lunes, 13 de marzo de 2023

 

 

 


                LA PRIMERA AVENTURA, Emilio Gavilanes

 

Esta novela es una acertada recreación de la infancia, concretamente la de quienes rondamos los sesenta años. En la historia de la literatura española existen hermosísimos libros que explican la evocación de aquel tiempo al que Antonio Machado se refirió como el “sol de la infancia”. Esos días azules, embellecidos por el recuerdo inconscientemente falseado de los escritores, son el paraíso de donde mana el caudal literario. Y así sucede en esta novela de Emilio Gavilanes (Madrid, 1959), un escritor que en el año 2015 obtuvo el XII Premio Setenil al mejor libro de relatos por su libro Historia secreta del mundo. Autor prolífico, ha escrito obras de distintos géneros narrativos, entre las que destaca Breve enciclopedia de la infancia, una novela con la que consiguió en 2014 el XVI Premio Tiflos.

         La primera aventura (1991) se estructura en breves capítulos, en cuya sucesión se alternan breves textos narrativos con otros en los que los personajes dialogan para contarnos sus aventuras, juegos y travesuras infantiles, que unas veces rozan la crueldad y otras la delicadeza.

         Se trata de una novela que narra fielmente un mundo en el que los lectores adultos podrán verse reflejados, si bien muchas de las anécdotas que se cuentan (excursiones al campo, las peleas, el descubrimiento del amor, el maltrato de muchos animalillos…) serán poco menos que ejemplos de una arqueología del ocio con la que no conectarán los jóvenes lectores. Esta fue la primera novela que publicó Emilio Gavilanes, pero en ella puede apreciarse ya unas cualidades estilísticas dignas de elogio. Sirvan los siguientes textos para corroborar lo dicho.

 

“Los gorriones son animales muy inquietos. Todo agitación, nervios, movimiento. Los veías en una rama y al instante siguiente estaban en otra más alta. O más baja.  

Nosotros los perseguíamos con tiradores. Te ponías debajo del árbol, centrabas en la horquilla las plumas del pecho, tensabas las gomas y soltabas la piedra. A mí me   impresionaba la nada a que quedaba reducido un gorrión   muerto. Caía golpeándose con ramas y hojas, en línea recta, previsible, como una mera piedra” (p. 67).

 

“Cuanto más bajo eres, más cerca vives del suelo, porque es la cabeza la que establece esta proximidad, no los pies. 

El mejor suelo de tierra para cualquier juego es el de la primavera, o el del otoño, cuando está levemente húmedo. Es un suelo con una blandura y un color que exaltan, que incitan a correr sin motivo.

En invierno casi sólo se podía jugar con barro. No todos los barros eran de la misma calidad. El del campo y el de la plazoleta sólo valían para mancharse los zapatos. Pero el de la Zanja y el del Arroyo eran estupendos. Hacías figuras con ellos y ni te manchabas las manos. La figura más fácil de hacer es un tanque. Coges un trozo de barro y a fuerza de golpecitos contra la acera lo vas escuadrando hasta formar como una cajetilla de tabaco. Encima le pones otro prisma más pequeño, con un palo clavado que hace de cañón, y ya tienes el tanque. Pero como estaban blandos, no podías jugar mucho con ellos. Y si los dejabas secar se agrietaban y encogían y perdían brillo y elegancia. Mi ejercicio favorito con el barro era arrojarlo contra una pared. Cuanto mejor era el barro, con más fuerza se quedaba pegado. Había un misterioso placer en coger una bola, arrojarla desde lejos contra una pared, seguir la curva perfecta de su vuelo, oír el golpe de cachete y ver que se quedaba allí clavado” (p. 12).

 

“El olor de una alambrada oxidada” (p. 125).


“Mis animales preferidos eran las lagartijas, las arañas, las escolopendras, los grillos, las hormigas... Todos los que no hacen ruido cuando se les mata” (p. 137).

 

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