FRANCISCO UMBRAL en Elche
Estaba leyendo un libro
espléndido, una antología de la prosa umbraliana a cargo del ya fallecido
Miguel García–Posada (La rosa y el látigo,
Espasa Calpe, 1994), cuando el periodista gallego Manuel Jabois revelaba en
un periódico lo que ya era una certidumbre para muchos: que el padre que
Francisco Umbral (1932-2007) siempre buscó en vida tiene nombre y apellidos. Se
trata de un abogado cordobés, Alejandro Urrutia, quien durante su estancia en
Valladolid mantuvo una fugaz relación con la que sería la madre del escritor, Ana María
Pérez Martínez. Con el tiempo, la vida de Alejandro Urrutia se ordenaba en
torno a un matrimonio del que nacería el conocido poeta Leopoldo de Luis, cuyo
hijo, el también escritor Jorge Urrutia, ha dado fe de su vínculo familiar con
su tío (Francisco Umbral) y hermanastro de su padre.
Y mientras leía esta noticia, busqué entre mis
papeles un recorte de El Periódico de
Elche (1988), en el que se recogía la entrevista que le hice en El Huerto
del Cura al escritor vallisoletano. Y rápidamente me trasladé en el tiempo y vi
a un hombre alto con pelo largo y blanco, vestido con abrigo negro y bufanda roja,
acompañado por su esposa, María España. Me saludó y nos sentamos. Con la timidez
propia de la juventud puse encima de la mesa unos cuantos libros suyos leídos
por mí con fervor, libros subrayados, repletos de notas, con la idea de hablar
de su obra, de su escritura poemática, de sus temas recurrentes: la infancia como
arcadia, la juventud y su rebeldía intrínseca, su crónica personal de la
literatura y de la sociedad, el memorialismo, el erotismo con diversidad de
matices, la evocación de la muerte y cierto nihilismo, en fin esas cosas que
acaban siendo tópicos literarios. Umbral tenía una voz ronca, como si retumbase
en un sótano húmedo. Y a veces se quedaba en silencio y daba sorbos largos a un
vaso de tubo lleno de güisqui, mientras con la otra mano (inutilizada por
pegajosa) presionaba un plátano que se le escapaba entre los dedos. Esta es la
imagen que guardo. María España me miraba desde el extremo del sofá, mientras
Umbral disertaba sobre el valor del estilo y la necesidad de “matar al padre
literario” para afirmar la individualidad de quien se considera escritor. Quise
preguntarle sobre sus libros, pero tuve la sospecha de que era mejor dejarle
hablar, pues no hacía otra cosa que avanzarme el contenido de su inmediata conferencia,
un discurso trufado también de algunas barbaridades que el pudor me obligan a
omitir aquí y ahora. Desde entonces, he reflexionado sobre que la belleza de una obra
puede no corresponderse con la bonhomía de su autor, y viceversa. Y mucho
después he ido apreciando como una de las virtudes de los grandes escritores esa
congruente fusión entre vida y obra, esa plasmación coherente propia de quien
posee una inequívoca postura moral y ética ante la vida.
Tengo en mis manos las fichas de lecturas de los muchos libros que
empecé a leer en León (ciudad donde Umbral se inició en el periodismo), libros
que nunca más volveré a leer porque el tiempo apremia, y refreno mi deseo de
copiar algunas citas, algunos fucilazos de escritura que alumbran un estilo
propio y poético. Porque no tengo la menor duda de que he valorado y valoro mucho las
cualidades y aciertos de Umbral, hasta el punto de que el
ínclito crítico leonés Ricardo Gullón (defensor del marchamo “novela poemática”)
no habría dudado en incluirlo en la nómina de escritores que hacen de su estilo
una seña de identidad. Las palabras del propio Umbral no dejan la menor duda de
en qué tradición se ubica: “Mi formación fue fundamentalmente poética.
Frecuenté más a los líricos que a los prosistas. En todo caso, frecuenté a los
prosistas líricos. No me interesaron nunca las historias (todavía me pregunto
si soy novelista). De una novela me interesaba ante todo el estilo, y luego los
ambientes, los climas, las ciudades, los paisajes […]. La segunda explicación
[…] es que, efectivamente, en mí hay un fondo lírico insobornable, y que mi
órgano de comprender el mundo es la antena delgada del poeta más que la lupa
gorda de Balzac”.
