LA RUTA DE DON QUIJOTE, Azorín
Lo que me gusta de este libro es que en quince capítulos se centre en lo que para el escritor monovero es lo esencial: más lo quijotesco que lo cervantino; la mirada sobre el paisaje castellano, que tanto admiraron los noventayochistas; la visión austera de los pueblos, con especial insistencia en Argamasilla de Alba, lugar que pudiera ser –según Azorín– la cuna de Cervantes; la defensa de una literatura de viajes que se fija en los pormenores y en la plasticidad de las palabras, ese diamante que tan bien recuperaron los escritores de la generación del 98, con Antonio Machado y Miguel de Unamuno a la cabeza; los retratos atinados de algunos nobles de los pueblos que visita; y la descripción precisa de los paisajes gracias al uso de palabras, que están hoy en desuso, o que forman parte de ese amplio corpus de vocablos moribundos, tales como: “alfayate, mechinal, aljofifa, haciendo pleita, alcacel, allozo…”.
El objetivo que persigue el escritor lo expresa al final del capítulo primero titulado “La partida”:
¿Nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez sí, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano, el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados… Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro ídolo y nuestro espejo. Yo voy –con mi maleta de cartón y mi capa– a recorrer brevemente los lugares que él recorriera.
Cuando en 1905 Azorín publica este libro, ya era una autor reconocido como escritor de novelas (en 1902 había publicado La voluntad y Antonio Azorín en 2003) y como escritor de periódicos, pues La ruta de don Quijote es el encargo que el director de El Imparcial le hace para que recorra algunos de los lugares emblemáticos de la historia del hidalgo cervantino, con el fin de conmemorar el tercer centenario de la publicación de la primera parte del Quijote.
Cuando escribe el libro que nos ocupa, Juan Martínez Ruiz (Azorín, 1873-1967) era un escritor que había iniciado su cuestionada evolución ideológica, aunque siempre se mantuvo fiel –y eso es lo relevante– a su ideario narrativo: el de un escritor “puro, sencillo e intenso”, en palabras de Rubén Darío. Y aquí radica uno de los méritos de este librito que me recuerda los primeros años de estudiante universitario: el cuidado lenguaje y el rescate de ese léxico rural, cuyo uso se va perdiendo con los años. Como ejemplo de esa descripción minuciosa de los campos próximos a la Cueva de Montesinos, comparto el siguiente fragmento:
El cielo es luminoso, radiante; el aire es transparente, diáfano; la tierra es de un color grisáceo, negruzco. Y sobre las colinas sombrías, hoscas, los romeros, los tomillos, los lentiscos extienden su vegetación acerada, enhiesta; los chaparrales se dilatan en difusas manchas; y las carrascas, con sus troncos duros, rígidos, elevan su copas cenicientas, que destacan rotundas, enérgicas, en el añil intenso…”.
Me ha gustado regresar a un clásico vivo, aunque menor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario