martes, 10 de enero de 2017




ESTAR NO ESTANDO (UN VIAJE EXTREMEÑO),
Antonio Moreno

Si hay una afición en la que se reconozca desde siempre el autor de este libro es la de caminar: “En lo sucesivo al profesor le llamaremos el caminante, ya que él básicamente se ve como un hombre que camina (p.17)”. Caminar en el sentido más literal del término para mirarlo todo y contemplarlo todo, no únicamente para extraer y nutrirse del paisaje, sino para vaciarse en él, para ensimismarse, para retroalimentarse con el silencio. Las citas de César Simón y Cees Nooteboom que preceden a este magnífico libro (digámoslo ya, sin ambages) sugieren cierta connivencia con el espíritu andarín del caminante de “alados pasos” que es Antonio Moreno.
      El caminante mira y piensa y el lector ocasional que soy yo –y espero que usted– camina también con el autor y comparte con él algunas de sus reflexiones. Así que basta abrir Estar no estando para trasladarse a esas tierras extremeñas que tan sabiamente nos describe Antonio Moreno. Desde el principio anuncia que camina no para escribir su viaje sino para alejarse de sus quehaceres, para buscarse en el silencio y en la soledad de los campos de una región a la que se refiere como “el lugar de los silencios (p. 27)”. Hasta llegar al origen del viaje (Mérida), el autor cuenta de manera ordenada su camino: desde la sequedad hermosa de las montañas y cerros de Alicante, “donde un simple junco se cimbrea con la misma intensidad que todas las hojas de los bosques (p. 23)”, pasando por la Mancha donde “el nuevo sol estrena el día dorando los sotillos de pinos y las encinas de las arcillosas planicies de Albacete (p. 24)”, hasta llegar a Atocha, “un hervidero a cualquier hora (p. 25)”. El viaje transcurre por la conocida ruta de la Plata, hecho que le permite al autor rememorar pormenores de la cultura clásica, para concluir que todo viaje no es más que la “anábasis”, es decir, “la propia “expedición hacia el interior” de uno mismo. La contemplación del paisaje, observaciones puntuales sobre los pasajeros y algunas referencias a hechos históricos y literarios confieren amenidad a un estilo siempre elegante y preciso. El pensamiento del caminante enhebra el paisaje que describe, los hombres con los que se cruza, las situaciones que surgen, y todas sus reflexiones abarcan los asuntos más variados: son acertadas sus palabras cuando habla del lastre administrativo que atenaza a la educación, la difícil defensa de la singularidad del individuo ante la hegemonía de lo grupal y colectivo; es certera su afirmación de que hay más escritores que lectores cuando (p. 67) ve cómo algunos caminantes hacen anotaciones en sus cuadernos;  alude a la alta espiritualidad que hay en el gótico sencillo de un templo; se sorprende de la labor museística de Casiano Larios; se acuerda de don Quijote y piensa que “héroe es todo aquel que se entrega apasionadamente al camino y sus azares (p. 85); habla de la “invención” del tiempo (p. 109); frente a la tiranía del divertimento y la forzada alegría que exige la mentalidad de hoy, el caminante no reniega de la buena melancolía, esa que nace del centro de la dicha y anhela vivir en el sosiego (p. 123); valora los libros y el estilo de Josep Pla (p. 148); el carácter agrio de una hostelera le permite hacer un juicio puntual sobre la falta de afecto en el mundo (p. 196); opina sobre la poesía que llega cuando menos se la espera, y acerca de la inutilidad de su búsqueda (p. 199); alude a una caja de fotos que le entrega su madre para que con palabras adecuadas el escritor sea capaz de vencer al olvido (p. 222); no puede dejar de referirse a Juan Acevedo, un facundo personaje, torrencial, terrateniente y profesor universitario que le enseña sus fincas y cortijos (p. 247)… Las últimas páginas de este viaje que compartimos los lectores con el caminante-autor se cierran con una imagen que lo resume todo: igual que una simple alubia en un vaso crece y hunde sus raíces a un tiempo, así el caminante avanza y regresa a la raíz de su vida, a ciertos rasgos de su biografía compartida.
