MONÓLOGOS
DEL JARDÍN, Ángel L. Prieto de Paula
Traigo
a este espacio algunas de las lecturas que han revoloteado durante un tiempo en
mi cabeza y que al final han conseguido hacer nido, de manera que, al sentirme
en deuda por lo aprendido, muestro mi agradecimiento con estas breves palabras.
El ínclito
profesor Ángel L. Prieto de Paula reúne en este libro los artículos que fueron
publicados en el suplemento Artes y Letras del diario INFORMACIÓN, de Alicante.
A mi juicio, el rasgo predominante de estos textos de deliciosa lectura es la
presencia de referencias culturales, hasta tal punto es así que no hay párrafo
en el que el autor no argumente su punto de vista con una cita, ya sea
literaria, musical o filosófica. Considera que por encima del valor de la
literatura (pone en cuestión la visión bibliocéntrica del mundo que defendía
Borges) prevalece la vida y la callada observación de la naturaleza (en sintonía
con los clásicos y con poetas contemporáneos como Antonio Cabrera). Fustiga
algunas medidas legislativas que han provocado la desaparición de la literatura
de los planes de estudio, al tiempo que desgrana atinados comentarios sobre
libros, escritores y cualquier asunto. Bastaría leer con atención el índice
(hermosos y sugerentes títulos) para hacerse una idea de esta temática miscelánea
a la que me refiero y de la que sería muy prolijo dar cuenta aquí.
Como
botón de muestra, les copio a continuación un artículo, quizá el más novelesco.
La huella en el cemento
¿Quién me contó esta historia? Ni siquiera puedo
recordarla bien, pero refiero lo poco que de ella he podido retener, a ver si
alguien se hace cargo de su autoría. Ocurrió cuando estaban aún calientes las
cenizas de la guerra civil. El padre de mi protagonista, agricultor con
veleidades de albañil, encementó el suelo de la vivienda. No eran tiempos de mármoles,
ni siquiera de terrazos; sino de tierra apelmazada en el suelo, y de olor a
pimentón y a tripas de cerdo en las tiendas de ultramarinos. Cuando su padre se
había retirado un par de pasos para observar, ufano, la nueva superficie, el niño
puso el pie en el cemento tierno del vestíbulo, igual que el analfabeto cuando
firma con una cruz una citación administrativa. Lo hizo sabiendo que pecaba, y
esperando un probable pescozón de su progenitor. Pero el padre no sólo no le
recriminó su chiquillada, sino que ni siquiera alisó con la paleta la huella
que el chaval había dejado en el cemento. Allí quedó, indeleble, la marca de su
sandalia: un treinta y cinco mal medido que secó pronto, testimonio fósil de un
pasado que, tiempo después, el ex niño resumiría en una estampa de pie breve,
letrina con pozo ciego en el corral y una bombilla de cuarenta vatios para
espantar apenas la oscuridad de la posguerra. Aquel niño creció con la ayuda de
la leche en polvo de los americanos, y hubo de marchar lejos, donde estudió con
aprovechamiento, se quemó las cejas emborronando papeles, consiguió una cátedra
después de mucho curriculear y alcanzó cierto reconocimiento en el mundo de las
letras.
Cuando sus padres
murieron, dejó de ir al pueblo, adonde sólo había regresado alguna Navidad.
Pero como las cosas humanas no sean eternas, Cervantes "dixit", un día
poco jubiloso le llegó la jubilación. No había terminado de sacar los papeles
del despacho cuando ya estaba metiendo precipitadamente los suyos un rampante
auxiliar de cátedra, que antaño lo había jurado fidelidad eterna. Sin oficio y
con magro beneficio, un extraño reconcomio lo empujó al lugar de la niñez.
Pocos en el pueblo hubieran visto en su retorno una similitud con la vuelta a Ítaca
de Odiseo, ni siquiera con la más cercana del Azorín de "La voluntad"
a la Yecla de sus pecados. Nuestro hombre aparcó el coche en la plaza del
pueblo, sacó de él unos bultos y se dirigió a la casa de sus mayores con el
paso apresurado y la cabeza baja, para no tener que ver su vejez en el rostro
de sus antiguos compañeros de pupitre. Una vez que atravesó el umbral,
entrecerró los ojos y puso su zapato sobre esa señal inmisericorde del pasado:
el pie del hombre sobrepasaba con mucho la huella que se mantenía, terca como
una acusación, en el suelo que encementó su padre. Cualquier que lo hubiera
visto lo habría notado: en un instante toda su vida se le echó de golpe sobre
el pestorejo.
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