martes, 20 de mayo de 2014








EL CAUDAL, Antonio Moreno
(Colección Adonáis, Rialp, Madrid, 2014)

Aunque en la poesía de Antonio Moreno predomina una visión hímnica y celebratoria de la vida, quiero por esta vez compartir con los lectores unos poemas que se adentran en el dolor asumido ante la pérdida.
He dudado en copiar unos u otros poemas, porque son muchos los que me gustan. Les sugiero que relean “El color de la dicha”, “La ermita”, “Cuestiones esenciales para uno” y “Canción del caminante”. Esta enumeración es una invitación para que disfruten de un poemario llamado a perdurar.


ELEGÍA

          No poder

SER, ay, testigos del dolor ajeno,
y ver a quien queremos consumirse
a merced del estrago y de la merma.

Saber que el sufrimiento se abre paso
sin tregua en cada poro de la piel,
consciente de que es suya la victoria.

Haber de oír el llanto de los nuestros
y ver que no podemos hacer nada,
salvo tender la mano para dar

su amor, su compañía, su impotencia.


           En el día de la despedida

YA ves qué cosas: llueve. Es lo que pasa,
es lo que está pasando ahora: llueve.
Y parece mentira que suceda.

Que pueda suceder esto, la lluvia,
y el viento brusco y fresco que la anuncia.
Me parece increíble que aparezca;

que esté ocurriendo sin contar contigo,
al margen de tu vida, sin que acudas
a darles este don a tus macetas;

que pueda estar lloviendo sin tenerte
a nuestro lado, sin poder besarte
ni hablarte nunca más, aunque lo ansiemos.

Aún no creo que esto nos suceda.


           Por mi mal…

TU reloj y tu anillo, y los pendientes,
y una pulsera, envuelto todo en frágil
y rugoso papel de servilleta;

así de torpemente, como el dulce
que nuestra madre envuelve en su cocina
y nos lo da para que lo gustemos.

Qué absurdo ver que tu reloj funciona.
Qué pródiga esta vida: una vez más
tendremos que aprender a despedirnos.


              No obstante

NO obstante, existe para mí un consuelo:
saber que no tendrás que despedirte
ni de tus padres ni de tus hermanas,
ni –ya ves—de ninguno de nosotros;
ni siquiera del bueno de tu gato,
cada vez más decrépito, más seco;
saber que te ahorrarás los años fríos
de la vejez y todos sus adioses.
Tuviste lo mejor que da la vida.
Es éste ahora mi mejor consuelo.


             Ropa lavada

MIENTRAS tendíamos la ropa, Bárbara
ha señalado hacia una nube: “Mírala”.

Sí, yo también la he visto allá, muy blanca,
rizada y luminosa, gigantesca,
de arriba abajo plena de septiembre.

También la he visto allá, tras nuestras sábanas.
Y no sólo por mí. No sólo en mí.


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