      Caminar, mirarlo todo, pensar, vaciarse en la escritura, este es el ciclo del viajero que no puede desligarse de su condición de escritor, de hombre que fija por escrito su experiencia de vivir. Los referentes culturales también indican un camino: Antonio Moreno ha buceado en los libros sapienciales, en el acervo insondable de la traición grecolatina y en los clásicos hispánicos. Cita a Séneca, Quevedo, Lucrecio (De rerum natura), “el vive oculto” de Epicúreo, el Génesis, el Eclesiastés, “el todo fluye” de Heráclito, el Hesíodo de Los trabajos y los días, Lorca, textos del Gilgamesh y del Mahabharata…: “En su niñez al caminante le impresionaron las recias historias de la Biblia. (…) Aquellas palabras (…) tenían tanta realidad como el sol. Traían el peso del destino. Escritas con sangre porque, en definitiva, proceden de la misma sangre (p. 52)”. La dimensión religiosa cobra presencia: el caminante gusta de visitar las iglesias y lugares sagrados, incluso pertenecería, de existir, a la Hermandad de los Templos Vacíos. El respeto guía sus pensamientos: “Acostumbrado como está a asistir nada más que a oficios de difuntos, al caminante le ha resultado [la misa] bien humorada y aun placentera. Discípulo de Lucrecio y de Horacio, corren por sus venas algunas gotas de sangre epicúrea, de modo que pertenece a la comunidad de lo que él mismo podría llamar los idiotas, es decir, el círculo de aquellos que no se ocupan de los asuntos públicos, sino de los personales. Porque eso es, ni más ni menos, lo que etimológicamente significa la palabra ‘idiota’, alguien demasiado ensimismado, sumido en la propia intimidad, al margen de las cuestiones del ágora (p. 98)”. Hay también alguna alusión a Un pueblecito: Riofrío de Ávila, de Azorín, con quien comulga el autor en ocasiones, y de quien toma para su libro el siguiente texto: “Hay un momento en la vida en que descubrimos que la imagen de la realidad es mejor que la realidad misma (p. 209)”.
      El libro ha de leerse desde el inicio, sencillamente porque el autor cuenta su viaje como fue. Viaje y autobiografía se suceden, como si al compás que camina, el autor regresara también a su pasado y a sí mismo: “Ha pensado que su viaje extremeño con frecuencia se ha convertido en un viaje tiempo atrás, a la infancia (p. 135)”; y más adelante afirma: “Y esta mañana de agua y barro siente el caminante que es hacia él a donde verdad camina (p. 155)”. No estamos ante uno de sus maravillosos libros de prosas poéticas (Alrededores o Partes de un todo), en los que se puede catar a nuestro antojo aquí y allá, sino ante un libro de viaje con ordenada sucesión cronológica. Asistimos a la llegada a Mérida, y el caminante, cansado de trenes, busca un lugar donde dormir. Hay momentos vacíos en los que duda de su presencia en un lugar y se pregunta “y ahora, ¿qué?”. Y entonces echa de menos a su mujer: “¿Qué mayor regalo, se dice a sí mismo, que estar a su lado cada día?”. El caminante recorre los lugares, repara en cuanto ve y rememora momentos de su pasado. Acaparan su atención los nombres de los pueblos, embalses, calles, los bares, los albergues, todo los lugares que hollan los pies del caminante. Desde Mérida se dirige a Aljucén; llega al embalse de Proserpina; va describiendo Alcuéscar conforme se aproxima, y nos revela algunas convicciones en el convento donde se aloja; se encamina a Valdesalor y luego, tras un breve trayecto en autobús, a Casar de Cáceres; hacia el embalse de Alcántara reivindica el sentido de caminar; en Grimaldo se detiene en la descripción del mundo antes de la amanecida; de camino a Carcaboso ha de regresar a recoger su bastón olvidado, un objeto imprescindible porque le marca el ritmo; y más tarde llega a Cáparra, siguiendo las indicaciones de Elena, una mujer que es capaz de dibujar detallados planos sin haber recorrido ningún camino, tan solo escuchando a los caminantes (p. 258); llega a Baños de Montemayor y el viaje extremeño está a punto de acabar. Es un momento clave, porque el caminante piensa que quizá todas las notas que ha ido tomando en su cuaderno azul puedan servir para un futuro libro, un libro que no imaginó –nos dice– cuando emprendió su viaje (p. 275-288).
