EL BUEN SUELO, José Luis Vidal
Querido José Luis:
¿Qué suelo pisas? ¿En qué paisajes descubres la emoción para seguir adelante e interpelarte como hombre que escribe poemas? Quizá la respuesta esté en algunos de los versos de tu último libro.
Me atrevería a decir que todos los que te acompañamos, conocemos tu trayectoria; sabemos que eres un poeta de largo recorrido que ha ido construyendo su mundo poético con admirable acierto. Citaré solamente tres libros que dan cuenta de tu profunda vocación: Señor de los balcones (2013), una antología poética a cargo de Antonio Moreno con poemas escritos entre 1991 y 2010; Caja oscura (2018), Premio Antonio Oliver Belmás; y Luz que regresa (2022).
Del que hablaremos ahora, me parece un poemario logrado. Y lo es por algunas cualidades que paso a exponer. En primer lugar, por el hondo tratamiento de los temas (la naturaleza sentida e interpretada, lo minúsculo esencial, lo esencial per se, el amor en sus diversas vertientes, los instantes de plenitud, lo transcendente, la visión metafísica de las cosas, cierta reflexión metaliteraria sobre el sentido del poema, y la conciencia de la finitud…), temas que están dispuestos con una estructura coherente y que dan cuenta del mundo que contemplas. En segundo lugar, El buen suelo es un libro conseguido por su perfección métrica, con un predominio de versos heptasílabos, pero también con un uso certero de alejandrinos (“Vida y muerte a la vez” ), endecasílabos (“Almendro en flor”) y eneasílabos (“En el yunque”), poemas a los que luego volveré. Y, en tercer lugar, es un libro en sazón por el depurado manejo del lenguaje, carente de todo brillo gratuito, pero con aciertos léxicos cuando nombras con exactitud realidades que pertenecen al campo semántico de la naturaleza; deslizas también, aunque ocasionalmente, alguna certera metáfora (“su dialecto de sal”, “Amo tu anhelo de raíz” ) y otros recursos que no conviene detallar en el breve espacio que disponemos.
Elegida esta forma epistolar, amigo José Luis, he decidido comentar tu libro de manera lineal para que dé cuenta de la lectura que he llevado a cabo.
El mundo está ahí afuera con la naturaleza en todo su esplendor y con lo minúsculo ofrecido para quienes sepan mirar como tú lo haces. Y ante esta inmensidad logras descifrar el asombro que la naturaleza viva –valga la redundancia– te sigue produciendo. Quizá yerre en mi exégesis, pero “Almendro en flor” –el primer poema del libro– es una reivindicación de tu fe en la vida, es un poema pórtico que irradia luz, precisamente ahora que te encuentras en esa encrucijada que supone la enigmática madurez. Desde tu soledad, admiras la plenitud de la naturaleza, cifrada en la explosión de belleza que es un almendro en flor. Y exclamas: ¡Cómo sus flores / hervían prietas en el lienzo azul!”.
En el poema “¿Y todo esto?” prevalece esa mirada admirativa ante la maravilla de todo cuanto existe:
¿Y todo esto
que se viste despacio,
indiferente a nuestros ojos,
para exhibirse libre,
sin un reproche,
cada mañana?
La belleza de la materia se convierte en metafísica en el poema, pues los versos son una realidad textual para acercarse a lo nuclear y transcendente. Así sucede en la serie “Matrioska”, donde los detalles se revisten de esencialidad, como si la existencia propia y colectiva fueran un milagro. Y cantas: “Cuanto puedo nombrar / se humilla tanto bajo el sol, / que parece imposible / su movimiento, insólita su ausencia. (…) Entro en la muchedumbre… / Me paro y todo adquiere / el talante de un sueño”. Tu mirada contemplativa capta un amanecer (así sucede en el poema homónimo) y consigues trasladar esa pureza inaprensible con versos de arte menor, muy presentes en todo el poemario, como si la métrica –que requiere una altísima exigencia, bien lo sabes– redundara también en una dicción más acendrada y esencial.
