domingo, 20 de abril de 2014






TOKIO BLUES, Haruki Murakami

No sé con certeza si la soledad es el tema principal de esta novela escrita en 1987 y traducida al castellano en 2005, pero la mirada introspectiva que el protagonista-narrador proyecta sobre la realidad exterior y su propia intimidad es siempre solitaria, reflexiva y en muchas ocasiones desamparada.

Vayamos por partes. De Watanabe poco sabemos, pero es quien va contando todo lo que sucede al resto de los personajes. Él es el protagonista-narrador que narra en primera persona todo lo que le aconteció cuando tenía veinte años: “Incluso ahora, dieciocho años después, recuerdo aquel prado…” (p. 8). Y ese cúmulo de sucesos podríamos agruparlos en torno a los siguientes temas claves:

1. La soledad es el móvil que impulsa a los personajes a buscar algún rastro de felicidad en una sociedad donde prima el individualismo. Midori, esa joven desinhibida, llega incluso a afirmar: “Pero me siento muy sola” (p. 298). Y no solo es ella, sino que todos buscan huir de la soledad a través del placer de los esporádicos encuentros sexuales.

2. Por tanto, el sexo se convierte en otro tema clave. Si no fuera porque es una simplificación de la novela, diríamos que Watanabe nos ofrece un muestrario de sus relaciones sexuales, que en la mayoría de las ocasiones le procuran indiferencia y lo sumen en cierta pasividad. El sexo es el antídoto de la soledad y de la insatisfacción vital, de ahí que sea en muchas ocasiones algo urgente y triste. Hay muchos pasajes en los que el autor se demora para contar, con cierta asepsia descriptiva, algunos pormenores.
En este sentido, el personaje de Nagasawa ejerce una fuerte atracción sobre Watanabe, no tanto porque sea un coleccionista de mujeres “amadas”, sino porque es un hombre que no esconde su verdad y porque es un ser inteligente y, sobre todo, un lector voraz.
Watanabe es, además, un personaje sensitivo, que se emociona con la música, que proyecta una mirada contemplativa sobre su entorno urbano y rural, y que se muestra a menudo muy reflexivo.
Cabría reflexionar sobre el desequilibrio que siente Naoko tras el encuentro amoroso con Watanabe en la medida en que se trata de una relación peculiar, que busca el conocimiento mutuo más allá de la inmediatez del deseo.
El sexo se convierte también en una forma de conocimiento (en Naoko), de gozo (en Midori) y de compasión (en Reiko). En este sentido, el encuentro sexual con la mujer madura y equilibrada que es Reiko podría tener ciertos visos de inverosimilitud.

3. La muerte es como un viento amenazante que recorre toda la obra, y salvo el padre de Midori que muere en la soledad de un hospital, asistimos al suicidio de tres personajes: Kizuki (novio de Naoko) se suicida en el interior de su coche; la bella Hatsumi (novia formal de Nagasawa) se corta las venas ante la desesperación que siente por el comportamiento de éste; y Naoko se cuelga en el bosque de la residencia donde está internada. Además, se alude con suma naturalidad a otros suicidios de familiares próximos a los personajes de la novela, como si ese final fuera una salida digna al sinsentido de la vida.
En varios pasajes, se habla de la muerte: “En la plenitud de la vida, si miro hacia atrás, descubro que todo giraba en torno a la muerte” (p. 38). Y hay un breve diálogo, en el que, inmersa Midori en la inmediatez del funeral de su padre, le sugiere a Watanabe quedar la próxima vez para ver juntos una película porno. Es este pasaje un ejemplo de ese lenguaje directo, mayormente frívolo, con el que se tratan los asuntos graves de la vida en esta novela.
No puede pasarse por alto la enfermedad anímica de Naoko y su deseado retiro en una residencia con claras similitudes con La montaña mágica, que, aparte otras coincidencias, lee Watanabe. La enfermedad de Naoko podría ejemplificar esa depresión del hombre contemporáneo que va poco a poco acostumbrándose a las derrotas sucesivas, a la tristeza como forma de supervivencia. Naoko y su enfermedad simbolizan la fragilidad de la vida, la necesidad de buscar refugio en las montañas porque el mundo exterior es muy dócil e inhóspito.

4. Si esta obra puede considerarse como un recorrido sentimental de los personajes hacia la madurez, en lo que se conoce como una novela iniciática, no es menos el hecho de que también se trata de una novela que muestra la madurez intelectual y formativa de algunos personajes. Así, la frecuentación de la lectura, el valor de la escritura y la función de la música para transmitir emociones adquieren una importancia fundamental hasta convertirse en temas claves.
Watanabe es un lector empedernido y por eso ve en Nagasawa (a pesar de sus diferentes posturas vitales) un alma gemela con la que compartir la lectura (ambos sienten gran admiración por El gran Gatsby). Asimismo, Nagasawa se muestra algo intransigente (despectivo, quizá) y elitista en sus gustos: “No es que no crea en la literatura contemporánea, pero no quiero perder un tiempo precioso leyendo libros que no haya sido bautizados por el paso del tiempo. ¿Sabes?, la vida es corta” (p. 45). En ocasiones, Watanabe se refiere a la necesidad que siente de escribir como única forma para poner en orden sus pensamientos: “Soy de ese tipo de personas que no acaba de comprender las cosas hasta que las pone por escrito” (p.11).
Convendría hacer un inciso y comentar que el valor de la escritura queda de manifiesto desde el momento en que la carta se convierte en una tipología textual muy usada en la novela y necesaria forma de expresión para los personajes, pues asistimos a un verdadero catálogo de misivas entre ellos. Y, por último, es fácil rastrear los gustos musicales no sólo de Reiko, la profesora de música de la residencia, sino del propio protagonista, quien es capaz de sentir intensamente la música. Asimismo, se cita con cierta recurrencia el modo tan emocionado con que Reiko interpreta determinadas piezas de The Beatles, de Billy Evans, John Coltrane, Thelonius Monk, etc…

5. Aunque su presencia sea fugaz, hay que resaltar la importancia que el humor tiene en esta “obra grave”, y que de tan escaso se convierte en un aire puro que nos invita a la sonrisa. Pero el humor está limitado a los comentarios y al comportamiento de un entrañable personaje tartamudo (Tropa-de-Asalto), que quizá desaparece demasiado pronto de la novela.
No menor frescura reporta Midori (véanse las páginas 229-231), siempre presta al disparate y a decir lo primero que se le ocurre, aunque no por ello deba ser considerada una joven superficial. Con sugerencia le dice a Watanabe: “Te prepararé un incendio de postre” (p. 54). Y éste la describe el siguiente modo: “Destilaba vida y frescura por cada uno de sus poros, como si fuera un animalito que acabara de irrumpir en el mundo para recibir la primavera (…) Hacía mucho tiempo que no veía un rostro tan expresivo, y me quedé unos instante mirándola impresionado” (p.72).

Aparte de estas consideraciones temáticas, es pertinente resaltar aciertos expresivos, sobre todo cuando el autor se demora en la descripción de la naturaleza (el bosque de la residencia) o en pequeños detalles de los cerezos casi en flor de las ciudades japonesas, o cuando habla de la nieve y la lluvia: “Aquel silencio recordaba todas las lluvias del mundo cayendo sobre la faz de la Tierra” (p. 380).

Estilísticamente, no es un modelo que deba seguirse por sus aciertos (bien pocos), pero se inserta de lleno en esa corriente de best seller internacional que capta lectores, y que en mi caso deja un regusto agridulce. Un ejemplo del  prestigio erróneo que todavía sigue teniendo el tratamiento de la desolación.

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