LA LLAMA, Antonio Colinas
Hoy comienzo
a escribir como quien llora.
No de
rabia, o dolor, o pasión.
Comienzo
a escribir como quien llora
de
plenitud saciado,
como
quien lleva un mar dentro del pecho,
como si
el ojo contuviera toda
esa
inmensa colmena que es el firmamento
en su
breve pupila.
Me
enciendo por pasadas plenitudes
y por
estas presentes enmudezco.
Lloro
por tener cerca una mujer,
por el
agua de un monte
que
suena entre cipreses en un lugar de Grecia;
lloro
porque en los ojos de mi perro
hallo
la humanidad, por la arrebatadora
música
que quizá no merecemos,
por
dormir tantas noches en sosiego profundo
bajo el
icono y en su luz de oro,
y por
la mansedumbre de la vela,
que
solo es eso, llama.
Comienzo
a escribir, y también la escritura
llora,
porque respira y quema, porque pasa.
Qué
gran gozo sentirme
yo
mismo esa palabra que va ardiendo.
(Porque
yo también ardo y también paso.)
Contemplo
una llama muy quieta en la penumbra
de
suaves jardines,
a la
orilla de un mar calmo y antiguo,
y me
voy encendiendo con la dicha
de
saber que no existe otra verdad
que no
sea esa llama, es decir,
la del
amor que es don y que es condena.
Son
llamas las palabras y son llamas los ojos,
que
lloran sin llorar por el ser que yo fui
(aquel
fuego cansado que temblaba
junto a
otros jardines de otro mar)
y por
el ser que ahora está mirando
fijamente
una llama,
y que
es, en soledad, la llama más gozosa.
(De Libro de la
mansedumbre, 1997)
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