromatismo huero, sino que apunta más bien hacia lo sustantivo. El
dominio que demuestra de las perspectivas narrativas (el “yo”, el “tú”, que no
es más que un desdoblamiento del propio poeta, y la tercera persona que le
sirve para lograr un sutil distanciamiento de la materia tratada) requeriría un análisis más
pormenorizado.
Estas prosas poéticas y autobiográficas son, en
esencia, el diario vital y literario de su autor. Enriquecen y ordenan su vida.
Son su verdad.
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