Me gustan las citas de tu libro. La primera, tomada de Vicente Aleixandre, es una muestra de gratitud: “Todo menos no nacer”. Leyendo tu poemario queda claro de cuánto nos privaríamos de no estar aquí y ahora. Y estas citas son pertinentes en la medida en que vinculan tus versos con una determinada concepción de la poesía muy cercana a la celebración de la vida. En este sentido, la cita que tomas del libro de Emerson, The poet, contribuye a trasladar la realidad al poema. Y así lo expresas: “Posó sus manos / siempre vacías / sobre las flores. // Prestó su oído / para las aves / de una en una. // Abrió sus ojos / de franco azul / a los barrancos”.
En esa línea –esencialidad, algún despistado hipérbaton y un estilo depurado– se insertan poemas con referencias clásicas. En “Sísifo” te sirves de la figura mitológica para ahondar en el sentido la vida. Y este poema enlaza con otro titulado “Anquises”, en el que se evidencia, serenamente, la conciencia de la finitud: “¿Cuánto cansancio / para dejarlo todo?”. Pero quiero leer “Sísifo”:
Vivir es una encargo.
Grava al cuerpo la carne,
al alma la memoria.
En ellos braman
dos agobiados bueyes.
El labrador los unce
y los empuja hasta la linde,
se vuelve, y otra vez.
Al caer la tarde
cuenta los surcos con los dedos
y repite la suma:
como si fuera una plegaria.
No puede obviarse la recurrencia de los bueyes, que forman parte de tu paisaje poético y que simbolizan –tal y como sucediera en algún poema tuyo y en otros hernandianos– el sacrificio inherente al hecho de vivir, y quizá también cierta aceptación.
Acto seguido compartes versos que son un acercamiento al misterio del amor. En ellos reconoces la imposibilidad –y quizá la impericia– de la palabra para expresar su inefable misterio:
El amor que ama
sin argumentos
no tiene rostro
ni nosotros virtud
que lo retenga.
No sirven mis palabras
para decirlo (“tú” o “yo”
serían una farsa,
“el alma” una licencia,
una obviedad “el cuerpo”).
Mi corazón, tu corazón
crecen con él,
pero no es nuestro.
Diría que también es un acto de amor la creación de un poema; es algo así como un obsequio, que requiere de un estado de consciencia máxima, necesario para plasmar con palabras nobles esa delicia. Y escribes: “Los poemas son amores / (…) ¿Qué han visto en mí / para confiarme / lo que yo nunca / sabré del todo?”.
En ocasiones tus poemas se adelgazan –se despojan sin temor– como si fueran haikus, con los que captas, con detallismo y delicadeza, instantes de plenitud. Con algún eco guilleniano en el poema titulado “Mediodía”, escribes que “La rosa absurda / se abre entre espinas…”, o que existe “Un gorrión en la fuente”, por ejemplo. Y te empeñas en captar la fugacidad de un instante hermoso. Dices: “Belleza es cuanto quiero / y palabras que alumbren / una pausa inflamada, / firme sobre la nieve”. Ante esa revelación, ante esa epifanía del presente, no olvidas la otra cara de todo lo que con gozo contemplas, y en “Fósforos” mencionas “una gaviota coja, / una sábana vieja, / una rosa pisada…”.
En la sección “Este horizonte” ofreces un conjunto de poemas que son el resultado de proyectar sobre la totalidad tu mirada abarcadora, casi panteísta, como si quisieras insistir en la caducidad de todo lo que existe:
Este horizonte
donde me siento
y la mirada vaga:
los desmayados sauces,
las adelfas rabiosas,
la coruscante agua.
¡Oh luz, no desfallezcas!
Cómo contigo
llega la paz,
huye mi cuerpo.
