martes, 21 de junio de 2022

 

 

 

 



                  TE LLAMARÉ TRISTEZA,  

                  Miguel Sánchez Robles

 

 

DIARIO DE LECTURAS /435

 

Este escrito no es ni quiere ser una reseña. Te llamaré Tristeza es una novela extraordinaria, dura, triste, poética, luminosa y con una original estructura. Así elogio un tipo de escritura que entronca con los ejemplos mayores de lo que la tradición filológica considera “novela lírica”, un marchamo que hace ya muchos años acuñó el ínclito Ricardo Gullón (La novela lírica, 1984) para hablar de las cualidades estilísticas de Azorín, Miró, Pérez de Ayala y Jarnés (aunque en esta nómina habría que incluir a Francisco Umbral, un autor a quien Miguel Sánchez Robles cita en reiteradas ocasiones por considerarlo también un creador de novelas impactantes, bellas y conmovedoras). Con esta referencia quiero destacar que el acierto mayor de Te llamaré Tristeza radica en la peculiar escritura de MSR, un escritor minoritario y de culto, que con cada premio está publicando su singular obra. La que nos ocupa ha recibido el XXIV Premio Tiflos de Novela, una distinción que le concedieron personalidades tan relevantes como Luis Mateo Díez, Manuel Longares, Ángel Basanta y Pilar Adón, entre otros. Con anterioridad, los miembros de prestigiosos certámenes también premiaron Nunca la vida es nuestra (Premio a la Creación Literaria de la Junta de Castilla y León, 2014), Donde empieza la nada (VI Premio de Novela Corta Diputación de Córdoba, 2007) y Algo pasa en el mundo (XXXI Premio Torrente Ballester 2019).

Por lo dicho, mi comentario se asemeja bastante a un panegírico con el que rindo homenaje a un autor que escribe como pocos lo hacen; un escritor que se sitúa en las antípodas de otros muchos que repiten fórmulas narrativas para entretener a los lectores con palabras, planteamientos, nudos y desenlaces. La obra de MSR (sus cuentos y poemas, mayormente) es el resultado de entender la literatura como un instrumento necesario para entender la vida (la suya y la de sus personajes), como un artilugio terapéutico que salva de no vivir en vano.

Leo Te llamaré Tristeza y siento el ansia de la joven protagonista (Tristeza) que busca sentido a una vida de arrabales y desamparo. Leo esta obra, organizada como una serie de textos intercambiables, y compruebo una vez más que es un ejemplo de novela construida con hermosas taraceas novelescas, tronquitos textuales en los que Tristeza habla de sí misma, de Nemo (su único amor, su esposo prematuramente muerto), de su querida abuela, de su padre (un funcionario heroinómano que destroza muchas vidas, incluida la propia), de su madre (esa mujer abnegada que es consciente del riesgo en que vive su hija), de Terko (un compañero de clase a quien todo le importa nada) y de un sinfín de desalmados que abusan y maltratan a Tristeza en el prostíbulo donde acaba y del que consigue salir. Hasta tal punto duele la sordidez y la dureza de esa experiencia vital de Tristeza que quizá no sea apta esta lectura para todo tipo de lectores: “Una prostituta es una flor pisada que lucha por sobrevivir” (p. 208). Pero en esa verdad reside la verosimilitud de la novela, es decir, en nombrar con crudeza una parte de un todo extraordinario.

Está claro que lo reflexivo predomina en una novela que desarrolla una trama nimia: Tristeza es una joven que vive en los suburbios físicos y vitales, su padre muere por sobredosis, convive con una madre que idolatra la “normalidad”, se siente perdida y acaba en un prostíbulo, donde conoce a Nemo, un joven profesor universitario que la salva y la abandona al morir muy joven. Y aunque el tono ensayístico y poético coincidan, no se trata de una obra de ideas, sino de imágenes y reflexiones recogidas en un discurso lúcido y poético con el que Tristeza interpreta las cosas sencillas de la vida una vez que las escribe en su cuaderno azul: “Me gustan esas personas que no van solo a su vida y se detienen un poco en la tuya y te regalan momentos. Hay un anciano con el pelo muy gris que se sienta en una silla plegable en la entrada del parque y te regala momentos” (p. 67).