Quiero compartir un texto de Mortal
y rosa, acaso uno de sus mejores libros (así opinan Pere Gimferrer y Miguel
García-Posada, entre otros), para poner fin a este comentario:
“El niño en la prisión blanca de la
clínica, en manos del dolor, manipulado, pinchado, dolorido, el niño entre los
niños que sufren. Han entrado en la vida por el túnel amarillo de la
enfermedad. El niño, mi niño, está ahí, sufriente, enfrentado a un miedo, a una
magnitud superior, y lo llevan en alas blancas y sucias, lo traen en camas
duras y sonoras. Me resisto a amar una creación donde los niños son torturados,
escribió el francés, y yo recuerdo siempre, y lo repito, cuando el niño sufre.
La creación siniestra y mayúscula, doliendo en la carne de un niño. El
encarnizamiento inútil de la vida contra la vida. Cogido en las fauces del
dolor, mirado de cerca por la muerte, al niño se le rompen los ojos en
cristales, se le ahuesan las manos, perdida su calidad de flores, y le viene la
blancura inhumana del terror. El universo es una geometría inútil, una
matemática obstinada y loca, que se cumple ciegamente, que se demuestra a sí
misma vanamente, y en todo este juego de fuerzas ociosas hay siempre un niño
que sufre, una víctima. El dolor de los niños, el dolor de las plantas, el
dolor de las bestias. Qué tres dolores insufribles. El niño sufre como las
bestias y como las plantas. Dando vagidos y perfume. La clínica es un corredor
verde donde el dolor se hace razonable por un momento. La ciencia ha
racionalizado el dolor en una medida discreta, y de eso se envanece. El
universo, la creación, prodigiosa máquina de errores, sistema perfecto y
cerrado de equivocaciones, es un gran absurdo que equivale a una gran razón.
Funciona. Funciona con el dolor y la muerte de los niños, lubricado de sangre
niña y fresca. Me llevo al niño, dolorido y lánguido, lejos del gran absurdo
organizado, a nuestro pequeño rincón de sinrazones, al cubil de la ternura.
Viene aterido de miedo, perplejo de frío, y empieza a poner orden -su orden cálido
y anárquico- en las cosas.
Ahora
tengo al niño entre los niños enfermos, en el pabellón de las sombras por donde
un pequeño saltamontes humano, niño roto e inquieto, o una niña destrozada por
un automóvil, con su sueño de manzana pisada, bullen y mueren. Tengo al hijo
pendiente de esa salud que gotea, de esa gota de suero, de luz, de vida. En
torno de su silencio, el dolor del pueblo, madres jóvenes y oscuras como montes
calcinados, hombres como pájaros hambrientos, de graznido triste, el fondo del
mundo, el hondón de la existencia, la verdad pueril y desoladora de la vida.
Niños
que sufren, niños que mueren, madres con los ojos pardos como lobas del pueblo,
algo que gotea vida o muerte. Y nada más. Zumba el dolor en patios interiores,
pasan mujeres con palanganas en la mano, orinan los niños su tristeza y huele
el mundo a herida infectada.
He
ido, con el hijo en brazos, llevados de la velocidad, hasta estrellarnos contra
el fondo del silencio. Era como la visualización de nuestro destino. Ahora lo tengo
aquí, enfermo siempre, mirando por la muerte, y su gloria es el dolor de otros
niños, el débil varillaje humano pinchando las esquinas de un lienzo pobre.
La
mano pura que sabe crear colores de la nada, el loto infantil y breve que pinta
el día con luces nuevas, cae ahora herido, con una aguja en su vena más fina,
en una inmensa clínica de hierro donde los platos humeantes de muerte van
solos, en multitud, por ascensores lentos, y la sangre que ya no es de nadie,
anónima y sagrada, sueña formas de serpiente debajo de las lágrimas crueles. Me
quedan los colores que ha creado el niño, oros enigmáticos de un Universo que
se ignora a sí mismo”.
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