LAS PALABRAS, ESOS DIMINUTOS SERES VIVOS,
Julián Montesinos Ruiz
¿Se enseña eficazmente la
adquisición del léxico? Si tenemos en cuenta que un hablante culto maneja en
torno a unas 5.000 palabras (dejando aparte el léxico específico de su
especialidad profesional) y que un hablante común no supera las 2.000 palabras,
no estaría de más insistir, desde el ámbito educativo, en la idoneidad de
volver a exigir el conocimiento semántico de las palabras. No sin cierta
ironía, el lingüista Humberto López Morales, parafraseando al lingüista David
Crystal, afirmaba que la mayoría de las personas, que antes de comprar un nuevo
coche examinarían hasta sus más minúsculas características, ignoran la potencia
que se esconde bajo el capó de un diccionario.
La vida nueva de muchas palabras será azarosa y su existencia estará
marcada por muchos factores que las pondrán en circulación o las recluirán en
las celdas del olvido, quietas para siempre en un renglón del diccionario. Como
seres vivos que son, cuando las palabras se desarrollan por el uso de los
ciudadanos, su futuro depende de contingencias que ni ellas mismas pueden
prever. Es lícito que aspiren a una vida útil, pero lo peor que les puede
suceder a las palabras es tener una vida agitada, ese andar en boca de todos (y
en esto se parecen mucho a los humanos). Porque es cierto que hay palabras
comodines que sirven para cualquier situación (“cosa”, “hacer”, “pillar”,
“echar”) y otras que van emparejadas y se convierten en frases hechas que todo
el mundo usa hasta el hartazgo. Por eso, es conveniente no utilizar las
expresiones que tanto se repiten, pues se corre el riesgo de hablar mal y
abundar en lo consabido. ¿Por qué hay que decir reiteradamente “poner en valor”
en vez de “valorar”? ¿Por qué hay que oír hasta la saciedad que “yo (no) soy
mucho de” en vez de “prefiero o no me gusta”? ¿Por qué hay que escuchar hasta
el cansancio el socorrido “para nada” o “pilla un curso” (dixit la UMH) o “si
eres de App, descárgatela” (dixit el Banco Santander)? ¿Por qué hay que
utilizar solo un verbo para afirmar “echo la tarde, echo en el coche, echo la
basura”? ¿No hay otros? ¿Por qué abusan los políticos de la expresión “por
activa o por pasiva” cuando existen otras formas menos trilladas de hablar?
Conviene no olvidar que las palabras son como esas prendas guardadas en el
armario que a veces nos salvan cuando las rescatamos, porque añaden frescura y
novedad. Si consideramos que el arte de hablar y escribir bien consiste en la
variedad de sonidos, vocablos y estructuras sintácticas, coincidiremos en que
nada hay más zafio en el uso del idioma que la repetición de manera gregaria de
determinadas palabras y expresiones.
Y las palabras, como sus usuarios, también envejecen y es seguro que
ninguno de los dos salgan vivos de este circo. Algo de grima da reconocer que
en el reciente Diccionario de la Lengua Española, son muchas las palabras
(1.350 “fantasmas lexicográficos”) que han dejado de existir. Sin embargo, hay
vocablos que se resisten a desaparecer aun siendo conscientes de que los
hablantes apenas las liberan de las celdas del diccionario. Son esas “palabras
moribundas”, a las que con tanta sabiduría se han referido Álex Grijelmo y
Pilar García Mouton, con el propósito de sacarlas de la UCI léxica y darles una
segunda oportunidad. Con cuánta alegría leí que el restaurante de El Corte
Inglés se denomina “Las trébedes”; qué satisfacción cuando escuché a un locutor
de radio decir que “el extremo sacó del cornijal” para referirse a un córner;
qué sabor agridulce cuando oí que algunos políticos “cazcalean” porque no paran
de moverse y simulan que trabajan pero en realidad poco resuelven; o que en
Murcia se ha celebrado un “alboroque” tras finalizar una tarea o para agradecer
la asistencia a un sepelio.
Sé cierto que tenemos
pensamientos porque tenemos palabras. ¿O será al revés? Para dar una respuesta
coherente a esta pregunta hay que reconocer que es necesario aprender más
palabras, porque solo aumentando el caudal léxico, los hablantes podrán nombrar
con precisión la realidad exterior y el mundo interior, esto es, los conceptos,
los sentimientos, los objetos y las cosas. En este sentido, siguen siendo
válidas las palabras del profesor Miguel Caso, quien decía: “Es en el
aprendizaje del lenguaje (sic) en el que deben centrarse las clases, y no en el
conocimiento científico de un sistema de lengua… Manejar lo mejor posible ese
maravilloso instrumento de expresar nuestras ideas y nuestros sentimientos y de
comunicarnos con los demás, eso es lo que se debe enseñar”. En este sentido,
tengo claro que aprender palabras debiera ser una prioridad del sistema
educativo, precisamente ahora que se dan por sabidas tantas cosas y que se sabe
tan mal lo esencial. De lo contrario, quizá regresemos a ese momento primigenio
que describe Gabriel García Márquez al inicio de su novela más famosa: “El
mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
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