Poco después en el poema “Cénit” afirmas: “Tanto esplendor me abruma” (p. 39). Y frente a tanta luz, frente a tanta inmensidad inconmensurable, te entregas, consciente de tu frágil condición humana, a la heroica misión de descifrar el mundo, y reconoces que también la noche es parada necesaria:
La noche es una debilidad.
Los pinos no arden,
no se empecinan.
Los mirlos callan,
como borrones.
Los niños vuelan
hacia sus lechos.
El tiempo huye
como la liebre
libre del hombre. (hermosa aliteración…)
En la sección “Vida y muerte a la vez”, un extenso poema en cuartetos alejandrinos libres de rima, transmites la antítesis que existe entre el esplendor de la juventud –encarnado en tu hija Zálasa, a quien dedicas el poema– y la noble madurez de un hombre adulto –el poeta, el padre–, que atisba la vejez. Te centras en el amor, en el gozo de la vida y en el inevitable transcurrir del tiempo. Y escribes:
Atesoro vejez: una madura luz
noche tras noche ahorrada con fervoroso celo:
piedad y amor por quienes cerca –¡tú no los mires!–
están perdiendo todo frente a tus ojos vírgenes.
En la extensa sección titulada “Figuras sobre fondo oscuro”, abordas, entre otros asuntos, la idea de finitud. Los poemas se oscurecen, se alejan de la luz del mediodía y de la vida que emanan las cosas contempladas. Las figuras son entes animados e inanimados, nombras almendros, cigarros, y refieres añoranzas… Me centro en dos poemas que acaparan mi atención: en “Humivia”, palabra que el poeta granadino Antonio Carvajal creó para expresar el aroma que se goza tras la lluvia, porque de alguna manera plasmas la pureza de ese instante que eleva; y también en “Madre”, que es como un poema báculo donde el hijo poeta se apoya para salvar la vida compartida. Y escribes este emotivo poema:
Tu mano ajada
es de una niña
que no se duerme.
A tu lado, vigilo
por que no caigas
o te extravíes
entre recuerdos.
Y a ti me abrazo,
de nuevo el niño
que te paraba
junto a la puerta.
En la penúltima sección, y que da título al poemario, la materia viva deviene en metafísica. Diría que necesitas la certeza del suelo firme para mostrar tu agradecimiento por existir: ”Donde ya estoy / es el buen suelo”. En ese lugar existe la vida y también la que, metaliterariamente, creas con el poema. Así lo expresas: “Mi mano quieta / sobre el cuaderno / es otra hoja en blanco…”.
Estos poemas convergen en una esencialidad reconfortante. Es como si considerases que tu vida poética y personal están casi cumplidas, y haces recuento y hallas razones y poemas para seguir creyendo: “¡Oh vida extraordinaria y simple!”. Tal vez haya un “anhelo de raíz”, una sed de permanencia, precisamente ahora que todo fluye a su final. Nos dices: “La barca que me coge / arrió las velas, / plegó la redes / y soltó el ancla”. Y regresan las palabras esenciales (luz, voz, miedo, alma…) en los breves y últimos poemas de un libro, que cierras con un poema transcendente –“En el yunque”–, escrito en perfectos eneasílabos, esa medida que tanto gustaba a José Hierro, de quien tomas una cita referida al valor transformador de la alegría, ese impulso necesario para transitar por esa tierra yunque, de donde brotan tus versos:
Quisiera Dios, el sin un rostro,
que no se empañe mi conciencia
y no flaquee mi mansedumbre
ni el fuego de mi poco amor
si me hacen digno de la muerte
y de estar vivo una vez.
En el octubre de tu vida, querido José Luis Vidal, nos has regalado un libro que expresa la sagrada hermosura del mundo, de tu mundo.
Muchas gracias y que ojalá todos tengamos, como dice el poeta, una vida extraordinaria y simple.
Editorial: Renacimiento
Título: El buen suelo
Autor: José Luis Vidal
Primera edición: 2024
Páginas: 100
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