miércoles, 12 de noviembre de 2014








MONÓLOGOS DEL JARDÍN, Ángel L. Prieto de Paula

Traigo a este espacio algunas de las lecturas que han revoloteado durante un tiempo en mi cabeza y que al final han conseguido hacer nido, de manera que, al sentirme en deuda por lo aprendido, muestro mi agradecimiento con estas breves palabras.
El ínclito profesor Ángel L. Prieto de Paula reúne en este libro los artículos que fueron publicados en el suplemento Artes y Letras del diario INFORMACIÓN, de Alicante. A mi juicio, el rasgo predominante de estos textos de deliciosa lectura es la presencia de referencias culturales, hasta tal punto es así que no hay párrafo en el que el autor no argumente su punto de vista con una cita, ya sea literaria, musical o filosófica. Considera que por encima del valor de la literatura (pone en cuestión la visión bibliocéntrica del mundo que defendía Borges) prevalece la vida y la callada observación de la naturaleza (en sintonía con los clásicos y con poetas contemporáneos como Antonio Cabrera). Fustiga algunas medidas legislativas que han provocado la desaparición de la literatura de los planes de estudio, al tiempo que desgrana atinados comentarios sobre libros, escritores y cualquier asunto. Bastaría leer con atención el índice (hermosos y sugerentes títulos) para hacerse una idea de esta temática miscelánea a la que me refiero y de la que sería muy prolijo dar cuenta aquí.
Como botón de muestra, les copio a continuación un artículo, quizá el más novelesco.

La huella en el cemento

¿Quién me contó esta historia? Ni siquiera puedo recordarla bien, pero refiero lo poco que de ella he podido retener, a ver si alguien se hace cargo de su autoría. Ocurrió cuando estaban aún calientes las cenizas de la guerra civil. El padre de mi protagonista, agricultor con veleidades de albañil, encementó el suelo de la vivienda. No eran tiempos de mármoles, ni siquiera de terrazos; sino de tierra apelmazada en el suelo, y de olor a pimentón y a tripas de cerdo en las tiendas de ultramarinos. Cuando su padre se había retirado un par de pasos para observar, ufano, la nueva superficie, el niño puso el pie en el cemento tierno del vestíbulo, igual que el analfabeto cuando firma con una cruz una citación administrativa. Lo hizo sabiendo que pecaba, y esperando un probable pescozón de su progenitor. Pero el padre no sólo no le recriminó su chiquillada, sino que ni siquiera alisó con la paleta la huella que el chaval había dejado en el cemento. Allí quedó, indeleble, la marca de su sandalia: un treinta y cinco mal medido que secó pronto, testimonio fósil de un pasado que, tiempo después, el ex niño resumiría en una estampa de pie breve, letrina con pozo ciego en el corral y una bombilla de cuarenta vatios para espantar apenas la oscuridad de la posguerra. Aquel niño creció con la ayuda de la leche en polvo de los americanos, y hubo de marchar lejos, donde estudió con aprovechamiento, se quemó las cejas emborronando papeles, consiguió una cátedra después de mucho curriculear y alcanzó cierto reconocimiento en el mundo de las letras.
     Cuando sus padres murieron, dejó de ir al pueblo, adonde sólo había regresado alguna Navidad. Pero como las cosas humanas no sean eternas, Cervantes "dixit", un día poco jubiloso le llegó la jubilación. No había terminado de sacar los papeles del despacho cuando ya estaba metiendo precipitadamente los suyos un rampante auxiliar de cátedra, que antaño lo había jurado fidelidad eterna. Sin oficio y con magro beneficio, un extraño reconcomio lo empujó al lugar de la niñez. Pocos en el pueblo hubieran visto en su retorno una similitud con la vuelta a Ítaca de Odiseo, ni siquiera con la más cercana del Azorín de "La voluntad" a la Yecla de sus pecados. Nuestro hombre aparcó el coche en la plaza del pueblo, sacó de él unos bultos y se dirigió a la casa de sus mayores con el paso apresurado y la cabeza baja, para no tener que ver su vejez en el rostro de sus antiguos compañeros de pupitre. Una vez que atravesó el umbral, entrecerró los ojos y puso su zapato sobre esa señal inmisericorde del pasado: el pie del hombre sobrepasaba con mucho la huella que se mantenía, terca como una acusación, en el suelo que encementó su padre. Cualquier que lo hubiera visto lo habría notado: en un instante toda su vida se le echó de golpe sobre el pestorejo.

 







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