sábado, 12 de mayo de 2018



 




EL COLECCIONISTA DE MOMENTOS, Quint Buchholz

Quint Buchholz nació en 1957 en Stolberg (Alemania). Creció en Stuttgart y estudió primero Historia del Arte y después Bellas Artes en Kunstakademie de Munich. Con su libro ilustrado Duerme bien, pequeño oso, consiguió un gran éxito internacional.
      A través de la amistad entre un pintor, Max, y un joven violinista, se plantea una reflexión sobre la capacidad de la pintura para detener en el espacio de un lienzo los momentos más intensos de la biografía sentimental y artística de un hombre. Se insiste en el poder sugeridor de las imágenes y en su interrelación con la música y texto literario para transmitir un mensaje global.
      La llegada de Max, un hombre acompañado con todos los utensilios requeridos para pintar, a un edificio en una isla innombrada es el punto de partida de una historia contada por un joven aficionado a la música. A través de su mirada estética, conoceremos los movimientos de Max, sus horas de intenso y lento trabajo, su negativa a que el joven vea inicialmente sus cuadros, sus fugaces viajes de destino desconocido, el mundo un tanto surrealista de los cuadros que al final Max ordena para que los disfrute el joven (elefantes de nieve, paquetes gigantes sobre praderas verdes, voladores vagones de circo, flautas movidas por globos aerostáticos...).
      Si con la llegada de un camión de mudanzas se abría algunas expectativas sobre la relación del pintor con su entorno, con la llegada al final de otro camión de mudanzas para recoger las pertenencias de Max se cierra un álbum ilustrado que tiene como finalidad establecer un interrelación entre la pintura, la literatura y la música, entendidas estas disciplinas como las más idóneas para “salvar del olvido” esas experiencias enriquecedoras que conforman cualquier vida. 


      
 Asistimos a una sencilla combinación de la tercera y de la primera persona en manos de un narrador omnisciente, encarnado en la persona del adulto profesor de violín que narra los días en que conoció a Max, un pintor, que el azar quiso que ocupara un piso de alquiler en el mismo inmueble en el que él vivía. Este narrador no sólo se limita a describirnos al personaje y sus movimientos, sino que en ocasiones se atreve a explicarnos el contenido de los cuadros, y es entonces cuando muestra un gran dominio literario: “Todo estaba pintado con exactitud... El azul frío de la nieve... o el amarillo brillante de las luces en la noche”.
      Se da la combinación de un estilo detallista e hiperrealista en la imagen con un estilo poético en lo textual: “En el cielo, el viento arrastraba pequeñas nubes blancas, traía la fragancia del agua salada”. El uso de la adjetivación responde también a este interés por la matización: “agua plateada, chirriantes peldaños, rojo oscuro, rubio pelo, oxidada pasarela...”. Un texto sugerente, en el que las imágenes ejercen una poderosa atracción. La plasticidad pictórica va en consonancia con el detallismo literario. Convendría, quizá, leerlo en voz alta, y hojearlo antes de leerlo. Como dice su autor: “Todo cuadro tiene que guardar un secreto. También para mí. Quizá otros puedan descubrir en mis cuadros más que yo mismo”. Aunque lo importante en la vida –afirma– sea coleccionar momentos y experiencias.





EL LIBRO DE LOS LIBROS, Quint Buchholz

Este libro es el resultado de la unión de textos e imágenes. Las ilustraciones pertenecen a Quint Buchholz, y los textos a diversos escritores de reconocido prestigio internacional. Quien los unió fue el editor Michael Krüger. Estamos ante un libro en el que se aborda un tema monográfico: el amor al libro y su sentido en el mundo. Escojo uno de Juan Marsé seguido de la ilustración que comenta:

“No sé qué suerte de inclemencia está cayendo a plomo sobre el paisaje. La carretera, con trazas y mañas de río, simula apacibles aguas cristalinas y se aleja bajo la llovizna. El esplendor de la hierba todavía no es más que una promesa bajo el cielo de mármol uniforme, sin mácula, sin una grieta de luz. Más allá de semejante atmósfera atribulada se esconden auroras radiantes y rosadas nubes de algodón. La lluvia impalpable pudo haber caído hace muchos días, o tal vez meses, y hasta podrí ser que aún no hubiese caído: podría estar parada en el aire, en suspenso. acechando la mansedumbre de la llanura, abrumando la senda que reluce y serpentea alejándose. En los pentagramas casi invisibles que sostienen los postes del telégrafo no se posan pájaros, ni corcheas ni palabras, y el asfalto espejea con tal porfía y pulcritud que no me extrañaría no llevara a parte alguna. Solamente la escritura abierta como una casita al borde del camino, y el velomotor parado ante ella, expectante y dócil, sugieren un vínculo afectivo, al compartir respectivamente una presencia y una ausencia: el fantasma de una voluntad ilustrada, doméstica e itinerante. Consustanciados libro y vehículo, refugio y sendero. Bajo este cielo desleído, en medio de tanto esplendor aplazado, la lectura frece cobijo”.




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