lunes, 9 de marzo de 2015





FRANCISCO UMBRAL en Elche

Estaba leyendo un libro espléndido, una antología de la prosa umbraliana a cargo del ya fallecido Miguel García–Posada (La rosa y el látigo, Espasa Calpe, 1994), cuando el periodista gallego Manuel Jabois revelaba en un periódico lo que ya era una certidumbre para muchos: que el padre que Francisco Umbral (1932-2007) siempre buscó en vida tiene nombre y apellidos. Se trata de un abogado cordobés, Alejandro Urrutia, quien durante su estancia en Valladolid mantuvo una fugaz relación con la que sería la madre del escritor, Ana María Pérez Martínez. Con el tiempo, la vida de Alejandro Urrutia se ordenaba en torno a un matrimonio del que nacería el conocido poeta Leopoldo de Luis, cuyo hijo, el también escritor Jorge Urrutia, ha dado fe de su vínculo familiar con su tío (Francisco Umbral) y hermanastro de su padre.
Y mientras leía esta noticia, busqué entre mis papeles un recorte de El Periódico de Elche (1988), en el que se recogía la entrevista que le hice en El Huerto del Cura al escritor vallisoletano. Y rápidamente me trasladé en el tiempo y vi a un hombre alto con pelo largo y blanco, vestido con abrigo negro y bufanda roja, acompañado por su esposa, María España. Me saludó y nos sentamos. Con la timidez propia de la juventud puse encima de la mesa unos cuantos libros suyos leídos por mí con fervor, libros subrayados, repletos de notas, con la idea de hablar de su obra, de su escritura poemática, de sus temas recurrentes: la infancia como arcadia, la juventud y su rebeldía intrínseca, su crónica personal de la literatura y de la sociedad, el memorialismo, el erotismo con diversidad de matices, la evocación de la muerte y cierto nihilismo, en fin esas cosas que acaban siendo tópicos literarios. Umbral tenía una voz ronca, como si retumbase en un sótano húmedo. Y a veces se quedaba en silencio y daba sorbos largos a un vaso de tubo lleno de güisqui, mientras con la otra mano (inutilizada por pegajosa) presionaba un plátano que se le escapaba entre los dedos. Esta es la imagen que guardo. María España me miraba desde el extremo del sofá, mientras Umbral disertaba sobre el valor del estilo y la necesidad de “matar al padre literario” para afirmar la individualidad de quien se considera escritor. Quise preguntarle sobre sus libros, pero tuve la sospecha de que era mejor dejarle hablar, pues no hacía otra cosa que avanzarme el contenido de su inmediata conferencia, un discurso trufado también de algunas barbaridades que el pudor me obligan a omitir aquí y ahora. Desde entonces, he reflexionado sobre que la belleza de una obra puede no corresponderse con la bonhomía de su autor, y viceversa. Y mucho después he ido apreciando como una de las virtudes de los grandes escritores esa congruente fusión entre vida y obra, esa plasmación coherente propia de quien posee una inequívoca postura moral y ética ante la vida.
Tengo en mis manos las fichas de lecturas de los muchos libros que empecé a leer en León (ciudad donde Umbral se inició en el periodismo), libros que nunca más volveré a leer porque el tiempo apremia, y refreno mi deseo de copiar algunas citas, algunos fucilazos de escritura que alumbran un estilo propio y poético. Porque no tengo la menor duda de que he valorado y valoro mucho las cualidades y aciertos de Umbral, hasta el punto de que el ínclito crítico leonés Ricardo Gullón (defensor del marchamo “novela poemática”) no habría dudado en incluirlo en la nómina de escritores que hacen de su estilo una seña de identidad. Las palabras del propio Umbral no dejan la menor duda de en qué tradición se ubica: “Mi formación fue fundamentalmente poética. Frecuenté más a los líricos que a los prosistas. En todo caso, frecuenté a los prosistas líricos. No me interesaron nunca las historias (todavía me pregunto si soy novelista). De una novela me interesaba ante todo el estilo, y luego los ambientes, los climas, las ciudades, los paisajes […]. La segunda explicación […] es que, efectivamente, en mí hay un fondo lírico insobornable, y que mi órgano de comprender el mundo es la antena delgada del poeta más que la lupa gorda de Balzac”.
Quiero compartir un texto de Mortal y rosa, acaso uno de sus mejores libros (así opinan Pere Gimferrer y Miguel García-Posada, entre otros), para poner fin a este comentario:

