LOS MISERABLES, Víctor Hugo
Siempre he creído que cuando un hombre corrige con educación a un niño está formando a un futuro hombre educado. Por el contrario, si un adulto reprende con arbitraria dureza el comportamiento de un joven, existen muchas posibilidades de que en el futuro sea también un hombre maleducado, incapaz de sentir la delicadeza suficiente para construir un mundo mejor.
Cuando explico esta novela realista a mis alumnas y alumnos, siempre les digo que, aparte de la variedad de temas que confluyen en Los Miserables, este maravilloso fresco de la sociedad decimonónica francesa puede resumirse (asumiendo la temeridad del intento) en unas pocas palabras: Los Miserables plantea el valor de la ejemplaridad y de la posible transformación de un hombre perdido en un hombre justo, que busca el bien y actúa con bondad. De eso trata este clásico vivo: del valor del ejemplo por encima del verba volant.
“Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los dos candelabros maquinalmente, con aire distraído.
–Ahora –dijo el obispo–, id en paz. A propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada solo con un picaporte, noche y día.
Luego, volviéndose hacia los gendarmes, les dijo:
–Señores, podéis retiraros.
Los gendarmes se alejaron.
Jean Valjean estaba como un hombre que va a desmayarse.
El obispo se aproximó a él y le dijo en voz baja:
–No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado.
Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, quedó suspenso. El obispo había subrayado estas palabras, al pronunciarlas.
Continuó el obispo con cierta solemnidad:
–Jean Valjean, hermano mío, ya no pertenecéis al mal sino al bien. Yo compro vuestra alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios”.
Capítulo XII (El obispo trabaja), Libro Primero, Primera Parte.
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