UNA HISTORIA PARTICULAR, Manuel Vicent
“La vida, como el violín, solo tiene cuatro cuerdas: naces, creces, te reproduces y mueres. Con estos mimbres se teje cada historia personal con toda una maraña de sueños y pasiones que el tiempo macera a medias con el azar”. Con este texto comienza Una historia particular, la última entrega del conocido escritor y periodista Manuel Vicent.
Aclaremos que no se trata de una novela, sino más bien de una crónica autobiográfica que da cuenta no solo del itinerario vital del autor sino de un contexto sociopolítico que abarca desde la posguerra hasta nuestros días.
Lo que a mi juicio destaca de esta suma de estampas es el pulso de la narración. Manuel Vicent demuestra que ha sido un testigo privilegiado de los sucesos acaecidos durante toda una vida dedicada a la escritura. Admiramos –y no es pretensión sintetizar aquí las variadas cuestiones que se tratan en el libro– la plasticidad estilística con la describe los campos de su casa situada cerca del Mediterráneo; sus correrías de joven; los destellos de humor que arrancan carcajadas al leer que un ratoncillo blanco fue amasado y horneado en la tahona de un amigo de su pueblo; el sentido epifánico de cada nuevo viaje que emprende; las influencias musicales francesas e italianas que tanto han acompañado su vida; las alusiones cinematográficas –no pasaremos por alto la confusión de Totó por Fredo cuando cita Cinema Paradiso–; las alusiones a la muerte del padre, a quien todo se perdona para acabar reconociendo que su muerte ha sido una liberación para el autor; el amor recíproco a todos sus perros –emotivo y simpático es el pasaje que dedica a Nela, a quien ya conocíamos por un artículo publicado en EL PAÍS… Y no podemos olvidar el magnífico capítulo 44, donde narra cómo aceptar la inexorable vejez.
Estas páginas no constituyen una novela al uso, ni una suma acertada de asuntos que ya recreó Manuel Vicent en otros libros anteriores, sino una crónica personal que se lee estupendamente.
Capítulo 44
Conducía mi coche por una carretera de Valencia de doble sentido y simplemente por una vez reprimí el impulso de adelantar al vehículo que me precedía. Pude haberlo hecho con suma facilidad, como tantas veces. Con solo apretar la suela del zapato, el coche habría salido disparado sin ningún peligro. Adelantar, siempre adelantar, era mi objetivo en todos los órdenes de la vida, pero en este viaje había decidido reducir la marcha para contemplar el paisaje. Por supuesto, otros coches que venían detrás me pedían paso, y yo experimentaba un placer hasta entonces desconocido al poner el intermitente hacia la derecha para facilitarles la maniobra de adelantamiento. Algunos camioneros me lo agradecían con el claxon, otros automovilistas me insultaban de viva voz por ir tan despacio, pero yo contemplaba el campo de girasoles, o la colina peinada de verde por el trigo en primavera, o sencillamente me quedaba absorto en mis pensamientos o conducía sin pensar en nada. Fue una sensación agradable, sin importancia, pero decidí aplicarla a la forma de vivir, hasta el punto de que mi vida se dividió en dos, antes y después de aquel viaje.
Esta experiencia me llevó a asumir que no pasaba nada si admitía que había escritores que iban delante, que tenían más éxito, más premios, más talento, más reconocimiento oficial, más medallas, academias y otros honores. Todos los días, al mirarme al espejo para afeitarme, hacía un acto de humildad. Empezaba por reconocer la destrucción de mi rostro. Era un viejo, sin más. Por todas partes la juventud constituía un glorioso paisaje que tenía que atravesar. Durante muchos años lo había hecho con cierto resentimiento, si bien al final acabé aceptándolo como un náufrago que llegaba todos los días a la orilla y se salvaba. Era evidente que mi tiempo había pasado, pero todos estos jóvenes querían llegar a viejos y yo ya había llegado. Aquel deleite que un día sentí en la carretera al no adelantar a los coches de peores marcas que me precedían era el mismo que sentía ahora cuando algún escritor joven me pedía paso y yo ponía el intermitente hacia la derecha e incluso bajaba el cristal de la ventanilla y sacaba la mano para indicarle que tenía la vía expedita. Y por nada del mundo se me hubiera ocurrido entrar en competición.
Esta agradable sensación de quedarse atrás la apliqué a la cultura. Había dejado de leer la última novedad que salía a las librerías. Por nada del mundo volvería a hacer un sacrificio parecido al de leer el Ulises de Joyce solo por poder decir que lo había leído. En principio me sentí liberado de tener que estar al corriente de lo que había que saber para opinar en las tertulias. Experimentaba un gusto secreto cuando me preguntaban por la novela de moda y decía que no la había leído o por la última película de éxito y decía que no la había visto. “Me he quedado en el cine negro y en la comedia americana”, repetía con sorna. Había vendido y regalado gran parte de mi biblioteca, que ahora se componía tan solo de doscientos volúmenes imprescindibles. En casa ya no entraba un libro más. Había decidido comenzar a releer todo lo que hasta entonces me había gustado. Los Ensayos de Montaigne fue el primer volumen que acudió al rescate. Al tomarlo en las manos, sentí que tenía un poso ganado por el tiempo. Volví a Crimen y castigo, a Guerra y paz, a Madame Bovary, a la Eneida, a las Odas de Horacio, y por ahí todo seguido hacia los libros de aventuras que me recordaban mi adolescencia, los de la colección Austral que me llevaban a la hamaca de los veranos de mi juventud. Saborear un vino viejo me daba el mismo gusto. A veces, al caer de la tarde, leía unos tercetos de la Divina Comedia con los labios húmedos de mi licor preferido.
Por otra parte, me sentía un ser analógico. Hacía ya tiempo que me había quedado atrás, a esta orilla del río digital. Me había convertido en un torpe que a cada hora reclamaba la ayuda de mi hija o de mis nietas para que me sacaran del atolladero en que me había metido con el ordenador al darle con el dedo a la tecla equivocada. Pero sabía que en esta parte del río había muchas cosas que aprender todavía de los perros, de los pájaros, de los insectos y de las nefastas pasiones de los humanos. Sentía una armonía interior al quedarme atrás, donde estaban las cuatro estaciones del año con sus flores y frutos.
Cuando la ansiedad me hacía sentir un fracasado o un escritor que no había llegado a la meta, para consolarme siempre recordaba lo que había dicho Borges: “Todos caminamos hacia el anonimato, solo que los mediocres llegan un poco antes”. En este estadio de mi vida cultivaba la amistad de unos seres que se tomaban la vejez con ironía, y los acompañaba en la conquista de pequeños placeres a los que tenían derecho. Nada de nostalgia, solo un poco de melancolía, como las gotas de angostura que impulsan hacia la perfección los martinis secos.
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