     En lo que atañe a las cuestiones estilísticas, asistimos, como suele ser habitual en los libros de Antonio Moreno, a una perfecta conjunción de elegancia y precisión. El autor narrador, como ya se ha dicho, está atento a reflexionar a partir de cualquier objeto o situación, pero también es capaz de observar la maravilla de los detalles (esos “primores de los vulgar” azorinianos) y del prodigio de la naturaleza: “Cómo resplandece en esta hora del mundo, qué mansedumbre –siempre– en estos rincones anodinos tocados por la luz del mediodía (p. 62)”.  Convendría, no obstante, matizar lo dicho: el caminante no ofrece su visión detallista y aséptica del paisaje, sino más bien una visión humanizada, una mirada emocionada ante el asombro de cuanto ve e incluso juzga: “Por la ventana abierta se ven los goterones de un nuevo chubasco. El viento, que ha arreciado, empuja el agua, tejiéndola en oblicuas ringleras, como en esos cuadros de aquel pintor japonés, Hiroshige, que representan a unos cuantos hombres cruzando un puente bajo la lluvia. (…) Es muy hermoso (p. 94)”.  No en vano el entorno natural y el silencio de Extremadura subyugan al caminante: “Ya querría yo que los paisajes donde vivo estuviesen la mitad de bien conservados que éstos (p. 137)”. En ocasiones, aparece un humor sutil: véase la escena en la que el caminante declina compartir un melocotón con una frutera algo caballuna; o cuando se refiere al hombre que fuma Camel y aprieta en su mano una cajetilla, como si fuera un hombre del desierto que retiene la ilustración clásica con los dos dromedarios ante unas pirámides. Hay que dejar constancia de un cuidado vocabulario acorde con la realidad en la que el caminante se haya inmerso, ya pertenezcan al ámbito rural, botánico, arquitectónico o filosófico (albardín, tajamar, naumaquia, repullo, álabes, acedía, cazcarrias, valgan de ejemplo).
     Mientras voy acabando este comentario, pienso que su ideal del viajero quizá esté resumido en los tres versos de un poema de Nerval que el caminante comparte con su esposa: “Y me tiendo en la hierba y me escucho vivir, / y me dejo embriagar por el heno oloroso, / y me niego a pensar contemplando los cielos…”. Pienso también que he leído gran parte de este libro caminando a paso lento, y con la misma lentitud me he trasladado a mi infancia y primera juventud en Cabeza del Buey, Almorchón y el Monasterio de Belén, lugares próximos al embalse de Villanueva de la Serena, donde todo era puro, rural y salvaje, una parte de ese todo que es la hermosa Extremadura a la que nos lleva Antonio Moreno. Y de su mano el lector puede recorrer su propio camino y buscarse en lo leído, enriquecerse con su experiencia lectora y con la experiencia del viajero solitario: “La sensación de que no es más que un soplo de aire junto a la luz de los hechos cotidianos, un espíritu que deambula para dar testimonio de las cosas (p. 31)”.
     Acabado el libro, me reitero en lo que siempre he creído: que la literatura es algo así como un archivo sentimental y sapiencial de la humanidad. Este libro de Antonio Moreno es un ejemplo de emoción y sabiduría; es un libro de viaje y un libro de la memoria, un viaje por el mundo exterior y un viaje hacia el mundo interior;  es un libro donde cabe todo lo que el autor quiere que quepa una vez pasado por el tamiz de su mirada, sus sentimientos y sus reflexiones, una escritura siempre presidida por el alto compromiso moral de su autor. 

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