viernes, 16 de junio de 2023

  

                POUHON, Antoine Stavelot






 


          LA CUIDADORA DE PALABRAS. 

          VIDA DE MARÍA MOLINER, 

          Alejandro Pedregosa 





 

Recuerdo perfectamente el momento en que comencé a coleccionar palabras. Era un muchacho de catorce años que estudiaba en un colegio de León. El profesor que impartía clases de Literatura se llamaba Ángel García Aller; le llamábamos el AGA y, como consecuencia de ello, todo se hizo en mí según su palabra. Durante los primeros días de clase, me llamó la atención el trabajo que nos mandó: “Crearéis un diccionario personal”. Eso nos dijo y empezó a nombrar algunas palabras que nosotros ignorábamos, tales como “gozne”, “alféizar”, “comisuras”. Desde entonces conservo en mi portátil un archivo que contiene miles de palabras que he ido coleccionando, aprendiendo y olvidando, y volviendo a escribir, aprender y olvidar. Cuando ingresé en la Universidad, trasladé mis libretas de vocabulario a una base de datos (FileMaker), que posteriormente me sirvieron para crear un archivo con el nombre de PALABRAS, que todavía sigue vivo.

Viene a cuento esta historia sobre mi amor por las palabras –que todavía trato de inculcar en mis alumnos–, porque hace unos días encontré en una biblioteca de Elche un libro cuyo título y portada llamaron poderosamente mi atención: La cuidadora de palabras. Vida de María Moliner, escrito por Alejandro Pedregosa y editado por la editorial gallega KalandraKa. Las guardas, la tipología de las letras, las ilustraciones de Virginia P. Ogalla y la calidad del papel hacen de este librito un objeto bello. Está claro que se trata de un libro divulgativo y demasiado breve, delicado y escrito con mucha sencillez. Tras su magnífico prólogo, se cuentan los hechos más significativos de una vida consagrada al estudio y a la familia.

         María Juana Moliner Ruiz nació en Paniza, un pueblo de Zaragoza, el 30 de marzo de 1900. Su padre, Enrique Moliner, fue un médico de ideas liberales que pronto se trasladó con su familia a Madrid. Con el tiempo, sus continuos viajes por América alimentan en él la posibilidad, posteriormente confirmada, de fijar su residencia en Argentina, donde permaneció tras crear otra familia. A la sazón, María Moliner era una joven que recibía una enseñanza basada en los principios y valores de la Institución Libre de Enseñanza. La imagen del padre quedó olvidada cuando decidió matricularse en la Facultad de Filosofía y Letras para estudiar Historia en la ciudad de Zaragoza. Allí trabajó en el Centro de Estudios superiores de Aragón, y elaboró un diccionario de voces aragonesas. Una vez aprobadas las oposiciones para el Cuerpo de Archiveros, se trasladó a la Universidad de Murcia, donde se convirtió en la primera mujer docente. Conoció al profesor de Física Fernando Ramón y Ferrando, con quien se casará y compartirá su vida hasta el final. Fijaron su residencia en Valencia porque su esposo obtuvo la cátedra de Física en esa ciudad; ella ocupó un puesto en el Archivo de Hacienda de esa misma ciudad. 

Por aquel entonces María Moliner se afanó en llevar a los pueblos las ideas de las Misiones Pedagógicas, en concreto, pretendió impulsar las bibliotecas rurales. Pero la guerra civil supuso para el matrimonio un profundo revés en sus aspiraciones profesionales, así como la aceptación de un exilio interior. Posteriormente, se trasladaron a Madrid y fijaron su residencia en la calle Don Quijote. Fue allí cuando sintió la necesidad de llevar a cabo su gran proyecto: crear un diccionario de uso del español. Durante dieciséis años, se dedicó exclusivamente a esa labor. En 1967 María Moliner publicó su Diccionario de uso del español, lo que provocó la admiración y el reconocimiento de Dámaso Alonso y Rafael Lapesa, entre otros, y también la indiferencia de muchos académicos, que posteriormente dificultaron su entrada en la RAE.  El 21 de enero de 1981 murió en Madrid.

         Este es, someramente expuesto, el itinerario vital de una mujer que desarrolló una empresa lexicográfica sin precedentes. En este mismo instante en que tecleo estas palabras, tengo a mi lado los dos volúmenes de su diccionario publicados por la editorial Gredos en 1981. Mi firma de entonces, que es la misma que sigo utilizando hoy, no oculta el mes ni el año en que adquirí esta obra: diciembre de 1981. Escribo esta fecha y revivo la tarde en que compré el diccionario en la librería Laos de Alicante, situada muy cerca de la plaza Gabriel Miró; y también me acuerdo de cuando compartí, en un instituto de Murcia, a finales de los años 80, un tiempo con uno de los nietos de María Moliner. Hoy me arrepiento de no haberle preguntado más cosas, cualquier información que ahora pudiera compartir con quien me lee.

Actualmente, sigo considerando la educación como el centro de mi vida. Y si soy profesor, se debe en gran parte a la magnífica labor que desempeñó mi admirado profesor, Ángel García Aller. Por eso, me incomoda que en la educación actual se pierda tanto tiempo en tareas insustanciales (burocracia, excesiva información transmitida digitalmente, reuniones y más reuniones ineficaces, enfoques didácticos que desprecian el saber útil, aulas en las que hay un exceso de inclusión/heterogeneidad –entiéndaseme bien–, lo que dificulta la enseñanza y el aprendizaje, …).  Frente a todo lo citado, habría que situar el conocimiento de la palabra y de los textos en el centro la enseñanza de la Lengua y la Literatura.  

Y antes de concluir este breve comentario, comparto unas palabras que el catedrático de literatura José Miguel Caso escribió hace ya mucho tiempo para reivindicar la enseñanza del léxico:

 

“...Pues bien, la única base posible de esa formación no es otra que la de enseñar lo mejor posible el manejo del lenguaje. Sólo él (léxico y sistema) capacita al muchacho para poder entender la realidad que tiene y va a tener ante sí 

         Es, pues, en el aprendizaje del lenguaje en el que deben centrarse las clases, y no en el conocimiento científico de un sistema de lengua que, además, dudo que sea científico... Manejar lo mejor posible ese maravilloso instrumento de expresar nuestras ideas y nuestros sentimientos y de comunicarnos con los demás, eso es lo que se debe enseñar. A ello contribuye la literatura, en tanto que textos modélicos”.

 

 

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