jueves, 22 de septiembre de 2016





DOCE MANERAS DE MIRAR EL AGUA, 
Julio Llamazares

La muerte de Domingo reúne a toda la familia. El deseo de que sus cenizas se esparzan en un pantano es el motivo que reúne a sus familiares. Hay un homenaje a un espacio, a una geografía de las montañas de León, un culto reverencial a un paisaje del que sus habitantes fueron expulsados como consecuencia de la construcción de un pantano que esconde en su fondo varios pueblos forzosamente abandonados (Ferreras, Vegamián, etc.). Los recuerdos conforman esta novela coral, pues son doce personajes quienes no solo evocan (siempre en primera persona) la vida del fallecido, sino que cuentan sus impresiones justo en el momento en que van a echar las cenizas.
Virginia resume su vida con Domingo durante los cuarenta y cinco años que han pasado juntos. Y muchos de ellos en el sur, adonde tuvieron que ir después de abandonar su pueblo porque iba a ser anegado por las aguas. Sumergido quedaron también los fallecidos, pero no los recuerdos, y mucho menos el de su hijo Valentín, muerto prematuramente. Las lápidas fueron selladas con hormigón para evitar que los cuerpos pudieran flotar algún día. Todos sus hijos van llegando al pantano de los pueblos sumergidos. Teresa, su hija, recuerda su vida, su pronto casamiento con Miguel, un hombre que habla con gratitud de su suegro, aun reconociendo que era un hombre parco en palabras y de escasas efusiones sentimentales. Susana, su primera nieta, lo describe como hombre tímido y en apariencia huraño, pero siempre generoso. Es la primera que apela a su abuelo: “Sabes que te quiero mucho y te prometo que vendré a traerte flores siempre que pueda a tu valle, que ya es el mío gracias a ti”. Raquel es una nieta que no se siente de ningún lugar, que vive en Madrid, pero reconoce que hay algo que le atrae de ese paisaje montañoso. Su discurso muestra rasgos poéticos: “Sangre de nieve y de bosques viejos, que es la que corre por las venas de mi madre y de mi abuela y la que corría por las del abuelo. Y que explica muchas cosas sobre él”. José Antonio, su hijo camarero residente en Barcelona, confiesa que siempre se preocupó por su padre a pesar de la distancia, y de quien valora mucho su integridad de campesino. Elena, su mujer, es crítica con ese “regodearse en el recuerdo y en el dolor”, con esa hilera de personas camino del embalse por un paisaje vacío. El resto de los personajes pone sobre el lienzo del abuelo su peculiar matiz cromático en forma de recuerdo. 
Llegué a este libro tras leer la crítica elogiosa de un importante crítico. También lo leí porque suelo seguir a ciertos escritores leoneses (algo debe de haber en esas tierras para que convivan escritores de tanta calidad) y porque siento cariño por una tierra en la que pasé mi juventud y donde se forjo gran parte de lo que soy, gracias entre otras cosas a un maravilloso profesor que conocí, Ángel García Aller. Llegué a este libro fundamentalmente porque sigo la obra multigenérica de Julio Llamazares, quien me sorprendió con sus primeros libros poéticos ­–La lentitud de los bueyes (1979)– y con la afamada novela La lluvia amarilla (1988), un muestra de esa novela poemática que luego ha ido abandonado en aras de un estilo más sobrio.
En cualquier caso, ha valido la pena leer esta serie de monólogos sucesivos en los que no hay un solo diálogo. Pero la anécdota es tan mínima que habría sido conveniente un tratamiento menor: un cuento extenso o una novela corta. Convertirla en novela ha sido un exceso.


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