martes, 14 de octubre de 2014




EL LIBRO INAGOTABLE,
El Caballero del Entusiasmo Permanente

A veces me pregunto, casi siempre cuando alguien me pide que le recomiende un libro, qué busca ese lector, pues para orientarle necesito saber qué tipo de lector es y por qué quiere dedicar unas horas de su tiempo al ejercicio callado de la lectura. Por el contrario, cuando soy yo quien recomienda a alguien que lea un libro, también necesito saber quién es ese hipotético lector. La lectura compartida resulta en ese caso un ejercicio de conocimiento mutuo y requiere una atención personalizada. Si, además, recomiendo un clásico, ese licor destilado por los lectores que han bebido hasta saciarse durante muchos siglos, corro el riesgo de que me tachen de anticuado y de poco original. Mas de inmediato, mantienen mi autoestima la frase lapidaria de Javier Gomá Lanzón, quien reclamaba el derecho de no estar al día en materia cultural (actitud que no implica ausencia de curiosidad intelectual) y esa otra no menos enjundiosa de Juan Goytisolo, quien decía, mutatis mutandi, que para no pasar de moda era imprescindible no haberlo estado nunca.
Alguien tan autorizado como Italo Calvino (Por qué leer los clásicos) dijo que estos libros “nunca terminan de decir lo que tienen que decir”, que son textos que “cuando más crees conocerlos de oídas, más nuevos, inesperados e inéditos te parecen cuando los lees”.
Hace un mes acabé de leer (esta vez en una versión que el escritor Eduardo Alonso ha adaptado para Vicens Vives, maravillosa edición que requeriría alguna de las muchas distinciones que existen para reconocer la magnífica labor que esta editorial lleva a cabo), decía que leí ese texto inagotable que es El Quijote. Y pensaba en qué motivos, solo unos pocos, podía yo argumentar para que un joven lector se adentrara en las páginas de la obra de Cervantes. Entre los muchos aspectos que me resultaban relevantes para un lector contemporáneo, escogí solo cuatro, seguramente por un afán de síntesis motivado por la modorra estival.
Primero, el magnífico diálogo que mantienen Sancho y don Quijote una vez que el escudero le miente al asegurarle que le ha entregado la carta a Dulcinea y que esa dama de sin par belleza en verdad carece de cualquier mínimo encanto, lo que proporciona no poca hilaridad. Segundo, la defensa de las letras que formula don Quijote mientras conversa con el Caballero del Verde Gabán, al tiempo que se ensalza el comportamiento de este personaje como modelo ético. Tercero, los consejos que don Quijote le da a Sancho para que gobierne la ínsula Barataria con ecuanimidad y justicia, que pueden ser considerados como un dechado de virtud.  Y cuarto, las cartas que los distintos personajes se envían y que reflejan aspectos muy interesantes de sus respectivas personalidades, así como la incuestionable maestría de Cervantes en el género epistolar.
Y, como coda, añadiría unas palabras de Carlos Marzal que indagan en esa cualidad que tiene la ilusión para alimentar cualquier vida: “Si tuviese que escoger un tipo humano de viajero, recomendaría ser como don Quijote, el siempre enamorado de lo que acontezca, el Caballero del Entusiasmo Permanente”. Don Quijote se revela como un personaje que admite lo imprevisto, que acepta la vida tal y como se presenta, ajeno siempre a esas rutinas que nos atenazan.
Lo dicho, el Libro Inagotable, del Caballero del Entusiasmo Permanente.

Julián Montesinos Ruiz

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