jueves, 13 de marzo de 2014






DONDE EMPIEZA LA NADA, Miguel Sánchez Robles

[Una egagrópila sobre la teoría de la Planitud]

Recuerdo que conocí a Miguel Sánchez Robles en Algeciras, poco antes de la celebración de un acto organizado por la Fundación José Luis Cano para conmemorar el veinticinco aniversario del Premio Bahía de Poesía. Si preciso más, lo cierto es que lo vi por vez primera a finales de la década de los ochenta en una pequeña biblioteca pública de Caravaca de la Cruz, donde ambos impartíamos clases en diferentes institutos. Desde entonces hasta hoy he seguido su trayectoria literaria, jalonada con la obtención de los premios más importantes, entre los que se encuentra el último certamen de cuentos Gabriel Miró. Y nunca ha dejado de sorprenderme esa extraña mezcla de desencanto como actitud personal ante la imperfección de la vida, y su búsqueda de un lenguaje poético en nada retórico.
Sirvan estas palabras como pórtico de entrada al comentario que  redacté tras la lectura de su última novela. Y no siento más que gratitud antes de declarar mi enhorabuena al autor por su libro solo apto para quienes se atrevan a adentrarse en un mundo de una bella desolación, de una zozobra existencial que es inherente al narrador-protagonista de Donde empieza la Nada. Y escribo “libro” porque no me atrevo a escribir “novela”, porque no sé si este discurso deslavazado, inconexo, suma de egagrópilas tiene cabida en el cajón de sastre comúnmente conocido como novela. Y qué más da, si el escritor abomina de ese tipo de escritura decimonónico basada en el planteamiento-nudo-desenlace donde todo se prevé y se adivina: “Escribes con el lenguaje de quien lo ha perdido todo y te da igual el argumento de lo que escribes porque sabes que no hay argumento ni tiene por qué haber un argumento. Uno escribe sudándosela todo. (…) Se trata de ser inconexos, de ir contra esta claridad de mierda que lo está afeitando todo con avaricia. Uno escribe así porque está hasta los cojones de novelas que tratan sobre un amor del carajo. Uno escribe como si tuviera un helicóptero viejo que se le está quemando dentro” (p. 199). Miguel Sánchez Robles inaugura un género, la egagrópila, una manera torrencial de escribir que aúna a mi modo de ver tres elementos: un pesimismo existencialista cercano al nihilismo, un dominio del ritmo narrativo de una libertad inusual y una originalidad para crear imágenes poéticas que ya la quisieran para sí mismos muchos de los escritores consagrados. El autor crea un estilo de escritura que pudiéramos denominar “egagrópila sánchezrobles”, y ya está.

Desde el punto de vista temático, creo que el autor recorre la senda del desencanto, se para junto al camino del pesimismo, entabla diálogo con la absurdidad del mundo, discute consigo mismo acerca de la comedia apariencial en la que se vive, se muestra impotente ante los valores dominantes (“odio la lealtad mecánica a opiniones impuestas” p. 18) y, por encima de todo, apunta un incorregible deseo de ser otro (“vivir es no esperar mañana ser lo mismo”, p. 92) y centra sus críticas contra la Planitud que todo lo afea e impide la autenticidad, la libertad individual y el pensamiento propio. No obstante, en algunos momentos hay un resquicio a la esperanza, por mínimo que sea: “Sin embargo en algún lugar de mi abdomen guardo un saquito de cariño tibio y dulce por la vida” (p. 146). Muestra en ocasiones, un humor ácido ante los hechos, ante quienes se sienten muy seguros y tienen ideas inamovibles. Tampoco puede pasarse por alto las constantes alusiones al valor de la escritura comos salvación y adicción (“me tiembla algo en el alma, se me seca la boca, me tomo otro martini, necesito escribir, p.13) y también acerca del sentido de la lectura (“si no leo me desespero”, p. 19).

Con todo, aparte de los aciertos de hilvanar un discurso fragmentario pero globalmente unitario (véase los textos de la páginas 264-265), destacan los logros estilísticos, donde Sánchez Robles posee una poderosa facilidad para crear bellas imágenes (nombra sus manos untadas de mermelada para ver de cerca las avispas). El ritmo narrativo es de tal fluidez que es digno de elogio su capacidad para unir pensamiento y poesía (“empezando poesías, sabiendo que la poesía es el engaño que nos inventamos para huir de la vida”).

Por su ácido y poético discurso y por una escritura que inaugura un modo ficcional de decir muy del siglo XXI, Miguel Sánchez Robles se merece un lugar entre los grandes.

Julián Montesinos Ruiz


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