miércoles, 14 de agosto de 2024

 



BLANCURA, Jon Fosse



Creo que este va a ser el comentario más breve y difícil de cuantos he ido incorporando al diario de lecturas en el que se ha convertido mi blog. Abandonado mi propósito inicial de escribir alguna “reseña perdurable en el tiempo”, despacho mis lecturas con breves notas, sin más pretensiones.

Pero qué digo de Blancura, la “novela” del último premio Nobel de Literatura. Es la segunda obra que leo de este autor noruego y siento que la mente se me queda precisamente en blanco, pues solo acierto a decir que su estilo –que algunos críticos llaman envolvente por esos monólogos que consiguen abducir al lector– me recuerda algunas redacciones de mis mejores alumnos de instituto. ¡Qué barbaridad acabo de decir! ¿Será que no alcanzo a poner el foco en lo realmente importante? ¿Será que he hincar el diente a Septología, su obra cumbre? ¿Será…?

Veamos unos ejemplos de su reiterativa escritura: “Así que allí terminaba el camino forestal por el que me había metido, y en el que me había quedado atascado, más o menos al final del camino. Seguramente por eso sentía aquel miedo, porque se me había atascado el coche al final de un camino forestal, y allí, al final del camino, no había ningún sitio donde pudiera dar la vuelta” (p. 9).  Y en páginas posteriores comparte un profundo razonamiento: “Lo más probable era que hubiera pasado alguna casa. Y en esas casas por las que tengo que haber pasado seguro que vivía gente. Alguna en alguna de ellas. Porque si nadie viviera en esas casas, ¿para qué iba a haber una carretera? Por supuesto que había casas a lo largo de esa carretera por la que había ido hace un momento…” (p. 16). Y luego se critica la superficialidad de un best seller…

El inicio de la novela es enigmático y esperanzador: un hombre se sube en un coche y siente que ha de huir, huir de todo, y recorre kilómetros, se adentra en un camino hasta que el coche queda atascado en el barro y la nieve. A partir de ahí, el discurso –por momentos hipnótico, sugerente, pero siempre estilísticamente paupérrimo, muy alejado de esa calidad de página que debe exigírsele a un gran escritor– se adentra en ese proceso de búsqueda de Dios, en esa relación mística que a muchos escritores se les revela en cuanto alcanzan la primera madurez. Esta experiencia religiosa trascendente, desarrollada con la idea del camino, lo expresa así: “Quiero que haya un silencio total, quiero escuchar el silencio. Porque es el silencio donde puede oírse a Dios. Por lo menos así lo expresó alguien una vez, pero yo desde luego no oigo la voz de Dios, lo único que oigo es, en fin, la nada” (p. 66).

El personaje y el narrador coinciden en una voz reiterativa, que comparte sus dudas y sus reflexiones con los lectores, incluso su dificultad para nombrar ese proceso de acercamiento a la muerte: “Y de pronto no quedan más suspiros, solo queda la criatura brillante y resplandeciente que ilumina una nada que respira, que es la que ahora respiramos, desde su blancura”.

De lo dicho no ha de desprenderse una minusvaloración del original planteamiento de esta novela breve, sino más bien mi certeza de que el estilo de Jon Fosse no se aviene con mi ideal de escritura ni con mi gusto lector. Y no hay culpable en esta relación lectora. 

Que gocen otros de lo que yo no he sabido apreciar.

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