LAS PALABRAS, ESOS DIMINUTOS SERES VIVOS
Julián
Montesinos
La reciente publicación del
nuevo Diccionario de la Lengua Española (23ª
edición) es una oportunidad para
reflexionar sobre la conveniencia de enseñar de manera más rigurosa la
adquisición del léxico. Si tenemos en cuenta que un hablante culto maneja en
torno a unas 5.000 palabras (dejando aparte el léxico específico de su
especialidad profesional) y que un hablante común no supera las 2.000 palabras,
no estaría de más insistir, desde el ámbito educativo, en la idoneidad de volver
a exigir el aprendizaje de las palabras. No sin cierta ironía, el lingüista
Humberto López Morales, parafraseando al lingüista David Crystal, afirmaba que la mayoría de las
personas, que antes de comprar un nuevo coche examinarían hasta sus más minúsculas
características, ignoran la potencia que se esconde bajo el capó de un
diccionario.
Las palabras nacen pobres, dudando de su posible existencia, sin más
abrigo que unos caracteres de unión aleatoria y arbitraria. Vienen al mundo
como células caídas de orígenes diversos. La mayoría, según aseguran los sabios
de la RAE, son anglicismos, vocablos que designan objetos y conceptos que
inicialmente son nombrados en inglés y que acaban, por extrañas combinaciones,
siendo castellanizadas. En el último Diccionario
de la Lengua Española se incorporan nuevos anglicismos (“backstage”, aunque
sería mejor decir “entre bastidores” o atreverse con “plafondo”) y otras palabras
amplían su significado (“tableta”). Pero quizá la novedad más sobresaliente sea
que de las 93.111 entradas, 19.000
americanismos brillan con luz propia. Este crecimiento no es baladí si se
entiende que el número de usuarios del idioma crece con más fuerza allende el
Atlántico, de donde llegan propuestas léxicas tan acertadas como las
siguientes: “basurita” (esa suciedad que se mete en el ojo), “bicicletería”
(establecimiento donde se venden o reparan bicicletas) o “amigovio” (persona
que mantiene con otra una relación de menor compromiso formal que un noviazgo).
A tenor de lo leído, la vida nueva de muchas palabras será azarosa,
y su existencia estará marcada por muchos factores que las pondrán en circulación
o las recluirán en las celdas del olvido, quietas para siempre en un renglón
del diccionario. Como seres vivos que son, cuando las palabras se desarrollan por
el uso de los ciudadanos, su futuro depende de contingencias que ni ellas
mismas pueden prever. Es lícito que aspiren a una vida útil, pero lo peor que
les puede suceder a las palabras es tener una vida agitada, ese andar en boca
de todos (y en esto se parecen mucho a los humanos). Porque es cierto que hay
palabras comodines que sirven para cualquier situación (“cosa”, “hacer”, “pillar”,
“echar”) y otras que van emparejadas y se convierten en frases hechas que todo
el mundo usa hasta el hartazgo. Por eso, es conveniente no utilizar las
expresiones que tanto se repiten, pues se corre el riesgo de hablar mal y
abundar en lo consabido. ¿Por qué hay que decir reiteradamente “poner en valor”
en vez de “valorar”? ¿Por qué hay que oír hasta la saciedad que “yo (no) soy
mucho de” en vez de “prefiero o no me gusta”? ¿Por qué hay que escuchar hasta
el cansancio el socorrido “para nada” o “pilla un curso” (dixit la UMH) o “si eres de App, descárgatela” (dixit el Banco Santander)? ¿Por qué hay
que utilizar solo un verbo para afirmar “echo la tarde, echo en el coche, echo
la basura”? ¿No hay otros? Conviene no olvidar que las palabras son como esas
prendas guardadas en el armario que a veces nos salvan cuando las rescatamos,
porque añaden frescura y novedad. Si consideramos que el arte de hablar y
escribir bien consiste en la variedad de sonidos, vocablos y estructuras sintácticas,
coincidiremos en que nada hay más zafio en el uso del idioma que la repetición
de manera gregaria de determinadas palabras y expresiones.
Y las palabras, como sus usuarios, también envejecen y es seguro que
ninguno de los dos saldrá vivo de este circo. Algo de grima da reconocer que en
el reciente Diccionario de la Lengua Española,
son muchas las palabras (1.350 “fantasmas lexicográficos”) que han dejado
de existir. Sin embargo, hay vocablos que se resisten a desaparecer aun siendo
conscientes de que los hablantes apenas las liberan de las celdas del diccionario.
Son esas “palabras moribundas”, a las que con tanta sabiduría se han referido Álex
Grijelmo y Pilar García Mouton, con el propósito de sacarlas de la UCI léxica y
darles una segunda oportunidad. Con cuánta alegría leí que el restaurante de El
Corte Inglés se denomina “Las trébedes”; qué satisfacción cuando escuché a un
locutor de radio decir que “el extremo sacó del cornijal” para referirse a un córner;
qué sabor agridulce cuando oí que algunos políticos “cazcalean” porque no paran
de moverse y simulan que trabajan pero en realidad poco resuelven; o que en
Murcia se ha celebrado un “alboroque” tras finalizar una tarea o para agradecer
la asistencia a un sepelio.
A veces sospecho que tengo
pensamientos porque tengo palabras. ¿O será al revés? Y para dar una respuesta
coherente a esta pregunta hay que reconocer que es necesario aprender más
palabras, porque solo aumentando el caudal léxico, los hablantes podrán nombrar
con precisión la realidad exterior y el mundo interior, esto es, los conceptos,
los sentimientos, los objetos y las cosas. En este sentido, siguen siendo válidas
las palabras del profesor Miguel Caso, quien decía: “Es en el aprendizaje del
lenguaje en el que deben centrarse las clases, y no en el conocimiento científico
de un sistema de lengua… Manejar lo mejor
posible ese maravilloso instrumento de expresar nuestras ideas y nuestros
sentimientos y de comunicarnos con los demás, eso es lo que se debe enseñar”. En este
sentido, tengo claro que aprender palabras debiera ser una prioridad del
sistema educativo, precisamente ahora que se dan por sabidas tantas cosas y que
se sabe tan mal lo esencial. De lo contrario, quizá regresemos a ese momento
primigenio que describe Gabriel García Márquez al inicio de su novela más
famosa: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
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