BIOGRAFÍA DEL SILENCIO, Pablo d’Ors
Creo que fue en abril, más o menos,
cuando mi amigo José María Asencio me regaló un libro de Pablo d’Ors, Biografía del silencio. Es una suerte tener amigos que te
regalen algo: un pequeña conversación, una complicidad para ser recordada, en
fin, esas pequeñas cosas que nos hacen congraciarnos con la vida.
El
regalo, una vez leído el título, era una invitación a recorrer las propias
galerías interiores, una manera explícita de sugerir que lo que interesa a
cierta edad es crecer hacia dentro, sin más. Aunque sabía algo sobre su autor (es
sacerdote, nieto del ínclito Eugenio d’Ors, experto en meditación, bloguero
frecuentado por muchas almas anónimas, narrador laureado, entre otras cosas), tecleé su nombre en Google para conocer la opinión de los lectores sobre
el libro que me disponía a leer.
Todo apuntaba en la buena dirección: mi amigo José María no podía
haberse equivocado, pues su obsequio era un diamante que yo me disponía a pulir
al ritmo demorado que el libro requería. Manoseo ahora el ejemplar leído y
sonrío al comprobar las abundantes anotaciones que hay en sus márgenes, señal
inequívoca de que su lectura me cautivó.
Comparto
con ustedes este fragmento, que quizá refleje en parte el contenido de Biografía del silencio:
“Yo, naturalmente, no sé bien qué es la
vida, pero me he determinado a vivirla. De esa vida que se me ha dado, no
quiero perderme nada: no solo me opongo a que se me prive de las grandes
experiencias, sino también y sobre todo de las más pequeñas. Quiero aprender
cuanto pueda, quiero probar el sabor de lo que se me ofrezca. No estoy
dispuesto a cortarme las alas ni a que nadie me las corte. Tengo más de
cuarenta años y sigo pensando en volar por cuantos cielos se me presten, surcar
cuantos mares tenga ocasión de conocer y procrear en todos los nidos que
quieran acogerme. Deseo tener hijos, plantar árboles, escribir libros. Deseo
escalar las montañas y bucear en los océanos. Oler las flores, amar a las
mujeres, jugar con los niños, acariciar a los animales. Estoy dispuesto a que
la lluvia me moje y a que la brisa me acaricie, a tener frío en invierno y
calor en verano. He aprendido que es bueno dar la mano a los ancianos, mirar a
los ojos de los moribundos, escuchar música y leer historias. Apuesto por
conversar con mis semejantes, por recitar oraciones, por celebrar rituales. Me
levantaré por la mañana y me acostaré por la noche, me pondré bajo los rayos del
sol, admiraré las estrellas, miraré la luna y me dejaré mirar por ella. Quiero
construir casas y partir hacia tierras extranjeras, hablar lenguas, atravesar
desiertos, recorrer senderos, oler las flores y morder la fruta. Hacer amigos.
Enterrar a los muertos. Acunar a los recién nacidos. Quisiera conocer a cuantos
maestros puedan enseñarme y ser maestro yo mismo. Trabajar en escuelas y
hospitales, en universidades, en talleres… Y perderme en los bosques, y
recorrer por las playas, y mirar el horizonte desde los acantilados. En la
meditación escucho que no debo privarme de nada, puesto que todo es bueno. La
vida es un viaje espléndido, y para vivirla solo hay una cosa que debe
evitarse: el miedo”.
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