POEMAS, Vicente Gallego
El Día del Padre, bien tempranito,
me fui con mi mujer caminando hasta el Cementerio Nuevo. Un paseo de dos horas
y pico, tiempo suficiente para oír en el reproductor una conferencia que
Vicente Gallego leyó hace ya tiempo en la Fundación Juan March. Y debo decir
que me encantó, no solo por las explicaciones que ofrecía sobre su propia obra
(en continúa evolución hasta encontrarse gravitando sobre un centro cada vez más
espiritual y esencial), sino por la lectura continuada de sus poemas, sin
comentarios previos ni intercalados. Era un continuo, como un salmo con
misterio. Tras finalizar la lectura, me llamó igualmente la atención la sabiduría
con que contestaba las preguntas, así como su reivindicación del valor de la
amistad, entre otras cuestiones.
Comparto con ustedes, dos
poemas que siempre han me gustado:
ESCUCHANDO LA MÚSICA SACRA DE VIVALDI
A Carlos Marzal y Felipe Benítez
Como
agua bendita,
como
santo rocío tras la noche de fiebre
lava
el alma esta música con su perdón sincero,
fluyente
arquitectura que en el aire vertebra
la
ilusión de otra vida
salvada
ya para gozar la gloria
de
un magnánimo dios.
De
lo terrestre naces,
del
metal y la cuerda, de la madera noble,
de
la humana garganta
que
estremecida firma la hora suya en el mundo;
y
sin embargo vuelas, gratitud hecha música,
evanescente
espíritu
que
en el viento construyes tu perdurable reino.
Si
algún eco de ti sonara en nuestra muerte...
En
mitad de la noche suenas hoy,
cadencioso
milagro, pura ofrenda de fe
en
honor de ese dios que no escucha tu ruego
o que escucha escondido, tras su silencio
oscuro,
la
demanda de luz con que el hombre lo abruma.
Y
si no existe un dios,
¿quién
inspira en tu canto tan cumplido consuelo,
extraña
melodía de blasfema belleza
que
a los hombres sugieres su condición divina,
para
qué sordo oído
--cuando
sea ya el nuestro desmemoria en el polvo--,
en
mitad de la muerte, orgullosa plegaria emocionada,
celebras
esa frágil plenitud
de
no sé qué verano o qué huérfana espuma
feliz
de
aquella ola
que
en la mañana fuimos?
(De
Santa deriva, Visor, 2002)
EL
SOÑADOR
a Antonio Cabrera
Una
noche dijiste, padre,
poniéndome
en la frente
un
fresco paño:
no
temas a los sueños.
Yo
volvía del mundo
más
real que conozco,
donde
afila
la
vida sus ultrajes.
¿Dónde
estabas cuando fui perseguido,
cuando
casi,
cuando
ya me tenían?
Un
alma tan menuda
y
ya en asedio.
Cuando
alzaron
esta
carne ensartada,
¿por
qué no me asistió
tu
brazo fuerte?
¿Por
qué no te acercaste a susurrarme
que
era todo un engaño
hasta
aquel escondido matadero?
Y
aunque hubieras logrado
llegar
aguas abajo hasta el profundo
lugar
de mi extravío
por
ahorrarme el mal sueño,
por
tenerme avisado,
¿cómo
hubiera podido yo creerte
que
no había razón para temer;
que
aquel cuerpo de duelo
me
dolía;
que
aquel pánico mudo
no
era el mío?
Quién
sabrá convencer al soñador
de
que está descansando,
si
de pronto
hace
pie en carne viva
sobre
una tierra dura
como
todas,
si
allí se ve despierto y abrumado
como
nunca lo estuvo.
En
mitad de la noche
me
ha llamado mi hijo:
volvía
de lo hondo;
traía
del viaje
en
las pupilas
un
pavor verdadero;
lloraba
amargamente
una
certeza.
Y
me vi repitiendo
--recordando
las tuyas, padre mío,
gustando
con mi lengua su congoja--
las
palabras más falsas:
no
temas a los sueños.
Cualquier
niño comprende
muy
pronto que esta vida
es
un doble trabajo,
y
siempre cierto:
galeras
con sol,
más
remo en el nublado.
En
esta casa, ahora,
duermen
tres,
y
siempre duermen solos.
El
que me llama padre,
la
que me dice amigo,
¿dónde
van cada noche
que
no sé defenderlos?
Las
tres banderas negras
y
oscuro el mar vinoso,
ya
acercan los buques
que
habrán de esperarnos.
Qué
solo el soñador:
el
que despierta
y
vuelve a despertar
nunca
sabe en qué orilla
de
este sueño tan vivo.
(De Si
temierais morir, Tusquets, 2008)
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