“El niño en la prisión blanca de la clínica, en manos del dolor, manipulado, pinchado, dolorido, el niño entre los niños que sufren. Han entrado en la vida por el túnel amarillo de la enfermedad. El niño, mi niño, está ahí, sufriente, enfrentado a un miedo, a una magnitud superior, y lo llevan en alas blancas y sucias, lo traen en camas duras y sonoras. Me resisto a amar una creación donde los niños son torturados, escribió el francés, y yo recuerdo siempre, y lo repito, cuando el niño sufre. La creación siniestra y mayúscula, doliendo en la carne de un niño. El encarnizamiento inútil de la vida contra la vida. Cogido en las fauces del dolor, mirado de cerca por la muerte, al niño se le rompen los ojos en cristales, se le ahuesan las manos, perdida su calidad de flores, y le viene la blancura inhumana del terror. El universo es una geometría inútil, una matemática obstinada y loca, que se cumple ciegamente, que se demuestra a sí misma vanamente, y en todo este juego de fuerzas ociosas hay siempre un niño que sufre, una víctima. El dolor de los niños, el dolor de las plantas, el dolor de las bestias. Qué tres dolores insufribles. El niño sufre como las bestias y como las plantas. Dando vagidos y perfume. La clínica es un corredor verde donde el dolor se hace razonable por un momento. La ciencia ha racionalizado el dolor en una medida discreta, y de eso se envanece. El universo, la creación, prodigiosa máquina de errores, sistema perfecto y cerrado de equivocaciones, es un gran absurdo que equivale a una gran razón. Funciona. Funciona con el dolor y la muerte de los niños, lubricado de sangre niña y fresca. Me llevo al niño, dolorido y lánguido, lejos del gran absurdo organizado, a nuestro pequeño rincón de sinrazones, al cubil de la ternura. Viene aterido de miedo, perplejo de frío, y empieza a poner orden -su orden cálido y anárquico- en las cosas.
Ahora tengo al niño entre los niños enfermos, en el pabellón de las sombras por donde un pequeño saltamontes humano, niño roto e inquieto, o una niña destrozada por un automóvil, con su sueño de manzana pisada, bullen y mueren. Tengo al hijo pendiente de esa salud que gotea, de esa gota de suero, de luz, de vida. En torno de su silencio, el dolor del pueblo, madres jóvenes y oscuras como montes calcinados, hombres como pájaros hambrientos, de graznido triste, el fondo del mundo, el hondón de la existencia, la verdad pueril y desoladora de la vida.
Niños que sufren, niños que mueren, madres con los ojos pardos como lobas del pueblo, algo que gotea vida o muerte. Y nada más. Zumba el dolor en patios interiores, pasan mujeres con palanganas en la mano, orinan los niños su tristeza y huele el mundo a herida infectada.
He ido, con el hijo en brazos, llevados de la velocidad, hasta estrellarnos contra el fondo del silencio. Era como la visualización de nuestro destino. Ahora lo tengo aquí, enfermo siempre, mirando por la muerte, y su gloria es el dolor de otros niños, el débil varillaje humano pinchando las esquinas de un lienzo pobre.
La mano pura que sabe crear colores de la nada, el loto infantil y breve que pinta el día con luces nuevas, cae ahora herido, con una aguja en su vena más fina, en una inmensa clínica de hierro donde los platos humeantes de muerte van solos, en multitud, por ascensores lentos, y la sangre que ya no es de nadie, anónima y sagrada, sueña formas de serpiente debajo de las lágrimas crueles. Me quedan los colores que ha creado el niño, oros enigmáticos de un Universo que se ignora a sí mismo”.



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