lunes, 10 de febrero de 2014




CASI LA MITAD, Manuel Alcántara

Recuerdo la primera vez que leí una columna de opinión de Manuel Alcántara. Era yo muy joven e ignoraba que al menos durante casi tres años de mi vida iba a ejercer como periodista. Devoraba  periódicos, todos, pese a la advertencia de mi madre, que temía que mi dedicación a los diarios pudiera mermar mi rendimiento académico, asunto que aprovecho para decirles que nunca sucedió. Hoy día hago lo mismo, y sigo disfrutando con Juan J. Millás y A. M. Molina, con Antonio Lucas (el nuevo F. Umbral del siglo XXI) y con Pedro G. Cuartango (por citar solo a unos cuantos), quien esta mañana nos ha regalado otra joya que pronto compartiré con ustedes: Elogio de lo inútil. Pero de entre todos, Manuel Alcántara se ha erigido siempre como ese prosista elegante, poético, a ratos irónico, y con un manejo del ritmo narrativo encomiable. Rescato esta columna publicada en 1991. Parece que no hemos aprendido en la escuela ni en los hogares ni en la sociedad qué es lo importante para formar a las futuras generaciones. Dice así:

“No saben o no pueden, acaso no quieren, disponer de la magnánima herencia que nos legaron tantas personas que creyeron que sólo nombrando las cosas se hace el mundo inteligible. No quieren, o acaso no pueden o no saben, compartir esa creación dirigida que es la lectura, y no viven en conversación con los difuntos, ni escuchan con sus ojos a los muertos más inmortales. El 42 por ciento de los españoles adultos no leen nunca. Lo que se dice nunca. Viven fuera de esa patria innumerable que es la palabra escrita, exiliados de la común heredad gloriosa. No son unos pocos. Son el 42 por ciento de los compatriotas los que jamás abren un libro, ni lo cierran, ni lo miran ni siquiera por el forro, ni lo colocan en su anaquel con cuidado, para que no se le caigan los acentos, ni los puntitos equilibristas de las íes.

Casi la mitad de los españoles no puede enorgullecerse de los libros que ha leído. Ignoran algo que ya sabían los egipcios que triangularon las arenas: que las bibliotecas contienen medicinas para el alma. Se conoce que no empezaron, de niños, a interesarse por los héroes de los cómics, que es muy importante para apreciar luego, a su debido tiempo, la historia de aquel grumete y de aquel pirata con pata de palo, en aquella isla de buenos y malos que escondía un tesoro. Conviene empezar cuanto antes algo que no debe acabarse nunca. Y leer, leer, desde los augustos presocráticos hasta el último premio Adonais. Desde Tales de Mileto, que preveía eclipses de sol y monopolizaba las almazaras cuando sabía que iba a ser un buen año de aceitunas, hasta Ludolfo Paramio, ese Kierkegaard para pobres, que en vez de adorar el agua, como Tales, defiende a Corcuera. El caso es leer. Imaginarse el paraíso, como Borges, bajo la especie de biblioteca.

No sé cómo serán los españoles que no leen nunca, ni sé cómo sería yo si no hubiese leído (ni una golondrina, ni un chopo, serían lo que son para mí si no hubiera leído a Bécquer ni a Antonio Machado. Ni podría recordar cómo era aquella muchacha en el último otoño de no haber leído a Neruda). De lecturas estoy hecho, de literatura, o sea, de vida escrita”.

20 de junio de 1991

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