domingo, 18 de septiembre de 2022

 

 

 

 

                LA CARTUJA DE PARMA, Stendhal

 

 



 

 

DIARIO DE LECTURA / 439

 

No sé si el verano es el momento más adecuado para leer a los clásicos, pero lo cierto es que con los años vuelvo más a ellos con el fin de ir reduciendo la magnitud de la ignorancia que a todos nos acompaña durante nuestra vida lectora. También es mi manera de alejarme de esa tiranía mercantilista que nos obliga a leer los “demasiados libros” que contaminan los estantes de las librerías. El hecho es que he conseguido acabar La cartuja de Parma, de Stendhal, un escritor decimonónico francés, que por distintas razones nunca gozó de muchos lectores durante su cosmopolita vida.

         Contra mi inicial deseo, leí en primer lugar la introducción de Consuelo Berges, la reconocida defensora de Stendhal y una de las mejores traductoras de literatura francesa. En esas páginas se proporciona suficiente información para descubrir la importancia de esta novela. Concluye que el valor de Stendhal radica no solo en crear un fresco donde coinciden aspectos políticos y bélicos, sino sobre todo en considerar certeramente los sentimientos como motor de todas las acciones humanas. Berges afirma al respecto: “En toda su obra novelesca campea como primer protagonista el amor, tan explícitamente que sería tonto insistir en esto”. Y así es, porque basta seguir la relaciones entre los personajes principales para descubrir la transcendencia que tiene el amor en la vida de los protagonistas. Del joven y apuesto Fabricio se dice que “era uno de esos corazones de fabricación muy delicada que necesitan el afecto de quienes les rodean” (p. 84). Es tan sensible que se emociona ante todo lo que contenga belleza, ya la encuentre en la armonía de un paisaje, en una conmovedora melodía o en los ojos más hermosos.

Aunque se muestra una visión global de la época, sobresalen, como en todas las novelas realistas, unos personajes creíbles. Las pasiones de la corte sitúan a la duquesa Sansevieria, tía de Fabricio, en el centro en torno al que gira todo. Su espectacular belleza, no ajada a pesar de su reciente viudedad, sirve de reclamo para que el inteligente conde Mosca trame un ardid –casarla con un importante hombre de Parma– con el propósito inicial de que nadie sospeche de la relación entre ambos. Por su parte, los padres de Fabricio viven recluidos en los alrededores del lago de Como y llevan una existencia gris. Sansevieria siente una honda predilección por su sobrino, a quien llega a adorar. Así lo define Stendhal: “A su regreso de Francia, Fabricio le pareció  (…) como un extranjero muy guapo al que hubiera conocido mucho en otro tiempo. Si él hubiese hablado de amor, ella le habría amado” (p. 135). La posterior condición de religioso no impide a Fabricio verse inmerso en múltiples pasiones y situaciones escabrosas. El personaje se muestra indefenso ante la belleza, pero poco a poco va madurando y se preocupa por mantener limpia su conciencia. Sus atributos (la bondad, la alegría, la inteligencia) no solo provocan los celos del conde Mosca, sino la animadversión de otros personajes irrelevantes dispuestos a matarle. En esas circunstancia busca el consejo y el consuelo del viejo abate Blanès, un sacerdote a quien considera su mentor, una vez que su padre, el marqués del Dongo, y su primogénito, Ascanio del Dongo, llevaron a cabo la denuncia contra Fabricio por su ingenua defensa de Napoleón, hecho que condicionó toda su vida.