Tristeza escribe su desdichado presente y ofrece imágenes de las personas que integran su mundo. De su madre dice: “Ella no quiere que yo lea. Quiere que busque un novio o me divierta jugando al baloncesto” (p. 32); “Mamá es dulce y asustadiza. Viene cargada de bolsas de supermercado. Está como muy delgada, como yo, y le han comenzado a salir en el rostro muchísimas arrugas de sufrir, de esas que surcan la cara a las esposas de los drogadictos. Mamá se esfuerza por hacer las mismas cosas que hace todo el mundo” (p. 28). Tristeza también se define a sí misma: “Esta muchacha pálida y callada que se mira al espejo y le escupe diciendo que a los locos nos gusta ser carcoma” (p. 46); “¡Actúen, envíen cartas por correo, escriban a una persona inventada, rompan cabinas telefónicas, tengan nitroglicevida, por favor! (p. 241). De Nemo alaba su cultura, su belleza, su saber estar, y llora su prematura ausencia que la condena de nuevo al desamor que siempre tuvo: “Tengo veinticinco años, ya estoy viuda y no tengo a nadie a quien poder abrazarme a su cuello llorando… Salgo a la calle y el cielo tiene un azul gastado” (p. 204); “Ahora estamos en su casa. Pone música preciosa que no he escuchado nunca. A veces hablamos y las palabras son como una luz que atraviesa a la misma vez nuestros dos cerebros. Dice que me besaría el pensamiento. Jura que ama ‘cada átomo de mi existencia’. Me da pudor y me pongo muy roja. No sabía que alguien pudiera ser así” (p. 202).

Tristeza comparte su desencanto de vivir con un tono poético que no ralentiza el ritmo narrativo: “Un pájaro es un milagro hecho con un pequeño trocito de carne y felicidad… Los veo volar como algo que arde y existe por sí mismo y me asombro de que estén ahí cada día. Los veo volar y siento como si Dios hubiese echado un puñado de colonia francesa al aire”(p. 31). También evoca a su amado marido: “Querido Nemo, si estuvieras aquí, si vivieras de nuevo, si te viera en otra vida, te llamaría Paul Eluard” (p. 257). Y como contrapunto, en contadas ocasiones inserta textos de un humor sarcástico que el lector agradece: “Me parece un rollo todo eso de ‘Eucalipto’ y Melibea. Lo he puesto así en un examen, ‘Eucalipto’ y Melibea. Lo he puesto por eso mismo, porque me parece un rollo brutal, inane y aburrido (…). Lo he puesto así y el profesor en clase lo lee en voz alta para que se partan todos de risa conmigo (…). Cree que me he equivocado y que todos se van a reír de mí. Pero nadie se parte de risa como él esperaba. El único que se parte de risa es él. Él solico, con una risa falsa muy cutre, muy tontita. Él, que ni siquiera ha sabido comprender que lo he puesto así porque me importa una mierda”  (p. 38).

Esta novela fragmentaria acaba convirtiéndose en un ejercicio terapéutico para radiografiar la vacía condición humana que ya analizara Cioran, un filósofo a quien Tristeza lee con devoción: “Casi nadie, en una ciudad entera, en países enteros, tiene la más remota idea de quién es Emile Cioran y eso me fascina. Cioran es como si no existiera para la multitud. Es solo para espíritus melancólicos” (p. 60). No menos importantes son las continuas referencias literarias, que contribuyen a perfilar la personalidad nihilista de la joven, así como su anhelo de encontrar palabras verdaderas en un mundo dominado por las apariencias y la inautenticidad. Tristeza, que reproduce mutatis mutandis el universo cultural del autor, cita a Bolaño, Sylvia Plath, Cortázar, Umbral, Kafka, Anna Harendt, Houellebecq… Es un personaje vive al límite, siente el poder de la palabra y reconoce el valor que esconden los libros: “Los libros consiguen que mi alma esté más tranquila y más llena, y las palabras que subrayo en ellos son las miguitas de pan que sirven para no perderme en el mundo” (p. 72). Especial relevancia adquieren al final las dos cartas que Tristeza se intercambia con un “Querido ángel secreto de mi vida” (p. 235), pues contribuyen a comprender su peculiar personalidad.

Este escrito, como dije al inicio, no pretende ser una reseña al uso, sino una invitación para aquellos que, hartos de leer libros siameses, se atrevan con una novela que araña el corazón y lo sana al mismo tiempo; y es, sobre todo, una reivindicación de un autor y de su peculiarísima escritura que salva tanto a quien la escribe como a quien la lee. Ojalá Te llamaré Tristeza tenga los lectores exigentes que merece.

 

 

 

 


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