NO ESTAR AL DÍA, Javier
Gomá Lanzón
Últimamente, algunos momentos más
hermosos me sorprenden al azar, de manera imprevista. Debe ser consecuencia de
los años, que atemperan el espíritu y nos invitan a contemplar las cosas
valiosas de la vida. Paseando por un lugar muy concurrido, cuyo nombre no es
necesario escribir aquí, me encontré con un viejo amigo de la universidad,
Manolo Pertusa. Siempre que me he tropezado con él surge entre nosotros una
cordial efusividad, una admiración mutua, una alegría franca. Después de los
saludos, nos enzarzamos en una breve conversación, en la que salieron a relucir
nuestras últimas lecturas, nuestras actuales ocupaciones. Y descubrí de
inmediato que él es un lector asiduo de Javier Gomá Lanzón, a quien vino a
escuchar desde su querida Vega Baja al Auditorio de la Diputación de Alicante (ADDA).
Le comento que conservo unos cuantos textos suyos, que he ido coleccionando en
mi base de datos Filemaker, colaboraciones periodísticas que siempre me han
gustado. Después de nuestra despedida, persiste en mi memoria ese momento compartido
como si fuera un tesoro.
Una semana más tarde, las circunstancias
de la vida hicieron que coincidiera con otros buenos amigos: Vicente Díaz y
Juan C. Lozano. Dimos buena cuenta de esa horchata aplazada desde hacía meses
(nos metimos entre pecho y espalda un tanque de chufa en sazón) y nos
entretuvimos hablando de poesía y asuntos varios, entre los que volvió a salir
en boca de Juan C. Lozano cierta lectura admirativa que había hecho de un libro
de Javier Lomá (Aquiles en el gineceo, o aprender
a ser mortal, Pre-Textos, 2007).
Les copio a ustedes uno texto
esclarecedor. Si nos dan el tiempo necesario, disfrutaremos leyendo algunos de
sus libros, entre los que destacamos los siguientes: Ejemplaridad pública, Taurus, 2009; Necesario pero
imposible, o ¿qué podemos esperar?, Taurus, 2013; Todo a mil 33:
microensayos de filosofía mundana, Galaxia Gutenberg, 2012; Razón:
portería, Galaxia Gutenberg, 2014.
“Los
historiadores modernos de la cultura no se conforman con reseguir en sus
estudios una vez más la secuencia habitual de obras canónicas. Quieren conocer
las mentalidades que operan en ellas de modo muchas veces silencioso porque son
verdades demasiado obvias para los lectores de su tiempo aunque ya no para
nosotros. Investigar esas mentalidades implica trasladar la atención hacia
cuestiones que la historiografía más tradicional dejaba al margen. Así, hoy nos
interesar saber más sobre las bibliotecas particulares de nuestros próceres de
las letras porque conocer lo que ellos leían sin duda ilumina nuestra
comprensión de los textos que compusieron. Y es ahora cuando nos asombramos de
descubrir que esos grandes nombres de la literatura, la filosofía o la ciencia
-Montaigne, Erasmo, Bacon, Copérnico, Gracián, Vico- disponían de una
biblioteca privada de sólo unos pocos cientos de volúmenes. De manera que los
héroes de nuestro panteón literario moderno -¡qué decir de los escritores
anteriores a Gutenberg!- lograron producir lo que nosotros tanto reverenciamos
leyendo y meditando demoradamente apenas un puñado de títulos de su tradición
cultural y lo que, con retraso y muchas dificultades, les llegaba a las manos
de sus contemporáneos.
