LAS PALABRAS, ESOS DIMINUTOS SERES VIVOS
Julián Montesinos Ruiz
Ante la
pobreza léxica y los habituales errores lingüísticos que muestran algunos políticos
en campaña (la cansina repetición de sorpasso, las
muletillas de ‘por activa y por pasiva’, etc.) se hace necesario reflexionar
sobre la conveniencia de enseñar de manera más rigurosa la adquisición del léxico
y, de paso, reivindicar la importancia de una correcta expresión.
Si tenemos en cuenta que un hablante culto
maneja en torno a unas 5.000 palabras (dejando aparte el léxico específico de
su especialidad profesional) y que un hablante común no supera las 2.000
palabras, no estaría de más insistir, desde el ámbito educativo, en la
idoneidad de volver a exigir el aprendizaje de las palabras. No sin cierta ironía,
el lingüista Humberto López Morales, parafraseando al lingüista David Crystal, afirmaba
que la mayoría de las personas, que antes de comprar un nuevo coche
examinarían hasta sus más minúsculas características, ignoran la potencia que
se esconde bajo el capó de un diccionario.
Las palabras nacen pobres, dudando de su
posible existencia, sin más abrigo que unos caracteres de unión aleatoria y
arbitraria. Vienen al mundo como células caídas de orígenes diversos. La mayoría,
según aseguran los sabios de la RAE, son anglicismos, vocablos que designan
objetos y conceptos que inicialmente son nombrados en inglés y que acaban, por
extrañas combinaciones, siendo castellanizadas. En el último Diccionario de la Lengua Española se
incorporan nuevos anglicismos (“backstage”, aunque sería mejor decir “entre
bastidores” o atreverse con “plafondo”) y otras palabras amplían su significado
(“tableta”). Pero quizá la novedad más sobresaliente sea que de las 93.111
entradas, 19.000 americanismos
brillan con luz propia. Este crecimiento no es baladí si se entiende que el número
de usuarios del idioma crece con más fuerza allende el Atlántico, de donde
llegan propuestas léxicas tan acertadas como las siguientes: “basurita” (esa
suciedad que se mete en el ojo), “bicicletería” (establecimiento donde se venden
o reparan bicicletas) o “amigovio” (persona que mantiene con otra una relación
de menor compromiso formal que un noviazgo).
A tenor de lo leído, la vida nueva de muchas
palabras será azarosa, y su existencia estará marcada por muchos factores que las
pondrán en circulación o las recluirán en las celdas del olvido, quietas para
siempre en un renglón del diccionario. Como seres vivos que son, cuando las
palabras se desarrollan por el uso de los ciudadanos, su futuro depende de
contingencias que ni ellas mismas pueden prever. Es lícito que aspiren a una
vida útil, pero lo peor que les puede suceder a las palabras es tener una vida
agitada, ese andar en boca de todos (y en esto se parecen mucho a los humanos).
Porque es cierto que hay palabras comodines que sirven para cualquier situación
(“cosa”, “hacer”, “pillar”, “echar”) y otras que van emparejadas y se
convierten en frases hechas que todo el mundo usa hasta el hartazgo. Por eso,
es conveniente no utilizar las expresiones que tanto se repiten, pues se corre
el riesgo de hablar mal y abundar en lo consabido. ¿Por qué hay que decir
reiteradamente “poner en valor” en vez de “valorar”? ¿Por qué hay que oír hasta
la saciedad que “yo (no) soy mucho de” en vez de “prefiero o no me gusta”? ¿Por
qué hay que escuchar hasta el cansancio el socorrido “para nada” o “pilla un
curso” (dixit la UMH) o “si eres de
App, descárgatela” (dixit el Banco
Santander)? ¿Por qué hay que utilizar solo un verbo para afirmar “echo la
tarde, echo en el coche, echo la basura”? ¿No hay otros? Conviene no olvidar
que las palabras son como esas prendas guardadas en el armario que a veces nos
salvan cuando las rescatamos, porque añaden frescura y novedad. Si consideramos
que el arte de hablar y escribir bien consiste en la variedad de sonidos,
vocablos y estructuras sintácticas, coincidiremos en que nada hay más zafio en
el uso del idioma que la repetición de manera gregaria de determinadas palabras
y expresiones.
Y las palabras, como sus usuarios, también
envejecen y es seguro que ninguno de los dos saldrá vivo de este circo. Algo de
grima da reconocer que en el reciente Diccionario
de la Lengua Española, son muchas las palabras (1.350 “fantasmas lexicográficos”)
que han dejado de existir. Sin embargo, hay vocablos que se resisten a desaparecer
aun siendo conscientes de que los hablantes apenas las liberan de las celdas
del diccionario. Son esas “palabras moribundas”, a las que con tanta sabiduría
se han referido Álex Grijelmo y Pilar García Mouton, con el propósito de
sacarlas de la UCI léxica y darles una segunda oportunidad. Con cuánta alegría
leí que el restaurante de El Corte Inglés se denomina “Las trébedes”; qué
satisfacción cuando escuché a un locutor de radio decir que “el extremo sacó
del cornijal” para referirse a un córner; qué sabor agridulce cuando oí que
algunos políticos “cazcalean” porque no paran de moverse y simulan que trabajan
pero en realidad poco resuelven; o que en Murcia se ha celebrado un “alboroque”
tras finalizar una tarea o para agradecer la asistencia a un sepelio.
A veces sospecho que
tengo pensamientos porque tengo palabras. ¿O será al revés? Y para dar una
respuesta coherente a esta pregunta hay que reconocer que es necesario aprender
más palabras, porque solo aumentando el caudal léxico, los hablantes podrán
nombrar con precisión la realidad exterior y el mundo interior, esto es, los
conceptos, los sentimientos, los objetos y las cosas. En este sentido, siguen
siendo válidas las palabras del profesor Miguel Caso, quien decía: “Es en el
aprendizaje del lenguaje en el que deben centrarse las clases, y no en el
conocimiento científico de un sistema de lengua… Manejar lo mejor posible ese maravilloso
instrumento de expresar nuestras ideas y nuestros sentimientos y de
comunicarnos con los demás, eso es lo que se debe enseñar”. En este sentido, tengo claro que aprender palabras debiera ser una
prioridad del sistema educativo, precisamente ahora que se dan por sabidas
tantas cosas y que se sabe tan mal lo esencial. De lo contrario, quizá
regresemos a ese momento primigenio que describe Gabriel García Márquez al
inicio de su novela más famosa: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas
carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
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