         La personalidad de Fabricio va adquiriendo matices quijotescos. Posee un alma impetuosa, al tiempo que limpia de odios y rencores hacia los demás: “Era una de esas almas raras para quienes representa un remordimiento eterno una acción generosa que pudieron realizar y que no realizaron” (p. 199). Se muestra enamoradizo, y lo es hasta tal punto que peligra la vida de arzobispo que su familia había previsto para él. Se queja de no haber sentido ni gozado del amor, pero se sabe frágil y deslumbrado ante la belleza. Cree sentir un amor juvenil hacia Aniken, atracción ante la dulcísima Marietta, fascinación por la atractiva cantante Fausta, por la belleza extraordinaria de la delicada Clelia (un personaje que es determinante en el desenlace final de la novela), y sobre todo por su tía, la inconmensurable Sanseverina, una hermosa mujer enamorada de su sobrino y capaz de tramar el modo en que Fabricio ha de escapar de la prisión donde se consume. El magnetismo que existe entre tía y sobrino no reduce el dolor que en determinados momentos sufre Sanseverina ante la inviabilidad de ese sentimiento amoroso. Así lo expresa ella: “¡Si yo tuviera la alfombra mágica –se dijo– para sacar a Fabricio de la ciudadela y refugiarme con él en algún país afortunado donde no pudieran perseguirnos! Por ejemplo, París” (p. 341). Sin embargo es Clelia, quien en el tramo final de la novela adquiere mayor protagonismo. Presionada por su ambicioso padre, el general Fabio Conti, para que se case con el más rico del lugar, el marqués Creszenci, vive sometida a las contradicciones que le dictan su corazón: adora al inestable Fabricio y rechaza la propuesta de su padre. Hermosas son las páginas en las que los jóvenes “conversan” mientras Fabricio permanece preso en la torre de Farnesio. Aunque todos desean que Fabricio escape de la torre, él valora la cercanía de Clelia hasta el punto de querer estar siempre a su lado, aunque eso suponga seguir privado de libertad. Solo la perseverancia de la duquesa Sanseverina y de Clelia harán que Fabricio se proponga huir: “El amante piensa más a menudo en llegar a su amada que el marido en guardar a su mujer; el preso piensa más a menudo en escaparse que el carcelero en cerrarle las puertas; por consiguiente, por grandes que sean los obstáculos, el amante y el preso tienen que lograr su empeño” (p. 394). El alma enamoradiza de Fabricio despierta de su letargo cuando, al predicar en una iglesia, descubre el rostro bellísimo de la joven Anetta Marini (p. 569), personaje que sirve para precipitar el desenlace de una novela que en las últimas páginas se resuelve de manera brusca.

Tanto la descripción de la campiña italiana como francesa refleja esa atención que los realistas sentían para situar con veracidad las coordenadas espacio temporales de sus obras, pero, logrado este aspecto, en Stendhal se advierte una delicada selección de elementos descriptivos que dotan a su estilo de gran elegancia. Si obviamos algunos pasajes en los que se entretienen en exceso con las explicaciones de diversos asuntos políticos y de personajes relevantes de los ejércitos, la obra se torna interesante y se lee con fluidez. Y es así porque una de las ideas que preside el quehacer literario de Stendhal es la búsqueda incansable de la claridad. Así escribe el propio autor a su admirado Balzac, el mayor defensor de La cartuja de Parma: “No veo más que una regla: ser claro (…). El estilo no será nunca demasiado claro, demasiado sencillo…” (p. 22).

Acabada la novela, uno salva la prosa psicológica de Stendhal y la capacidad para adentrarse en los sentimientos del ser humano, tal y como se advierte en el amor puro que sienten Fabricio y Clelia (pp. 518-519). Al mismo tiempo, al lector coetáneo pueden resultarles farragosos los pormenores sobre cuestiones dinásticas y las referencias políticas, aunque algunos consejos servirían para explicar la realidad de muchos gobiernos actuales: “¿Cómo no robar en un país donde el reconocimiento de los más grandes servicios no dura ni siquiera un mes?” (p. 495). O esta otra información sobre la conveniencia de alejarse de la política: “El hombre que se acerca a la corte compromete su felicidad, suponiendo que sea feliz, y en todo caso hace depender su porvenir de las intrigas” (p. 515).

         Por otra parte, sorprende que Stendhal abandone su condición de narrador objetivo y reafirme su condición de autor que participa en primera persona (p. 202 y 474) e interpela al lector, como si fuera el cronista omnisciente de una época y de una ciudad.

         Antes de finalizar este comentario, comparto un recuerdo. El ínclito crítico Ricardo Senabre acostumbraba en sus reseñas de ABC Cultural a concluir sus palabras indicando algunas erratas y algunos errores de expresión. He estado tentado de hacer lo mismo. Tan solo sugiero una concienzuda revisión. Mi ejemplar se publicó en 1993 en el sello Alianza Editorial.

 

Alianza Editorial, cuarta reimpresión (1994).

Título: La cartuja de Parma.

Autor: Stendhal.

 

 


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