viernes, 6 de julio de 2018


 





AUTORRETRATO SIN MÍ, Fernando Aramburu

He aquí la autobiografía temática, fragmentaria, de un escritor, de un hombre que ha convertido la escritura y la conciencia moral en vías sobre las que recorrer una existencia coherente. Estos retazos biográficos son las partes dispersas de un puzzle que nunca se acaba, porque la suya –como la de todos– es una vida en marcha; son textos bellamente escritos, pequeñas semblanzas en prosa casi siempre poética. Embridado el sentimentalismo, ofrece recuerdos, opiniones e instantes desde la perspectiva del yo y también con la voz del "hombre aludido” que le acompaña, es decir, del Escritor que vive en el propio Fernando Aramburu.
      En el primer capítulo (“Su vida y la mía”) hace un sucinto recorrido de su vida. Unas veces se fija en un hecho del presente, esto es, en una foto que el escritor toma desde su casa a un viejo que camina y que tiempo después morirá. Otras recuerda el encuentro con una antigua novia que vuelve a ver en una presentación, lo que le permite reflexionar sobre las vidas imposibles. La evocación del padre es reiterada, un padre que se describe como un ejemplo de bondad (“Vuelta a casa”). También evoca a su madre: “Tienes belleza, carácter, orgullo, eres lista y no te arredra el trabajo. Pero has nacido en una mala época de España, en un pueblo de labradores donde no crece una brizna de cultura, en una familia numerosa y pobre” (p. 95). Alude en ocasiones a un modo de vida en el que cree y que le proporciona la paz necesaria para vivir. Valga “Horas de serenidad” como ejemplo de lo que decimos, esas horas antes del anochecer donde el autor se dedicada a la lectura y se siente feliz.
      El autor de Patria no evita aludir a la locura del terrorismo ni renuncia a proclamar su fe en el hombre. Así en “Imágenes de documental” escribe:

“¿Por qué le han disparado? Es que no era exactamente un hombre. A ver si nos entendemos. Era un objetivo, una legaña molesta en el ojo de una utopía.
       Aparece en la pantalla un funcionario del ayuntamiento accionando una manguera. El chorro potente arrastra la mancha colorada hacia el sumidero. La sangre y el agua se confunden formando una espuma levemente rosada.
      Secuencias después, la acera presenta un aspecto limpio. Los baldosines, mojados, relucientes, parecen nuevos. Por el lugar donde horas antes un hombre murió a tiros, donde se vació de sangre y dejó de golpes huérfanos y viuda, van y vienen como todos los días los transeúntes”.

      Hay enfoques y propuestas temáticas muy originales. Por ejemplo, el autor se pone y se quita el alma según convenga a los acontecimientos vitales, según la vida vaya rodando en uno u otro sentido. De niño, el alma es la alegría permanente; con los años el alma le acompaña en contadas ocasiones: 

“En este armario guardo mi alma. Entre camisas y pantalones cuelga, limpia y lanchada, de su percha. Por tratarse de una prenda valiosa la llevo conmigo solamente e ocasiones especiales. U alma es para toda la vida. Un alma no se arregla. Si se rompe, no hay otra. (…)  De niño, en cambio, no iba sin mi alma a ningún lado. Ni para dormir me la quitaba. La echaba a volar junto a los ángeles que surcaban en bandada el cielo de mi infancia. Me complacía columpiarme con ella en las campanas. Y, al caer la noche, se la enseñaba a Dios, que de tanto conversar conmigo me parecía un miembro más de mi familia” (p. 119).

       Igual sucede cuando el autor se ve en las alas de un mirlo y ve el mundo a través de otros ojos (p. 171). El escritor es también un hombre contemplativo, amante de la soledad, alguien a quien también le produce felicidad observar el cielo: 

“Invitado por el calor suave de la tarde, me he tendido en la hierba. Las manos cruzadas bajo la nuca hacen de almohada. Un pequeño manzano proyecta s sombra sobre mí. Busco con la vista fragmentos de cielo entre las hojas. (…) No descubro en el espacio que abarca mi mirada señales de actualidad. Estoy, simplemente, bajo el cielo azul de una tarde veraniega, en un lugar con hierba y un manzano”.

Reivindica su amor profundo a la lengua castellana, quizá una de las pocas pasiones que siguen existiendo para él: “Y de tanto morir sigues viva en tu perfil oral y en tu melena escrita que ondea a uno y otro lado del océano, dando rumbo a la experiencia comunicativa, a la imaginación y el canto de tantos que te servimos torpemente sin por ello dejar de venerarte, maravillosa lengua castellana, compañera del alma, compañera” (p. 123).
      Lo dicho, autobiografía revelada en pequeñas dosis, escritura limpia, elegante, sin pretenciosas florituras estilísticas ni desahogos sentimentales, una prosa eficaz, bella, de hondo transfondo ético. Un ejemplo de escritura.

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