CASI LA MITAD, Manuel Alcántara
Recuerdo
la primera vez que leí una columna de opinión de Manuel Alcántara. Era yo muy
joven e ignoraba que al menos durante casi tres años de mi vida iba a ejercer como
periodista. Devoraba periódicos, todos,
pese a la advertencia de mi madre, que temía que mi dedicación a los diarios
pudiera mermar mi rendimiento académico, asunto que aprovecho para decirles que
nunca sucedió. Hoy día hago lo mismo, y sigo disfrutando con Juan J. Millás y A. M. Molina, con Antonio Lucas
(el nuevo F. Umbral del siglo XXI) y con Pedro G. Cuartango (por citar solo a unos cuantos), quien esta mañana
nos ha regalado otra joya que pronto compartiré con ustedes: Elogio de lo inútil. Pero de entre todos,
Manuel Alcántara se ha erigido siempre como ese prosista elegante, poético, a
ratos irónico, y con un manejo del ritmo narrativo encomiable. Rescato esta
columna publicada en 1991. Parece que no hemos aprendido en la escuela ni en
los hogares ni en la sociedad qué es lo importante para formar a las futuras generaciones.
Dice así:
“No
saben o no pueden, acaso no quieren, disponer de la magnánima herencia que nos
legaron tantas personas que creyeron que sólo nombrando las cosas se hace el
mundo inteligible. No quieren, o acaso no pueden o no saben, compartir esa
creación dirigida que es la lectura, y no viven en conversación con los
difuntos, ni escuchan con sus ojos a los muertos más inmortales. El 42 por
ciento de los españoles adultos no leen nunca. Lo que se dice nunca. Viven
fuera de esa patria innumerable que es la palabra escrita, exiliados de la
común heredad gloriosa. No son unos pocos. Son el 42 por ciento de los
compatriotas los que jamás abren un libro, ni lo cierran, ni lo miran ni
siquiera por el forro, ni lo colocan en su anaquel con cuidado, para que no se
le caigan los acentos, ni los puntitos equilibristas de las íes.
Casi la mitad de los españoles no puede
enorgullecerse de los libros que ha leído. Ignoran algo que ya sabían los
egipcios que triangularon las arenas: que las bibliotecas contienen medicinas
para el alma. Se conoce que no empezaron, de niños, a interesarse por los
héroes de los cómics, que es muy importante para apreciar luego, a su debido
tiempo, la historia de aquel grumete y de aquel pirata con pata de palo, en
aquella isla de buenos y malos que escondía un tesoro. Conviene empezar cuanto
antes algo que no debe acabarse nunca. Y leer, leer, desde los augustos
presocráticos hasta el último premio Adonais. Desde Tales de Mileto, que
preveía eclipses de sol y monopolizaba las almazaras cuando sabía que iba a ser
un buen año de aceitunas, hasta Ludolfo Paramio, ese Kierkegaard para pobres,
que en vez de adorar el agua, como Tales, defiende a Corcuera. El caso es leer.
Imaginarse el paraíso, como Borges, bajo la especie de biblioteca.
No sé cómo serán los españoles que no leen nunca,
ni sé cómo sería yo si no hubiese leído (ni una golondrina, ni un chopo, serían
lo que son para mí si no hubiera leído a Bécquer ni a Antonio Machado. Ni
podría recordar cómo era aquella muchacha en el último otoño de no haber leído
a Neruda). De lecturas estoy hecho, de literatura, o sea, de vida escrita”.
20
de junio de 1991
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