Una
conjunción de factores ha cambiado el escenario de arriba abajo. La sociedad de
masas, ya se sabe, ha generalizado la idea de genio y ha hecho de la
expresividad subjetiva una prenda inherente al yo moderno y así hoy todo el
mundo escribe y tiene algo interesante que contar. La empresa editorial, que
por esta razón cuenta con un reservorio casi infinito de originales
disponibles, multiplica su oferta cada año (sólo en España, en 2009 se
publicaron en torno a 90.000 novedades). La tecnología al servicio del
capitalismo mágico ha puesto todas estas novedades -oro, incienso y mirra- a
los pies del usuario de Internet: con sólo conectarse y accionar el ratón, se
informa de ellas o en algunos casos se las descarga. Pero el capitalismo no
sólo proporciona bienes al mercado sino que con taimada intención también sabe
suscitar el deseo de comprarlos. Y así el yo moderno, que creó el mercado, es
esclavizado ahora por su propia criatura y el ciudadano, transmutado en
consumidor, vive cada día anhelando novedades, con adicción incurable. En el
terreno literario, el proceso culmina tardíamente con el advenimiento de la
"economía de la cultura". La industria editorial se había mostrado
bastante resistente a los usos generados por la unidimensionalidad del
intercambio mercantil y durante mucho tiempo siguió primando la formación de un
catálogo de prestigio, a la busca del autor de calidad y talento, suponiendo
que ambos bienes, por ser tan escasos, acabarían atrayendo la atención del
comprador. Pero cuando la ley de hierro del mercado ha empezado a colonizar el
reino editorial, ha impuesto ahí también el imperio de "lo nuevo",
porque el mercado privilegia lo que favorece el volumen de negocio y, como
todas las empresas saben y practican, sólo lo nuevo es adictivo para el
consumidor.
Y
así tenemos al hombre de letras de hoy siempre en vilo, velando como las
vírgenes prudentes por la llegada de la novedad editorial, penando por lo
último, ansioso por estar al corriente del ingente volumen de mercancía
literaria que trae cada temporada. Lo que convierte esta tarea en titánica es
que la industria confecciona productos diseñados específicamente para el
consumo masivo en el mercado de la cultura
(best seller), pero también admite los títulos de calidad y prestigio
siempre que se sometan al imperio de lo nuevo y puedan, en consecuencia, ser
presentados como novedad (nueva edición, nueva traducción, etcétera). De modo
que, buscando la perla escondida, nuestro hombre se las ve y se las desea para
permanecer informado. Y en su afán de novedades, se desvive -se consume- por
estar al día.
¡Basta!
Comencemos por extirpar esa pasión mórbida por lo nuevo. Quizá en la
investigación científica o tecnológica sobre la Naturaleza la innovación sea
decisiva, porque aquí el conocimiento sigue un esquema de progreso, lo último
hace prescindible en cierta medida lo anterior y, como dice la zarzuela, hoy
las ciencias adelantan que es una barbaridad; pero donde lo que está
involucrado no es la Naturaleza sino el Hombre, con sus preocupaciones por la
comprensión del mundo y su insegura posición en él, la categoría del progreso
no es explicativa; en estos negocios, podemos alegremente liberarnos de la
servidumbre de lo nuevo, porque lo esencial permanece inmutable, interrogante,
enigmático. Todo hombre culto tiene hoy en su casa una biblioteca al menos diez
veces mayor que la de Montaigne (y la entera Biblioteca de Alejandría
digitalizada y disponible en Internet). Con esta idea en mente, está en su mano
pasearse por las mesas de novedades y, suspendiendo la racionalidad del mercado,
decirse: "¡Qué grande es el número de libros que no necesito!". Para
tomar conciencia del extraño destino del hombre, más importante que "lo
nuevo" es la renovada meditación sobre "lo mismo" y la
frecuentación de los autores que, aupados por una opinión unánime, mejor han
expresado lo invariante de la condición humana.
Pero,
huyendo de toda beatería y yendo aún más lejos, por una vez me abstengo de
recomendar la intachable y socorrida vuelta a nuestros clásicos. Llegada cierta
edad, a uno le sucede sentir, como a Fausto al comienzo del poema goethiano,
que ya ha leído todos los libros y que la lectura, incluso la de un texto
desconocido, es siempre relectura porque, acumuladas ciertas experiencias
vitales, ha leído el libro de la vida y nada de lo humano le resulta
absolutamente novedoso. Entonces lo esencial es ese otro "progreso hacia
uno mismo", tan diferente del científico, y escribir las líneas del propio
destino más que perpetuar el tintineo de las palabras prestadas, por ilustres
que éstas sean.
Y
al diablo con las novedades. Y, por encima de todo, no estar al día”.
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